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El boxeo

Este texto forma parte de la serie La Privada Moderna

capítulo 23

En El Calvario había un amplio local llamado la Curva en el que se celebraban los encuentros de boxeo. Las gentes de la Privada moderna y de sus alrededo­res eran asiduos los sábados por la noche. Don Guzmán era un gran aficionado y el señor Aureliano, allá en sus tiempos, había sido «manager» de jóvenes pro­mesas. El boxeo era algo increíble.
Las gentes se apretujaban para entrar. Las mujeres gritaban y empujaban más que nadie. Nosotros entrá­bamos por una puerta lateral porque mi padrino, si no arbitraba, era uno de los jueces. Y ahí me tenéis por los vestuarios, escuchando a masajistas, entrenadores, «managers» y toda la morralla que vive a la sombra de esos pobres desventurados que se largarían felices y contentos con un contrato de trabajo en el bolsillo y una buena cena por delante. Pero no. «¡Hala! ¡a pe­garse!» Esta podía ser la noche.
«Está fulano que ha venido a verte. A ver esa zur­da». «Dale fuerte, que no ves un duro más. Los Reyes Magos se acaban». «Piensa en lo que dijo de ti a los de la prensa. Fuerte, mantén la guardia y castiga el híga­do. Mira, así».
Esto lo decía un escuchimizado alfeñique al que llamaban Vicente Goliat, que todavía era más escuáli­do que el Satur y que, encima, tenía chepa y era corto de piel. Allí todos opinaban.
Olía bien. A mí me gusta el olor de linimento de Sloan. También me gusta el olor de la bencina y del pe­tróleo. Pero esto era porque mi padrino se lo echaba al pelo y se friccionaba delante del espejo con su camise­ta de tirantes y canelones.
La gente entraba y salía de los vestuarios y todos daban consejos y describían a los infortunados gladia­dores cómo iba a ser la secuencia de la pelea. ¡Qué sal­vajes! Estos no hacían más que ir al wáter. Y se enjuaga­ban la boca haciendo gárgaras, porque el entrenador no les dejaba beber. Pegaban golpes al aire, sorbían por la nariz, movían el morro como los conejos, avanzaban el hombro, bajaban la cara, ladeaban la cabeza, esquiva­ban un imaginario directo, saltaban sobre el propio te­rreno y hacían fintas con amagos de esquivar un golpe que venía certero. Se les caían, a lo mejor, los pantalones porque se los habían prestado. Eran de raso o de satén y estaban recién planchados. Entonces, había que lla­mar a una mujer para que viniera a darle unas punta­das. Esta, mientras cosía, algo andaría haciendo con la mano izquierda, que se le distraía poniéndose tonta, di­go yo, porque el entrenador le espetaba «¡No lo calien­tes, leche!» «Pues si sale frío, contestaba la frescachona muy plantada y sacando el pecho, quien lo va a calen­tar va ser el Angelito que dice de éste que está sonado».
¡Dios la que se armó! El Nene, que era el púgil del calzón ancho, comenzó a decir en un puro ataque de histeria «¡Sujetadme!, ¡sujetadme!, que no sé lo que me hago. ¡Sujetadme, que no soy dueño! ¿Sonado yo? ¡Su­jetadme, que lo mato, que lo mato…!»
Armó tal alboroto que entró el señor Vitelino. Es­te era un guardia con la nariz vinosa y que estaba or­gulloso de ser el máximo representante de la autoridad en el barrio. Durante la guerra, cuando llegaba a una trinchera, lo primero que hacía era subirse al parapeto y echar una meada mientras insultaba a los «rojos, ma­sones y ateos». Cuando éstos reaccionaban y se deci­dían a disparar, ya estaba el Vitelino en el suelo de la trinchera pisado por la bota del sargento que no sopor­taba aquellas chuladas en su Compañía.
La verdad era que el sargento era carlista y aque­llas obscenidades de Vitelino le parecían propias de ro­jos y no de cruzados. El Vitelino se tiraba todo el com­bate (el de verdad no el del ring) tumbado en el suelo de la trinchera porque, claro, los rojos se cabreaban y, una vez iniciado el tiroteo, no paraban hasta que no se les acababan las balas. Y de na­da valía que Modesto ni el Campesino ni la Pasionaria ni Margarita Nelke les dijeran «¡Apuntad bien, compañeros cabrones, que se nos acaba la munición! ¡Apuntad con ira!»
Esto lo decían para contrarrestar al Ángel del Al­cázar que, según la propaganda fascista, decía a los soldados «¡Hijos míos, apuntad bien, pero sin ira!» «¡Toma ya!», decía Pasionaria, mientras se echaba un pulso con el General Rojo o con Miaja, «Así aciertan, en cambio estos hijos de puta con la furia y todo eso, no dan una, vamos, es que no dan una», terminaba Pasionaria, después de haber tumbado al general, en la mesa de juego se entiende, aunque ella no era mu­jer que se parase en un quíteme allá unos rojos. Y se arreglaba el moño que llevaba sujeto con horquillas envenenadas que, decían las malas lenguas, se las mandaba de Rusia el compañero Stalin.
Bueno, pues el señor Vitelino, intentaba poner or­den, calmaba al Nene y salía frotándose las manos «Esto se va a poner bueno, pero que muy bueno. Al Angelito le han ido a contar que el Nene decía de él que era marica, es que me meo». El señor Aureliano lo cal­maba «No, Vitelino, aquí no, ahora no hay rojos ni es­tamos en las trincheras».
Y es que, al señor Vitelino, en una de estas, le decí­as que entre el público había algún rojo encubierto y lo mismo se subía al ring y sacaba la gaita y empezaba a llamarle masón, judío y ateo. Era así.
Del vestuario del Nene nos íbamos al del Angelito. A un kilómetro se oían sus gritos «¿Marica, yo? ¿Marica yo? Brrrrr. Ya verá ese lo que es bueno. Lo voy a destro­zar. Le voy a dar así y así y así…» Y accionaba con tanto brío que a mi padrino le pasó una rozándole el pelo.
Cuando vio que éramos nosotros, el Angelito quedó más corrido que una mona en un concurso de televisión. Se le cayeron con tal fuerza los brazos que yo creí que tendríamos que recogerlos del suelo, sacó el labio inferior, sorbió los mocos, hundió el pecho, em­pezó a sacar la quijada, más y más, hasta que casi se le descoyuntó y entre el masajista y el entrenador venga a colocársela en su sitio; la quijada, digo. Pero no había forma.
Le sobresalía una cuarta. Pa­recía una burra preñada. El fotógrafo del diario local, que era más bien pequeño, se le subió en un bíceps y ayudaba lo que podía usando la correa de la máquina. Nada. La quijada seguía saliéndole al Angelito, que co­menzaba a poner los ojos en blanco y a gimotear. «¡Eso no, eso no! Angelito, por tu madre, no llores. ¡Que don Guzmán te perdona!», le decía el entrenador. «Ange­lito, por Dios, no seas niño, si no fue nada», decía el masajista. «¿Verdad que no, Don Guzmán?»
Y mi padrino, los rasgos duros, los pies algo sepa­rados, los brazos caídos, las manos tensas junto a las pistolas, el mentón hacia delante, la mirada de acero, moviendo, de vez en cuando, una de las aletas de la na­riz… de repente, dio un paso al frente. Es decir, avanzó la punta del zapato derecho, que era su forma de desa­fiar. «¡No, por favor don Guzmán!», decían todos los del vestuario, «que fue sin querer, el Angelito no sabía que iba a entrar usted. Que, si no, a buenas horas, iba a hacer el pobre chico algo semejante».
Entonces, mi padrino comenzaba a relajar el pe­cho, se iba relajando poco a poco, les dejaba algo de aire a los demás para que fueran respirando y decía, con voz ba­ja, suave, mortífera, «Angelito, hoy te va a matar el Nene en el quinto asalto, ¿entendido?»… Tenso silen­cio… «Bien. Te perdonamos. Y mañana, de nuevo a tra­bajar en la fábrica de don Alan».
Miraba a todos, se volvía en silencio y yo seguía comiendo orejones que me había comprado Isolda en la señora Domitila la Luenga. Mi padrino metía la mano en el bolsillo, sacaba unos cacahuetes y una piña de plátanos y se los tiraba por el aire al Angelito que los cogía en la mandíbula inferior y luego daba saltos de contento.
Nos dirigíamos a nuestros puestos. Al pasar por cerca de Alan, Belisario y demás compañeros de parti­da, mi padrino levantaba el sombrero tantas veces cuantos fueran el número de asaltos que le hubiera di­cho al Angelito de turno. Y ellos tiraban del puro muy circunspectos.
La canalla vociferaba, gritaba y aullaba para res­ponder a los saludos del Nene que iba envuelto en un albornoz prestado, de color azul noche y con unas le­tras que anunciaban una marca de Vermout. Mi padri­no se sentaba entre los jueces, talmente como Débora la de Israel, o como Sansón o como un circunciso piado­so. Yo me dedicaba a mirar al público, sobre todo a las mujeres que se desgañifaban gritando y accionando y jurando en caldeo. Por aquel entonces nadie se atrevía a usar el hebreo. Por si acaso.
Cuando apareció el Angelito, se oyó el retumbar del trueno. Todos habían apostado por él y el ruido era ensordecedor. Yo recordaba el aviso que le había dado mi padrino y lamentaba no disponer de algunos dóla­res sueltos para apostarlos a favor del pobre Nene, ya que la inversión era segura.
Sonó el gong. Comienza el primer asalto. Arbitra­ba el señor Sebastián, que era trompetista en la banda municipal de Valladares y que había sido seminarista y todavía le quedaba un no sé qué… que parecía que, al andar, iba dándole al vuelo de la sotana para no pisarla. Iba en mangas de camisa y llevaba pajarita.
El Angelito iba perdiendo ante el asombro del Ne­ne y de todo el público que bramaba. El Nene que se anima y le lanza un gancho que casi coloca en el híga­do de Angelito.
La gente echa espuma por la boca. Ya se han co­mido los puros, ahora están mordiendo los cojines de esparto. El Nene se envalentona y hace un amago de uno dos tres cuatro y la gente ya no sabe qué comer, la mayor parte tiene los sombreros hechos trizas. Las mu­jeres aúllan. El gong, una vez más, los salva del desastre.
Cuando va a comenzar el segundo asalto, el An­gelito hace como que juega y pone al Nene boca abajo, con el culo para arriba y los brazos cruzados debajo. El árbitro empieza a contar, el Angelito palidece y un ca­bo de vela se le enciende en su micro mollera, sin dejar de mirar al Nene al que con sus vibraciones ayuda a le­vantarse. El Nene se tambalea. Un ojo le ha quedado prendido junto a la nariz y empieza a moverse presa de un tic que contagia al Angelito y al árbitro. Una mujer grita, «¡En guardia, Angelito, que eso es una treta!»
Pero el Nene, en una de éstas resbala y, para no ca­er, extiende las manos que van a dar en el estómago del Angelito que no lo esperaba. La gente ríe. Las mujeres ululan. «¡Toma castaña!», dice una a la que llamaban «la Chata». Y ya era mala idea porque para leer el pe­riódico tenía que apoyarlo en una silla y, mientras ha­cía calceta, pasaba las páginas con la nariz. Angelito se recupera y el gong lo salva. El público comienza a in­quietarse. La Chata dice que aquí hay tongo. «¡Tongo, sí señor! ¿Qué pasa?» Y nadie le responde, porque na­die había dicho nada. «¡A ver!», dice otra que no pue­de moverse de apretada que lleva la faja.
El marido era más pequeño que el Satur y le lla­maban «milhomes pequeno». La gente es que es mala. Porque a ella, él le llamaba «Nenita». Tenían un puesto de castañas y frutos secos junto a la parada de tranvía. Dentro había un gran cartelón que ponía: «Hoy no se fía, mañana sí, porque si fío, pierdo lo que es mío. Si doy, pierdo la ganancia de hoy. Si presto, al pagar ponen mal gesto. Para librarme de esto: Ni doy, ni fío, ni presto.»
Y «Nenita» se sentaba en una silla a la entrada y fulminaba con la mirada a todas las mujeres que entra­ban. Estaba convencida de que todas iban atraídas por su Fidel. Y éste sonreía dentro de su mandilón a rayas que le habían hecho entre Nenita y su madre.
Al tercer asalto, el Angelito se da cuenta de que tiene que hacer algo para que no se le vaya a romper el Nene. Tiene que durarle hasta el quinto asalto. Le va a colocar un directo algo templado al Nene cuando este, de improviso, y sin venir a cuento no se le ocurre más que llamarle «¡Marica!», al Angelito. ¡Oh cielos! El Angelito se revuelve, los ojos le bai­lan en las órbitas, la gente es traspasada por el silencio que precede a las tormentas. Algunos piensan en un paralís. Pero, de repente, el Angelito empieza a recoger quijada, bate el terreno con el pie derecho, escarba y se va a por el Nene.
¿Para qué seguir? ¿Sabéis cómo queda un sello de correos después de que lo aplaste un elefante? Pues así tuvieron que sacar al Nene, casi con quitamanchas. Cuando se lo quitaron de entre los guantes, el Angelito se echó a las cuerdas y se puso a morderlas. Se daba cuenta de la que había hecho. Aquella fue su última pelea. No se podía andar jugando con un suspicaz que pegaba por un quítame allá ese insulto. Total… si lo decía, algo sabría.

José Carlos Gª Fajardo. Profesor Emérito U.C.M.

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