Lo he escuchado ya otras veces y lo encuentro esta noche más sabio, o tal vez sólo más cuidadoso con lo que aparece por sus labios. Es una clase magistral, el auditorio está lleno y Antonio Muñoz Molina tiene el control remoto: así se hacen las historias. ¿Ven ustedes?
Vemos.
La presentación duró tal vez una hora, que desapareció volando. En varios momentos de aquella me reprendí, en silencio, por la flojera que casi me permite persistir en mi crimen de quedarme a descansar en el barrio y no asistir (flojera vinculada con tomar el tren a medianoche, con cuatro grados de temperatura).
No hablamos de literatura. Qué va. Al señor que controla su pequeña Apple portátil no le interesa hablar de aquello porque todo es literatura. Hasta la caminata ligera frente a Grand Central se convierte en una historia si nos fijamos con atención en esas figuras que rodean al gran reloj: Hércules, Mercurio y Minerva.
Los labios aparecen detrás de la barba. Tal vez esa memoria asocia las imágenes con las historias que nos quisiera contar Muñoz Molina esta noche: empieza su velada proyectando un vídeo sacado de las noticias, con unas voces en ruso, mientras frente al parabrisas cruza el cielo un meteorito. El meteorito y el cometa Halley pintado por Giotto, que yo asocio con el recuerdo de motas blancas en un telescopio apuntando al techo negro de Lima desde el Morro Solar. Las imágenes son historias y algunas veces dependen de los códigos, como aquel dibujo de unas ramas entrelazadas de bambú, de ciruelo y de pino: los tres amigos del invierno que pasan inadvertidos ante nuestra ignorancia budista. Lo mismo sucede ante Santa Catalina, pintada por Caravaggio, cuya historia no podemos adivinar a menos que conozcamos la iconografía de un nombre que para mí sólo se conecta con un barrio al lado de la Avenida Canadá. Es decir: para el señor presentador, la santa se vincula a una rueda quebrada y al martirio; en cambio, para mí, Santa Catalina vive en la memoria al lado de la voz de mis hermanos y amigos, platos de pescado cocinado con limón, mariscos fritos mezclados con yuca y salsa tártara, botellas de color ocre.
Caravaggio es la figura más importante de esta noche. Es un pintor que a mí me descubrió hace años desde las paredes del Metropolitan Museum, con la imagen del tímido San Pedro negando la puntería de una mujer con brillo en los ojos, y que Muñoz Molina –tan económico al conversarnos sobre sus gustos– conectó en la presentación con Saulo de Tarso cayéndose del caballo. Los otros pintores mencionados fueron Bruegel, con el desplome de Ícaro en el mar, a lo Condorito, aparatoso y cómico; y Poussin, que atrapa la casualidad de la serpiente que ya llega a la fatal piel de Euridice.
Les he mostrado muchas imágenes que a mí me gustan.
Claro, ellas son historias que a ti te han cautivado y que sospechas (al fin y al cabo somos tu auditorio) que le pueden gustar a otros: el libidinoso detective James Stewart que desnuda fuera de cámara a Kim Novak en Vértigo, la entrada de la cámara indiscreta en las ventanitas de La ventana indiscreta, o las imágenes de las letras de Suzanne Vega, escribiendo sobre desconocidos que pasan, desde el Tom’s Diner del barrio neoyorquino que ahora tú y tu esposa conocen tan bien.
También alcanzarás a decirnos aquello que no quisieras haber sabido pero que ya no importa ahora: que son sólo siete las posibles historias que se pueden contar, según Christopher Booker. Además, que los héroes que matan a bestias salvajes siempre cautivan audiencias y generan buenos dividendos. Agregas secretos equivalentes a descubrir el lado oscuro de la Luna, como éste que revela Scorsese: Cinema is a matter of what’s in the frame and what’s out; frase que ilustras muy bien con las fotos de Henri Cartier-Bresson (los tres hombres empinados sobre el Muro de Berlín) y esa huella de Buda, tan sencilla y tan bonita.
Yo también quisiera decir menos y a la vez decir más. Nunca sabré si lo he logrado. Estoy hojeando un cuento de Bolaño y me asombra que Arturo Belano al visitar México cuente tantas historias y las cuente tan bien. A veces me sorprende que la tarea no resulte tan fácil como dejar que caiga mi brazo, así de cansado (como el hombre moribundo de La piedad, como La muerte de Marat ), e imaginarme en medio de otra historia, en una próxima vida, en otra velada literaria fabulando con Muñoz Molina, Hitchcock, Suzanne Vega, Poussin y Caravaggio.