Home Acordeón El cacique quiere una Blazer. Un litigio olvidado en la selva venezolana

El cacique quiere una Blazer. Un litigio olvidado en la selva venezolana

 

Desde el aire, la selva es un mar verde roto de vez en cuando por lunares marrones. Los más grandes son las cicatrices de la explotación minera, legal e ilegal, que utiliza potentes chorros de agua que erosionan el terreno para buscar oro. Los pequeños son chabonos de los indígenas nómadas de la etnia yanomami, que talan una circunferencia para levantar su churuata y sembrar. Deslumbran algunos codos y meandros de ríos cuyas corrientes llegan al Orinoco que irriga el comienzo norte de la Amazonía. Para transitar esa extensión inextricable de árboles altos que se sostienen uno con el otro, envueltos por las enredaderas que tejen otro manto verde que compite con el follaje, hay dos vías: los cauces de agua o el aire. No hay carreteras para llegar a La Esmeralda, la capital del municipio Alto Orinoco y principal población de la triple frontera entre Venezuela, Brasil y Colombia.

 

Allí ocurrió uno de los capítulos más interesantes y poco conocidos de la historia política venezolana. Una guerra pasiva en la profundidad del Orinoco, alejada de los focos de los medios, soterrada entre los árboles y la distancia. A finales de los noventa, debido a la destitución del primer alcalde indígena electo por votación popular en toda la historia del país, se confrontaban dos bandos divididos por la religión, el partido político afín y la etnia. De un lado, evangélicos, adscritos de Acción Democrática y los indígenas yekuana. Del otro, católicos, partidarios del socialcristiano Copei y unos yanomani dispersos y divididos.

 

La Esmeralda tiene pista de aterrizaje asfaltada, un puñado de casas, una misión salesiana y un gran embarcadero. La forma más fácil y popular de recorrer distancias es por las calles fluviales: Sus ríos contienen 1.290 kilómetros de costa. De Puerto Ayacucho, capital del estado Amazonas, está separada por ocho días en bongo, la embarcación de tronco de árbol ahuecado; dos días en voladora, una lancha sin quilla y con motor fuera borda de 80 caballos, y casi dos horas en aeronave. Cuando aterrizó mi avioneta la rodeó una pequeña multitud de gente curiosa. A finales de diciembre de 1997, los 600 habitantes de La Esmeralda vivían unos días agitados, no solo por el malestar político debido al enfrentamiento entre los que apoyaban al alcalde Turón y los que pretendían defenestrarlo. Al pueblo viajaron miembros de las etnias yanomami y yekuana, dos de las más numerosas de la región, porque el Ministerio del Interior les citó allí para que una delegación les hiciera su cédula de identidad, único requisito indispensable para ejercer el derecho al voto. Y los habitantes de la selva que todavía carecían de documento, o había vencido su validez, atendieron el llamado. Unos 4.000 indígenas llegaron a partir del 26 de noviembre desde los tres sectores en que está dividida la zona según los cauces de agua: Padamo, Cunucunuma y Alto Orinoco. Hacinados. Bajo uno de los techos de palma de seis metros cuadrados colgaban 40 hamacas y las mujeres dormían con sus niños. La tensión política se agravaba con la convivencia. Los capitanes de cada comunidad pactaron dejar las rencillas para cuando volvieran a sus respectivos territorios.

 

El tiempo transcurría a un ritmo distinto en la jurisdicción más al sur de Venezuela. Al amanecer, algunos hombres salían a pescar en sus curiaras y bongos, movidos, en su mayoría, por los remos. La gente caminaba sin rumbo, se sentaba debajo de árboles, conversaba entre sí, acudía a la alcaldía a preguntar por los funcionarios que no llegaban, se reunían alrededor de una cancha de bolas criollas, un juego similar a la petanca. El día de mi llegada, los empleados de la alcaldía habían instruido a varias decenas de mujeres para que aplaudieran. Ellas no sabían bien cuándo y sus palmas se escuchaban irregulares. Yo tardé en comprender que era un acto político orquestado por el alcalde interino Joel Colina para demostrar que el alcalde destituido y con orden de arresto, Jaime Turón, mantenía el mando. Aun cuando vivía escondido en hoteles de La Guaira, en la costa central del país, de donde se mudaba cada cuatro días, seguía en comunicación con sus fieles. No había vacío de poder mientras duraba la pugna. Antes de llegar a La Esmeralda, hablé con Jaime Turón en la avenida Francisco Solano de Caracas, donde acordamos vernos.

 

El alcalde prófugo tiene ascendencia de capitanes, se crió en la población de Toki, a orillas del río Padamo, donde conviven 700 personas entre yekuana y yanomami. Ambas etnias le reconocen como hermano. Aprendió a hablar las dos lenguas autóctonas, además del español. Recibió educación de las escuelas instaladas por las misiones evangélicas, religión que profesa, y aprendió inglés. Con la ayuda de estas misiones, estudió en Estados Unidos, y allí también sus hijos cursaban estudios universitarios. Antes de iniciar su actividad política, ejerció como profesor en su pueblo natal. Participó en la Junta Parroquial, que es el primer intento de organización política antes de la creación de los municipios. Comenzó a militar en el partido Acción Democrática, el más fuerte del país en ese momento. Durante la entrevista, me dijo:

 

—¿Tú qué crees? Nosotros queremos nevera, radio, televisión. Queremos una parabólica. Queremos saber lo que está pasando en el mundo. Queremos una Blazer. Los católicos y los antropólogos son mezquinos porque quieren evitar que nos desarrollemos y yo no les dejo continuar con el poder que tuvieron cientos de años y que no ayudó a los indígenas.

 

Luego se ofreció para ayudar en la logística necesaria para explorar la selva y llegar en voladoras a cualquier rincón. Y cumplió a través de una constructora de nombre Surumone.

 

—Puerto Ayacucho-La Esmeralda. Puerto Ayacucho-La Esmeralda. Cambio.

—Aquí La Esmeralda. Cambio.

—Por órdenes de arriba deben llevar al periodista a donde él diga. Cambio.

—Ya tenemos noticias de eso. Cambio.

 

Las voces y los rumores corren en la selva. Como alcalde, Turón colocó en cada poblado un sistema de comunicación por radio, alimentado con una planta de energía solar.

 

En La Esmeralda, al anochecer, se repartía harina y pasta desde un camión 750, uno de los tres vehículos que existen en el poblado (al no existir carreteras, los llevan en aviones militares de carga o desmontados para armar en tierra). En la puerta de la sede de la alcaldía, una casa baja de paredes blancas, esperaba un representante de cada comunidad. Con la noche profunda, se proyectaba una serie de películas en VHS en un televisor de 19 pulgadas, colocado en el caney comunal principal. La mayoría estaba en inglés y tenía subtítulos en español, que no se podían leer desde la tercera fila. De todos modos, algunos no hablaban ninguno de los dos idiomas. Pero los indígenas se acercaban allí, donde había horas de luz extra gracias a un generador que funcionaba solo de noche. Durante el día no había electricidad.

 

Esta planta de energía es el comienzo del pleito. El alcalde Turón fue electo en 1995, cuando la región cambió de estatus político para convertirse en Estado con siete municipios que fueron llamados Atabapo, Atures, Alto Orinoco, Autana, Guainía, Manapiare y Río Negro. La primera experiencia de elección se hizo en Alto Orinoco y sucedió con polémica. La candidatura estaba entre Turón por Acción Democrática y el abanderado del otro partido, Copei. Cuando terminó la votación, el conteo inicial dio la victoria a los copeyanos. El observador de Acción Democrática, José Fajardo, el mismo que dirigía la constructora Surumone y que dio las órdenes por radio, llamó a su superior en las filas políticas, Nixon Maniglia, otro socio de Surumone. Maniglia actuó rápido: Embarcó a un contingente de hombres en siete avionetas y cruzó la selva desde Puerto Ayacucho. Eran los famosos cabilleros del partido, las fuerzas de choque. Al final de la jornada, se proclamó a Turón. Cuando debía otorgar el gran contrato de su gestión, 561 millones de bolívares, algo más de un millón de dólares, el alcalde se sublevó contra el gobernador, Bernabé Gutiérrez, al negarle la concesión a la constructora señalada por él.

 

Dos años después, uno de los concejales de su partido, Marcos Jiménez, cambió de bando y, junto a los dos de oposición, desaprobó la Memoria y cuenta por “falta de veracidad e inexactitud”, según el acta de la Asamblea Municipal. Con tres votos en contra y dos a favor, se destituyó a Turón. El alcalde en vilo viajó a la capital del estado y negoció con el gobernador. Se produjo la contraorden. Pero el concejal rebelde se negó a volver a filas. La alcaldía le correspondía a él. Mientras se convocaba una asamblea popular para decidir el destino de Turón, se repartieron tres cheques de 2,5 millones de bolívares, unos 5.000 dólares, a los tres concejales de Acción Democrática. A continuación, Jiménez viajó a Puerto Ayacucho y en una discoteca le arrestaron bajo la acusación de hurto de cheque emitido por la alcaldía a su nombre. Turón le había denunciado media hora antes. Le liberaron el día en que se decidía qué hacer con el alcalde. Jiménez se desdijo y votó a favor de Turón. De poco sirvió. La misma causa contra Jiménez se extendió al alcalde y los otros dos concejales de su partido, por peculado y malversación genérica de fondos públicos. Desde entonces, Turón y los concejales de su partido se convirtieron en prófugos. Jiménez aseguró que la mitad del dinero se lo repartió a Turón y el alcalde lo negó: El concejal se lo gastó en juergas.

 

Turón les envió mensajes por radio y el capitán del chabono yanomami de Cejal reaccionó: Amenazó con quemar las misiones salesianas si no se resolvía el caso de su hermano Turón. Cejal es una pequeña comunidad. Al bajar de la lancha, el puerto es un pedazo despejado de tierra resbaladiza donde levantan vuelo cientos de mariposas amarillas y blancas, que vuelven a posarse casi de inmediato. El asentamiento está despejado de árboles. Unas pocas palmeras dan sombra. A media mañana, dos niños caminaban por el sendero de hierba baja para recibir la embarcación. El mayor, quizás de diez o doce años, vestía camisa blanca manga larga y short. El menor, de seis, solo pantalón corto. Cuando el mayor vio la cámara de fotos extendió la mano. Quería cobrar si se tomaban fotografías. Las construcciones son de palo y bahareque. En el caney principal, de techo alzado entretejido y estirado y una entrada baja, a la que se debía entrar agachado, se habían reunido los hombres del chabono. Yopeaban, es decir, ingerían yopo, un alucinógeno extraído de las semillas de un árbol de la selva. Estaban sentados en el suelo de tierra apisonada, en círculo. Me dejaron sentar entre ellos, unos catorce hombres, vestidos solo con short deportivo de tela y, alguno, con una cinta en la frente. En medio, un chamán empuñaba una larga cerbatana y escupía el yopo, que había masticado antes, en el orificio nasal de alguno de los hombres. Se turnaban para recibir su dosis. Los rostros sonreían, los ojos brillaban y por las narices escurría un líquido verdoso. El capitán yanomami Manuel López se encontraba a la izquierda de la entrada, en el sitio más oscuro. Me miró, habló en su idioma. Ratificó su amenaza contra las misiones católicas, según mi traductor Pedro Camico, y añadió por qué:

 

—No estamos peor que antes, por el contrario –dijo.

 

En un recorrido por el chabono mostró los efectos del progreso: Láminas de zinc donde antes había hojas de palmera entrelazada, la radio, machetes y otros materiales para cultivar, alguna edificación en construcción que prometía convertirse en escuela y la contratación de dos “promotores sociales” que cobraban un sueldo mensual de 50.000 bolívares, 100 dólares aproximadamente, de la alcaldía.

 

No todos los pueblos estaban a favor del alcalde. El tema político se enturbió cuando el partido Copei junto a una organización de indígenas de siglas Orpia, cuyos militantes son conocidos como orpianos, y con el vicariato salesiano impugnaron la ley de división territorial, bajo el argumento de que no se realizó una consulta popular antes de elaborar la ley. Si el tribunal supremo les daba la razón, todos los alcaldes debían abandonar sus cargos. La propuesta alternativa, elegida por consenso entre todas las etnias, era mantener los siete territorios y sumar uno, Omawe, regido solo por los yanomami, bajo sus leyes. En ese momento, dividieron a la etnia yanomami, la más numerosa en las orillas del Orinoco, que, en ese momento, se estimaba en 15.000 personas. En los 175.000 kilómetros cuadrados de selva del estado Amazonas conviven 17 etnias diferentes, en una densidad de 0,55 personas por kilómetro cuadrado. Las otras etnias con más población son piaroa, con 10.000 individuos, y yekuana, con 3.000.

 

En La Esmeralda conocí a Antonio, un cacique yanomami, al que me presentaron así: Ha matado más de 50 hombres y tiene 10 mujeres. Me dijo que deseaban un municipio regido solo por su etnia, pero que querían que se creara poco a poco, para que ellos pudieran aprender a gestionarlo. Después me señaló un frasquito de aceite para el cuerpo que yo llevaba en el bolsillo de mi guayabera. Este bálsamo es lo único que evita la picadura de un mosquito conocido como puripuri, no porque lo repela sino porque impregna sus alas y mueren. Lo saqué, abrí y ofrecí echarle líquido en la palma de su mano. Me hizo señas negativas con el dedo: Dámelo todo. Le dije que no, era el único frasco que tenía y me quedaban todavía muchos días ahí. Hizo un gesto de desprecio, farfulló y se marchó.

 

Cuando llegué a La Esmeralda, el gran temor no era político sino sanitario. Con tal concentración de habitantes de punta a punta de la zona, podía surgir una epidemia. Cualquier brote en el pueblo, traído por alguien enfermo o portador de la enfermedad, podía extenderse por la selva cuando los indígenas regresaran a sus casas. Un día, me interné por el río hasta Ocamo, donde me encontré con una doctora del Ministerio de Sanidad. Encaraba un brote de lechina. Frente a su ambulatorio había un ataúd avejentado, bajo un árbol. Era de un material oscuro del color de la caoba y con un par de asas de color plata a cada lado. La doctora me explicó que allí viajaban de regreso los que morían en la ciudad, cuando les llevaban al hospital. El ataúd iba y venía. Otro día, llegué a Platanal, poblado dentro de la Reserva de Biosfera. Estaba desierto porque la mayoría de sus habitantes estaban en La Esmeralda. Algunos habían caminado cuatro días para llegar. Allí había un indígena con camisa larga de cuadros, estilo leñador, que le cubría hasta las rodillas. El hombre llevaba sus lanzas en mano. Era amigable. Me señaló la choza del cura. Los religiosos, tanto los sacerdotes y monjas católicos como los pastores evangélicos, son respetados y escuchados como autoridades de facto. Toqué. Una voz lánguida me invitó a pasar. Entré y encontré al hombre tumbado en su hamaca, pálido. Tenía fiebre amarilla.

 

El 5 de diciembre llegó una avioneta. Bajó un grupo de gente que fue a la alcaldía sin distracciones. Dos hombres se vistieron con trajes y máscaras de fumigación, se colgaron una máquina y comenzaron a esparcir un humo blanco por casas, caminos, rincones, sin importar si había o no gente. Fumigaban contra el dengue y cualquier otra plaga. La voz se corre: Solo los que tengan partida de nacimiento o comprobante obtendrán la cédula de identidad. Al día siguiente, sábado, comenzó el lento proceso. Primero, una fila para solicitar el comprobante en la alcaldía, donde se debía responder cuál era el nombre del padre y en qué lugar de la selva nació. Después, otra para sacarse la fotografía. Por fin, la tercera para pedir la cédula. Las autoridades advierten de que solo tienen material para 1.000 documentos.

 

En Caño Tama Tama, los piaroas conviven con los colonos evangélicos de las New Tribes Mission. El capitán me mostró la escuela que estaba en construcción. Se levantaba con ladrillos de arcilla, que es la tierra de la selva. Aunque parece abonada por la riqueza de las hojas y troncos caídos, el humus es superficial y 40 centímetros por debajo solo hay aridez. La escuela se levanta pared con pared a la iglesia evangélica, de paredes blancas. Los piaroas del poblado son protestantes.

 

—¿Por qué?

—Tiene ventajas.

—¿Cuáles?

—Podemos comer carne de danta.

—¿Antes no se podía?

—No. Era sagrada. Nos caía mal.

 

Desde un recodo del río se ven las casas de la misión evangélica. Paredes de madera, dos plantas, techos a dos aguas, los hogares son prefabricados e idénticos. Separadas una de otra por zonas ajardinadas y cuidadas. El río a un lado y al otro, la pista de aterrizaje, de donde parten vuelos con destino directo a Norteamérica. El ruido del motor de los aires acondicionados de las casas se sobrepone al rumor del agua. Nadie a la vista, ningún curioso. Mis guías me condujeron hasta la casa del jefe de la misión, Dan Shaylor. La entrada era un pequeño porche con bancos a cada lado. Shaylor, amigo y mentor de Jaime Turón, accedió a hablar conmigo. Me invitó a pasar a su casa, con la condición de que mis acompañantes, todos indígenas, esperaran fuera. Un par de adolescentes rubios cruzaron el césped verdísimo sin acercarse. Shaylor contradijo la posición de los enemigos declarados del alcalde:

 

—No sé si entre los yanomami hay gente preparada para dirigir un municipio.

 

Más allá, río arriba por donde se sortean varios islotes de arena que asoman por la sequedad del cauce, y se disminuye la velocidad de la voladora porque cualquier bajío puede romper el motor, se llega al chabono regido por el capitán Santana. Para entrar a Warapana se requiere de la intermediación de una monja que cría lapas en una casa baja a orillas del Orinoco. Sor Miriam Reyes, joven, ojerosa, cabello corto, manos callosas, camisa holgada y fresca, me guió al otro lado del río, como si cruzara la calle para visitar al vecino. La recibieron con afecto. El capitán Santana, vestido con un pantalón corto rojo, estaba sentado bajo el caney, rodeado de su familia: Varias mujeres de distintas edades y niños en brazos o a su lado. Espantaban sin aspaviento los mosquitos mientras escuchaban. Dijo Santana:

 

—No queremos más techos de palma, pasa el agua y mis hijos se mojan.

 

Se levantó con solemnidad, se envolvió los hombros con una toalla colorida de Disney, a modo de capa. El amarillo caía por sus brazos hasta la muñeca y el celeste pintaba sus hombros. Me invitó a conocer sus dominios. Al salir de la casa principal, donde hablábamos, se abría un descampado, preparado para el cultivo. En medio del chabono, en el gran patio de tierra que sirve para distanciar, y a la vez unir, las cabañas de los diferentes miembros del clan, dos niños jugaban fútbol con un balón de cuero desteñido y algo desinflado. Descalzos corrían, pateaban. En las inmediaciones del chabono, Santana me mostró el sembradío que les alimentaba. Al igual que el cacique Kaupewe del poblado Shakita, apoyaba a las misiones salesianas, que les proveían educación.

 

—Somos yanomami para defenderlos –dijo-. No vamos a dejar que nadie queme las misiones. Les tenemos respeto.

 

Estuve también en otras poblaciones de nombres como Mavaca, Mavaquita, Cachicamo donde escuché posiciones a favor de uno y otro bando, con discursos similares. Pero a lo largo del sinuoso Orinoco, con el brío de sus aguas y sus fantásticos atardeceres, la tensión y las amenazas se disolvieron como en un cuento de Carver.

 

 

 

 

Doménico Chiappe es escritor y periodista. Imparte un taller de periodismo literario en la escuela de Madrid Fuentetaja Literaria. La editorial Lengua de Trapo publica este mes de septiembre su novela Tiempo de encierro. Este texto forma parte del libro Cédula de identidad. Crónicas de Venezuela, 1995-2013, de próxima aparición. En FronteraD coordina la sección de ciberliteratura y ha publicado, entre otros artículos, La vida bajo tierra. Suiza en un búnker, El Evangelio, según san Trópico y WikiLeaks y el mal periodismo. Su web y en Twitter: @domEnicochiappe

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