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El calidoscopio de Ceuta

Dos mujeres, aunque a cierta distancia del bullicio, siguen a la procesión. Como ellas, los que han criado aquí, en Ceuta, a sus hijos, que hoy ya son padres, no recuerdan estas ceremonias. “Había indios, musulmanes y judíos, pero no se les veía por la calle”, apuntan las señoras. La extrapeninsularidad de esta ciudad autónoma y su ubicación geográfica al norte de África apremian un carácter que nunca fue árabe: los ceutíes rebosan españolismo, como si quisieran ratificar su patria frente al peninsular. Españoles, de derechas –mayorías absolutas del Partido Popular desde hace una década- y también cristianos. Así defienden muchos ceutíes su imagen, pero, además, con una influencia decisiva: la cultura arábica.

 

Los ceutíes se consideran a sí mismos tolerantes y respetuosos con cualquier credo. Probablemente, la mayoría lo son. No en vano, las cuatro comunidades religiosas conviven en una ciudad repleta de mezquitas, de iglesias, con templo hindú y sinagoga. Siempre fue así, pero entonces “lo llevaban en secreto”. No era evidente: la multiculturalidad, agazapada. Las dos mujeres que siguen a la procesión crecieron en Ceuta pero, como tantos, se marcharon al norte, es decir, al sur… de la península. Aunque la tarde amenace lluvia, ellas se entretienen detrás del desfile hindú. No importa si ellas son cristianas. Es la celebración con la que la comunidad hindú –en Ceuta la conforman unas setecientas personas- festeja el aniversario del nacimiento del dios Ganesh, la deidad de los buenos comienzos. Es uno de sus eventos principales: el dios representado por una cabeza de elefante parte en procesión por las calles de Ceuta hasta ser sumergido en el mar. Previamente, lo llevan a presentar sus respetos a la patrona de los ceutíes, la virgen de África (la alcaldesa perpetua), y al Cristo del Puente. Cristianos e hindúes se miran de frente. Tan solo dos días antes la ciudad era otra: los cánticos, los colores y los pétalos de rosa de la ceremonia hindú contrastan con el silencio sepulcral que reinaba 48 horas atrás. El final de agosto supuso también el final del Ramadán, el noveno mes lunar, un tiempo sagrado para los musulmanes.

 

Indios y judíos conviven en paz, pero lo que define Ceuta es la influencia árabe. También la caracteriza la presencia militar. Pero esa es otra historia. El final del Ramadán no estaba estipulado como día festivo. Y este año, por primera vez, tampoco lo fue el Día de la Autonomía, que se celebró el 2 de septiembre y cuya festividad se suprimió en favor de la celebración musulmana –prevista para principios de noviembre– del sacrificio del cordero, una decisión política que no ha sentado nada bien a los ceutíes cristianos.

 

Pero aunque el 31 de agosto fuese un día laborable era casi imposible encontrar un local abierto en Ceuta. Para casi la mitad de la población –en torno al 40% de los residentes en Ceuta son musulmanes-, el ansiado día de final de Ramadán había llegado, una jornada marcada por la musal´a, el rezo colectivo.

 

Aquel día se habilitaron en Ceuta dos zonas de rezos, dos espacios organizados por dos comunidades enfrentadas de musulmanes. En el lateral de la mezquita de Sidi Embarek se ubicó una de ellas, más pequeña, pero que con los años ha ido ganando representación. Un par de calles más arriba, en una explanada cedida por el Ministerio de Defensa, se desarrolló la musal´a organizada por la UCIDCE (Unión de Comunidades Islámicas de Ceuta). Cerca de 3.000 fieles atendieron las palabras del imán El Harrak, quien habló acerca de la importancia de la educación de los hijos. El rezo fue interpretado simultáneamente en árabe y en castellano, y el gobierno de la ciudad habilitó ocho autobuses para que la población, de manera gratuita, subiera hasta el lugar del rezo. Un gobierno que, como la ciudad, cuenta con representantes políticos con credos de las cuatro comunidades.

 

Mientras tanto, en la musal´a de Sidi Embarek, el imán Mohamed Zagloul habló de la importancia “de ponerse en la piel de los más necesitados”. Fue un acto más familiar, más recogido, y sin intérpretes. Descalzos, los hombres aguardaron sobre las alfombras a que se oficiaran los rezos. Mientras, las mujeres atendían la oración ubicadas más arriba. A las diez de la mañana del 31 de agosto finalizó el rezo colectivo y concluyó el Ramadán con un buen desayuno compuesto por té y dulces. Habían pasado treinta días de sacrificio. Treinta días de ayuno que cambian la fisionomía de una ciudad y la dejan inmersa en un silencio diurno y un jolgorio nocturno.

 

Los primeros en notar la influencia del Ramadán en Ceuta fueron los feriantes que montaron sus atracciones en las fiestas patronales. Los festejos coincidieron con el inicio del ayuno y de un día para otro la feria dejó de tener vida: a última hora de la tarde porque la población musulmana no podía salir a divertirse, a primera hora de la noche porque las familias estaban en sus casas rompiendo el ayuno.

 

Los primeros días son siempre los peores. Para el hijo de Reduan era su primer Ramadán. El primer día de ayuno llamó a su padre cada diez minutos para preguntarle si ya era la hora. Pero las 21.30 parecían no llegar nunca. A medida que pasaban los días, iba oscureciendo antes, la luna iba acelerando la ruptura del ayuno, y el muchacho empezaba a llevarlo mejor. Aún así, se pasaba las tardes durmiendo para que el tiempo sin ingesta se esfumase lo antes posible. Quienes pueden, aprovechan el día para dormir. Pero otros deben afrontarlo con responsabilidades laborales. 

 

“Es cuestión de que el cuerpo se acostumbre”, comenta uno de los fieles de Sidi Embarek. “Los primeros días son los más difíciles”, coinciden otros testimonios. Como el de un chico que cuenta que el primer día que hizo el ayuno terminó en urgencias con una bajada de tensión. No recordaba un verano así desde que tenía catorce años. Ahora no llega a los veinte. El médico que lo atendió le dijo: “O comes algo o te vas a desmayar”. Tuvo que ceder y se fue a una gasolinera a por un par de Aquarius. “Es algo frecuente”, apuntan en una farmacia. En esos días, los servicios sanitarios notan un incremento de consultas relacionadas con la debilidad causada por el ayuno. “Vienen con síntomas como agotamiento y es solo falta de comida y, sobre todo, de líquidos. Tampoco pueden tomar pastillas”, explican desde la farmacia.

 

El joven que estuvo a punto de desmayarse el primer día de Ramadán justifica el sacrificio alegando que te “purifica el cuerpo”. Aunque luego reconoce que todo lo que no puede comer durante el día “lo come por la noche”. “Y con más ansia”, añade. En su caso se hace más difícil de sobrellevar porque trabaja en la hostelería. Aunque a Himo, que es modista en una tienda de ropa, también le cuesta lo suyo: “Cuando salgo de la tienda hacemos las cenas, así que cuando me acuesto es ya muy tarde. Después, durante el día, entre la falta de comida y de sueño, estoy que me caigo”, explica desde su tienda.

 

 

Dátiles, sopa y chuparquías

 

Al caer la tarde, la espera ha merecido la pena. Todo un ritual en torno a los alimentos del que disfrutan también los que no hacen ayuno. Raro es el ceutí no musulmán que no tiene un amigo musulmán que en esos días lo invite a jarera, la sopa típica con la que se rompe el ayuno. Ventajas gastronómicas de una ciudad multicultural y multirreligiosa. Son muchos también los musulmanes que pasan la frontera para romper el ayuno junto a su familia, instalada en el país vecino. 

 

En la tienda de telefonía que está antes de pasar de Ceuta a Marruecos, el dueño del negocio reparte, en cajitas con la marca del local, dátiles entre los viandantes para que la llegada de la noche no les pille sin algún alimento que llevarse a la boca. Una ansiada hora que a medida que trancurría agosto se fue adelantando unos minutos. Dos o tres menos cada día, según marcase la luna. A una hora en la que, en la frontera con Marruecos, el mundo se paraliza, el silencio absorbe la llegada de la noche. En la tienda de teléfonos han preparado jarera para todos. Sienta bien una sopa cargada de nutrientes, después de todo un día sin probar bocado ni beber un sorbo de agua. Los musulmanes a los que la ruptura del ayuno les ha pillado en la zona se acercan a por su cuenco. Un mismo recipiente que se va llenando una y otra vez. No faltan tampoco los dátiles y las brevas. Todo el mundo lo acompaña con chuparquías, el dulce típico de estas fechas, un hojaldre empapado en miel, que no se toma de postre sino que se combina. 

 

“Aquí se mezcla todo: dulce, salado…”, explica uno de los que está participando en el festín. Es malagueño, pero hace 23 años se fue a vivir a Fez y se convirtió al islamismo. Explica que durante el Ramadán los turistas se frenan a la hora de visitar Marruecos “porque está todo cerrado y hay muchas broncas porque la gente, como no puede fumar, está más nerviosa”. Reconoce que al principio hacer el Ramadán le costó, pero que no tardó mucho en acostumbrarse: “Cada año es igual; la primera semana estás que te mueres, con muchas ganas de comer. La segunda ya está el cuerpo hecho y se te pasa el día sin que te des cuenta. También cuando el Ramadán termina el cuerpo se adapta perfectamente a la vuelta a la normalidad”.

 

Las comidas colectivas se trasladan a la calle, iluminada no solo por la luna de agosto sino también por todos los carteles de Feliz Ramadán que el ayuntamiento de Ceuta coloca en estas fechas por diferentes zonas de la ciudad, especialmente en los barrios donde la presencia musulmana es mayoritaria. Los vecinos de Hadu-San José (una barriada que conserva paralelamente sus dos denominaciones, la española y la marroquí) aprovechan para bajar a la playa. Es el segundo año consecutivo que realizan estos encuentros nocturnos. Cada diez días, es decir, cuatro veces en todo el Ramadán, el vecindario se reúne para compartir una noche en la playa. La zona elegida por los vecinos es la playa del Chorrillo. El encuentro se aprovecha para jugar, practicar balonmano o natación, entonar cánticos… Aunque es, por supuesto, la comida, ansiada durante todo el día, la protagonista. Una bañera llena de melones y sandías y una gran pinchitada para degustar entre todos. Bismillah, que es algo así como “Dios bendiga los alimentos”, un bon apetit a lo árabe, es el saludo.

 

Una vez concluido el Ramadán, la vida recupera su ritmo convencional. Pero no en todas las casas. Llega el momento de recuperar días. Es el caso, por ejemplo, de los días de menstruación. Mientras la mujer tiene la regla no debe realizar el ayuno. Pero esas jornadas de descarte deben ser recuperadas a posteriori. El día de la musal´a, comer es una  obligación para todos los que han hecho el ayuno. Si ese día no comes, el ayuno se anula. Al día siguiente, empieza el tiempo de descuento. Una vez salvada la compensación con Alá, llega el regalo. Si haces seis días extras de ayuno estás más cerca del cielo.

 

Los pilares del ayuno, los deberes del musulmán, las exigencias del Corán son estudiadas en los colegios laicos de toda España. La puesta en práctica es una de las claves de Ceuta. La ciudad vuelve entonces a su normalidad. La llamada al rezo, escuchada desde varios puntos de la ciudad, marca el transcurrir de las horas.

 

Septiembre también termina y los últimos días quedan marcados por otra festividad hindú. La comunidad celebra el Navaratri, en honor a la diosa Durga, un evento que simboliza, según explica el portavoz de la comunidad, Prakash Ratán, “la reflexión y la liberación”. Durante nueve noches, la comunidad hindú se vuelca en sus rezos. Como en todas sus celebraciones, no falta el aarti, una ceremonia de adoración en la que se ofrece fuego, incienso y flores.

 

Ahora, años después de que aquellas dos mujeres que seguían a la procesión hindú criasen en esta ciudad a sus hijos, que hoy ya son padres, las ceremonias de las diferentes religiones se suceden por toda la ciudad. La multiculturalidad ha logrado convertirse en uno de los rasgos que caracterizan Ceuta. Símbolos y religiones de una misma ciudad con muchas almas.

 

 

 

Patricia Gardeu es periodista. En FronteraD ha publicado Tienes madera de artista y, con Cristina Durán, Tío Alberto, el hombre que creó una ciudad para niños

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