El calor servía para romper el hielo. Aquí, en la sierra, estos días, la conversación estaba, pues, garantizada. «Qué calorazo», decía la chica de la limpieza pasándose la palma de la mano por la frente brillante. Yo había escrito en mi bloc de notas algunas frases metafísicas sobre el verano: el verano es vivir bajo el vientre de lana de una bestia dormida. Pero la voz de la muchacha en el pasillo me despertaba al día siguiente diciendo que «el verano es como quiera ser». Y tenía razón. Arrumbados sus trastos en el pasillo de felpa rosácea, ella prefería el invierno, «con sus días buenos y sus días malos», que del invierno «una se protege mejor», pero en lo que respecta al verano…
El verano era indomable, escribía yo en mi bloc; pero luego la chica lo decía todo más claro: «el verano era como quisiera ser», mientras se desenredaba de los pies los cables culebrinos de la aspiradora y se metía en otro cuarto, a barrer los escombros del sueño y del deseo. Sus pasos se oían muy de mañana por la escalera de caracol de la casa señorial de tres plantas convertida en posada, silbando el último hit del verano, y su sombra se alargaba en las paredes de lamparillas de araña, retratos de señoras aristócratas y cuadros del Real Sitio y campos de fresnos y robledales.
Cuando yo oía venir sus pasos, que crujían como el chirrido de los muelles de un somier viejo, me incorporaba de súbito para salir de la habitación, el corazón taquicárdico. La calle desierta ya ardía a primera hora. Había que acordarse de encajar bien el portón porque el calor había engordado el marco, me dijo el posadero, que solía estar casi siempre en la casona como un abuelo, familiar en la escalera, o al final de un pasillo, o en el salón de época, con chimenea y canapés, o en el vestíbulo tenue; y saludaba, a los que iban y venían, enhiesto y cortés: «¿Qué tal el día?», «¿Has visitado ya la Silla de Felipe II?». Siempre por allí, custodio de sus huéspedes.
Pero la vieja ciudad estaba desfallecida. El aire cargado como un aliento de buey en el pesebre del anticiclón. Las avispas orondas levantaban un vuelo desganado en torno a algún charco de agua del cubo de la fregona que se tiraba a las aceras de los portales, o en torno al orín noctívago de alguna esquina, o en torno a las manchas negras sobre el asfalto, sudor aceitoso de los coches hirviendo. ¿Y adónde iban entonces las gentes de la Meseta, sofocadas de soles y resoles? Algunos se refugiaban en los restaurantes de los hoteles, con sombreros de paja, camisas de palmeras, pantalones de lino y alpargatas. Algunos terminaban de languidecer en la penumbra del interior de los cafetines del bollo y el brandy, o amarillecían con la limonada, producto estrella estos días en todas las cervecerías del lugar. Algunos buscaban el frío sepulcral en las catacumbas destartaladas y de oro de los reyes de otros siglos. ¿Adónde iban las gentes, apelmazados de rayos ultravioletas que no podían con sus almas? Algunos, para mortificarse, se bajaban a Madrid, a la olla hirviendo de Madrid, en buses ebrios de curvas y mascarillas obligatorias, y a correr luego por Princesa, a huir de la estampida de hormigón candente, a refugiarse en el maná de los aires acondicionados, bares con conversaciones dispares, lejía de limpieza frugal y revuelto de morcilla de Burgos.
Para colmo, el día de más calor había lentejas estofadas con chorizo en el menú y comensales con traje gris marengo. Pero casi todos pedían gazpacho, naturalmente. «¿Al gazpacho no se le pueden añadir unas almejitas?», preguntaba uno. A lo que respondía el camarero con complicidad: «Te puedo abocar las cáscaras». De otra mesa llegaba una voz más sibilante, algo soporífera: «En la vida no se puede ser tan taxativo», le decía uno a otro. Y yo pensaba en la chica de la limpieza, en si ella era taxativa cuando hablaba del verano. De otra mesa se podían extraer aforismos contundentes: «Hay que esperar a que las cosas vayan ocurriendo»; «Hay que buscar gente seria, nunca gente que te haga perder el tiempo». Y se intercalaban estas máximas con la voz del camarero, al que no le importaba interrumpir la dialéctica: «¿Ya lo sabéis?». Y a los que les daba lo mismo el infierno tan temido de la calle respondían con aplomo: «Morcillo y lentejas». Eran los únicos que no habían pedido gazpacho.
La tarde se apuraba en cafeterías de vanguardia, con enchufes en las paredes para cargar móviles y portátiles, y una pila de agua fría para rellenarse el vaso. Dos chicas se transferían confidencias sentimentales, con los smoothies ya vacíos: «Nos llevamos bien, pero no me gusta». Así es la vida, a veces. Los que entraban traían la cara rojeante, el cuerpo sudado. Afuera se centrifugaba el demonio. Madrid fulminada, Madrid caldera, Madrid de alabastro y violín rojo. «Verano violín rojo», que diría Neruda. En el cielo las pocas nubes eran altas y polvorientas, y el autobús regresaba mareado por la autopista a la pequeña ciudad.
Pero en la sierra todavía no corría una pizca de aire, y algunos toros solitarios de Albarreal, señores del Guadarrama, recostados a la sombra de los pinos que plantó la reina María Cristina para repoblar la zona, contemplaban la ciudad de Madrid en lontananza. Los balcones abiertos de las casonas buscaban el alivio de una brisa que no llegaba. Y abajo, las plazas y las terrazas se poblaban de tanques de cerveza, croquetas de cocido, calamares rebozados y vermús. Se hacía un último esfuerzo por sobrevivir. Pero el día no se sostenía más, con esa luna gigante en llamas como si fuera el envés del sol sobre la galaxia de Madrid. Esa misma luna que describe Ferlosio en El Jarama, esa luna de los años cincuenta, una «luna roja, inmensa y cercana, recién nacida tras el horizonte»; o esa misma otra, más trasañeja, que contemplaría con deleite Felipe II desde su aposento, brillando sobre los jardines reales.
Y de pronto, la oscuridad de las doce de la noche. Se apagaron las luces eléctricas. Un padre de familia se preguntaba delante de sus hijos: «¿Van a apagar también la luna?». Y uno de los niños se asustó. Era entonces cuando había que regresar a la posada, por una cuesta empedrada, asfixiado y cogitabundo, el último sudor de la jornada, los últimos pensamientos de la noche. Y al encasquetar bien el portón de madera noble, el dueño preguntaba «qué tal el día», y el calor rompía el hielo. Esto no puede seguir así y tal. El calor ocupaba el monopolio, era tema cómodo, deslizante, fácil, unisex. Era asunto de actualidad. «¡A ver si lo arregláis los jóvenes!».
Y mientras subía a mi cuarto por la escalera de caracol se iba levantando poco a poco un hormigueo de susurros, las voces provenientes del resto de dormitorios, como cuando uno se arrima a un panal y escucha el murmullo de las abejas. Luego, uno se resignaba a la madrugaba despojándose de mantas, bajo el suspiro de los aires acondicionados, el traqueteo esporádico de los neumáticos sobre la calle de piedra como viejos carruajes, o los chirridos de los resortes de las camas vecinas. Pero no bajaba ninguna brisa del Monte Abantos. Todo quedaba en suspenso, a la espera del viento airado de la aspiradora de la chica de la limpieza al amanecer. «Qué calorazo», decía apartándose los pelos del flequillo. Con este golpe de realismo y de calor se arrancaba uno de la policromía de los sueños. Y todo volvía a empezar.