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El camino a las elecciones del 15 de junio de 1977, el año más importante de nuestras vidas

 

La democracia española está de cumpleaños: el 15 de junio de 1977 se celebraron las primeras elecciones democráticas tras la muerte del dictador Francisco Franco, en 1975. Era la primera cita electoral desde la que en febrero de 1936 dio el triunfo al Frente Popular. 

 

El camino hacia esos comicios, ese primer tramo del año 1977, fue tumultuoso, con el asesinato de los Abogados de Atocha el 24 de enero y muchísima violencia política más; así como con la legalización del Partido Comunista de España el 9 de abril que abría la puerta a la propia convocatoria de las elecciones unos pocos días después de ese Sábado Santo Rojo, el 15 de abril.

 

 

Todo ello después de que el 10 de septiembre de 1976 se aprobara la Ley para la Reforma Política, que llegó tras la dimisión del Gobierno de Carlos Arias Navarro en junio de ese mismo año, debido, probablemente, a que con él, el desmontaje del régimen franquista prometía ser muy limitado.

 

Tras la caída de Arias Navarro llegó Adolfo Suárez. Cuenta el historiador Julio Aróstegui: «El nombramiento desconcertó prácticamente a todo el mundo dentro y fuera de España, a la opinión política y a la prensa. Suárez era tenido por un hombre del ‘Movimiento’ sin más méritos. Hubo sectores que pensaron que lo que se intentaba era no avanzar en forma alguna en la reforma. Estaba claro que las previsiones y esperanzas puestas en hombres más aperturistas aparecían frustradas». Y continúa: «Adolfo Suárez tuvo muy notables dificultades para constituir un gobierno por la negativa de integrarse en él de la práctica totalidad de los políticos importantes del momento». Pero, gracias a ello, se producía un cierto relevo generacional con la incorporación de políticos jóvenes procedentes de la democracia cristiana, la oposición moderada al franquismo y los reformistas procedentes de la dictadura.

 

Ese grupo de personas elaboraría la ya citada Ley para la Reforma Política, cuya motivación principal era ir de la ley (franquista) a la ley (liberal-democrática). Así lo define Aróstegui: «Aquí reside realmente toda la clave de la Transición española: desmantelar el régimen desde su interior mismo y buscar el consenso para ello de las fuerzas de la oposición externa, efectuando un paso político que evitase toda ruptura real, todo interregno, revolucionario o no, y toda confrontación previa de las opciones existentes».

 

 

Fue la Ley para la Reforma Política la que estableció que las Cortes serían elegidas por sufragio universal y estarían compuestas por dos cámaras, el Congreso y el Senado, la primera, de 350 escaños y el Senado, 250 miembros. Y, también, la que facultaba al Gobierno a organizar las primeras elecciones que habrían de celebrarse y nombraba explícitamente a los partidos como los que recibirían los votos.

 

Sometida a referéndum el 15 de diciembre de 1976, la Ley para la Reforma Política fue aprobada por un 81% de los votantes, aunque la participación en la consulta apenas fue de un 30%. El 4 de enero de 1977 se publicaba en el BOE la ley de voladura controlada del régimen franquista.

 

Un último paso legal precedió a la convocatoria de las primeras elecciones democráticas: el decreto-ley de 23 de marzo de 1977, en el que se recogía lo dipuesto por la Ley de Reforma Política y se introducía el mecanismo de atribución de escaños con la Ley D’Hondt.

 

 

¿Elecciones constituyentes, o no?

 

Un debate bastante profundo que acompañó todo este proceso fue si esas primeras elecciones que iban a tener lugar en junio de 1977 serían únicamente legislativas o si también serían constituyentes. Hubo quien, a posteriori, se quejó de que los electores no tenían claro este punto en el momento de votar, lo que, a su juicio, impregnó de cierta ilegitimidad a las posteriores Cortes Constituyentes. En la prensa se vivió ese debate y un editorial de El País en abril de 1977 mostraba la necesidad de que los comicios dieran lugar claramente a una cámara cuya misión fuera la elaboración de una Constitución: «La reforma del franquismo desde su propia legalidad ha producido un aberrante amasijo de disposiciones legales de primer rango que coexisten en estado de pura incoherencia o de abierta contradicción».

 

De acuerdo con este periódico, nacido en paralelo al proceso de Transición, se debían discutir varias cosas «constitucionales», a excepción de la forma de Estado, la monarquía. Pero unas Cortes Constituyentes, como apuntaba el rotativo, sí deberían tratar la configuración territorial del Estado, así como la elaboración de una declaración de derechos que sustituyera al Fuero de los Españoles, entre otras cosas, como la estabilidad de un ejecutivo que dependiera del control parlamentario, el establecimiento de un órgano jurisdiccional que se ocupara el control de la constitucionalidad de las leyes, la garantía de reparto de competencias entre el Estado y los poderes territoriales autónomos, el control de la constitucionalidad de los partidos políticos y al amparo de los derechos individuales.

 

Pero Alianza Popular, a través de su líder de entonces, Gonzalo Fernández de la Mora se mostraba contrario a que las Cortes fueran constituyentes, aunque trataran temas constitucionales que hicieran posible la actuación de un Ejecutivo fuerte que acometiera las reformas socioeconómicas necesarias.

 

Manuel Fraga, en una Tercera de ABC también se mostraba contrario a que las Cortes fueran constituyentes y por dos razones: argumentaba, por un lado, que las cortes constituyentes a las que había asistido España habían sido todas un fracaso puesto que todas ellas, desde 1810 hasta 1931 habían partido de un golpe de Estado o de un conflicto, así como de gobiernos provisionales que no acogieron las diferentes sensibilidades de un país, y, además, estuvieron vigentes durante periodos de tiempo cortos y convulsos y terminaron su vigencia con guerras y golpes de Estado (como única excepción citó la Constitución de 1876, que no fue obra de cortes constituyentes); por otro lado, apuntaba como argumento que la Ley para la Reforma Política no convocaba a Cortes Constituyentes. En definitiva, según Fraga, «la interpretación correcta es, pues, sin duda alguna, que las Cortes próximamente elegidas serán una Cortes ordinarias (…). Esto es, por otra parte, lo que conviene al país que ha de enfrentarse en los próximos meses con una serie de medidas económicas y sociales de gran alcance, para superar la gravísima crisis actual».

 

De acuerdo con Fraga, lo que la dictadura franquista necesitaba para democratizarse era bien poco: «Obsérvese que, establecida la monarquía y unas Cortes democráticas, y disponiendo de una justicia independiente, la reforma constitucional está hecha en lo esencial».

 

El debate constitucional, según el ex ministro franquista y luego fundador de AP, retardaría el verdadero desarrollo del país, que no podía seguir esperando las soluciones a «sus problemas de verdad», que eran los económicos.

 

José María de Areilza, el que fuera consejero del Movimiento, ministro del primer gobierno de la monarquía y luego co-fundador de UCD, afirmaría, en cambio, en otra Tercera de ABC: «Las Cortes próximas que han de ser elegidas el 15 de junio deben convertirse en constituyentes desde la iniciación de sus trabajos parlamentarios». Señalaba Areilza que la tramitación de una nueva Constitución tenía preferencia absoluta sobre cualquier otro debate.

 

¿Cómo se podrían convertir esas Cortes en Constituyentes, de acuerdo con Areilza, sin que hubiera temores a intencionalidades revolucionarias? En su opinión, incluyéndolo en el mensaje de la Corona al nuevo Parlamento, con una proposición del Gobierno o del presidente del Congreso a la propia Cámara, o con una iniciativa de un grupo de diputados para que se debatiera la cuestión.

 

 

Areilza pensaba que la constitución podría estar lista para diciembre de 1977 y que, a partir de ahí, los políticos estarían listos para acometer las reformas económicas y sociales necesarias para hacer frente a la crisis económimca.

 

Para Areilza, en los prolegómenos de la cita electoral, España aún estaba a mitad de camino entre democracia y franquismo. La Constitución era una exigencia para completar el tránsito: «Sería un verdadero dislate, cargado de peligros, detenernos en pleno torrente (…) El único sistema de acabar de una vez con este pasaje es aprobar una Constitución democrática, flexible y realista que se ajuste lo mejor posible a las aspiraciones, deseos y tendencias profundas de la sociedad española». «¿Cómo pretender ahora que con unos cuantos retoques más el Franquismo institucional siga vigente en una fórmula híbrida, seudodemocrática, que no convertiría, finalmente, la Monarquía en Monarquía constitucional?». Y una vuelta de tuerca más de Areilza: «Si se quiere ir a la democracia, hay que aprobar una constitución democrática y llegar a una monarquía constitucional. Si se quiere prorrogar el Franquismo durante unos cuantos años más, dígase con claridad».

 

 

Y Suárez, ¿qué?

 

Otro de los debates fundamentales versó sobre el lugar que el entonces presidente Adolfo Suárez ocuparía en las elecciones.

 

Había quien consideraba, como M. Cantarero del Castillo, presidente de Reforma Social Española, que Suárez no debería presentarse a las elecciones: «Adolfo Suárez ha venido siendo un fiel fideicomisario del pueblo español -de todo el pueblo español- en la más decisiva coyuntura histórica de nuestro país en el presente siglo (…) Pero todo ello puede malograrlo para sí, para nuestra patria si comete el grave error de descender desde su nivel de estadista a los niveles competitivos y parcializados de la política». La misión de Suárez, según Cantarero del Castillo debía terminar en el momento en que se constituyera el primer parlamento de la democracia. O en cuanto la Cámara promulgara la nueva Constitución.

 

También se discutía si Suárez debería presentarse, y si lo hacía, si debería ser como independiente, o dentro de un partido. No hay que olvidar que el mandato del Rey le aseguraba la presidencia hasta 1981 y que, por esa razón, había quien consideraba mejor que se mantuviera al margen de los comicios, no presentándose, o, al menos, de hacerlo, seguir «apartidista».

 

Y un problema más, como resaltaba Torcuato Luca de Tena en un artículo titulado «Con la ley en la mano: Suárez inelegible», en el que afirmaba que, dado que los ministros, quienes disfrutaran de cargos conferidos por decreto y las más altas y permanentes magistraturas del Estado no podían presentarse a las elecciones, de acuerdo con el decreto ley de 18 de marzo sobre las normas electorales, Suárez no podía ser candidato.

 

Junto a Luca de Tena, Felipe González o Enrique Tierno Galván, entre otros, se mostraron en contra de que Suárez, siendo presidente, se presentara a diputado.

 

Pero, por ejemplo, Antonio Garrigues era partidario de que Suárez concurriera a las elecciones y también sus ministros, dado que ante la importancia de sus cargos, era necesario que lograran el refrendo de las urnas.

 

Finalmente, Suárez decidió presentarse a las elecciones como candidato independiente, sin apoyos y renunciando a hacer campaña electoral. Algo criticado por algunos: un editorial de El País consideraba que la candidatura de Suárez hacía un flaco favor a la consolidación de la democracia, puesto que temía que el presidente recibiera un trato de privilegio en la campaña y, además, temía que el Gobierno pusiera al servicio de su presidente todos los instrumentos de los que contara. Su independencia fue puesta en entredicho desde el momento en que su candidatura independiente fue número uno por UCD.

 

 

Los programas: poco enfrentamiento

 

Joaquín Satrústegui, en un artículo en El País, mostró lo que le parecían los programas electorales de los partidos. O «el programa», porque era el mismo en todos los partidos, «el que nos han robado a los liberales». Por eso, auguraba: «Puesto que la mayor parte de los programas que se ofrecen a corto plazo son prácticamente iguales, el elector tendrá que prescindir de ellos y dará su voto lisa y llanamente a los candidatos de que tenga noticia y que más confianza le inspiren. Aquí es donde Adolfo Suárez tiene una ventaja inconmesurable sobre los demás (…) Él es, con gran diferencia, el candidato más conocido y mitificado».

 

Julián Marías, también en El País, coincidía en el diagnóstico de Satrústegui: le sorprendía mucho la moderación que había sido protagonista de la campaña elecotral, sobre todo en la presentación de los programas políticos y los candidatos de caada fuerza. Pero, más que decir que la gran mayoría de los partidos eran moderados, decía que «estaban moderados», puesto que habían adivinado que si se mostraban radicales, no les votaría nadie.

 

Antonio Garrigues, en ABC, consideraba positivo que todos los políticos dijeran lo mismo o casi lo mismo: según él, eso era lo que pasaba en las democracias bien constituidas, como la de EE.UU.

 

Pero José María Ruiz Gallardón, en ABC, rebatía estas afirmaciones, al apuntar: «Las disonancias son demasiado claras y chirrían en los oídos (…) Ni fray Carrillo reza vísperas, ni Felipe González olvida las nacionalizaciones, ni el Centro va a hacer otra cos que seguir como hasta ahora, esto es, en un progresivo deterioro de sus primeras convicciones».

 

El País, en un editorial, concluía: «El corrimiento de la derecha hacia la izquierda y de la izquierda hacia la derecha es un inequívoco síntoma de que nuestro país ha alcanzado finalmente el grado de desarrollo económico, de homogeneidad social y de conciencia política sobre el que puede descansar ese consenso mínimo que ha desterrado el espectro de la guerra civil de los países civilizados».

 

Y, desde la izquierda, casi para ratificar todo esto, Enrique Tierno escribía también en El País: «Se suele decir, particularmente por quienes estamos en posiciones de izquierda, que hemos avanzado tanto en la construcción del edificio democrático gracias a nuestro solo esfuerzo y tenacidad (…) Temo que esto no sea exacto». Lo que había ocurrido, según Tierno, era que la izquierda entendió que los intereses de la monarquía y los de la clase dirigente habían coincidido con lo que la izquierda había defendido hasta ese momento.

 

 

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