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El camino de los mil inmigrantes

Sin cifras no hay personas y, sin ellas, no podemos medir el fenómeno de la inmigración. Desde que en el año 2000 empezaron a llegar las pateras a las costas del sur de España, los inmigrantes se han convertido en meros números. En el 2010 fue Almería la provincia que más inmigrantes recibió, según datos de Cruz Roja: 1.000 inmigrantes cruzaron el estrecho para llegar a España. Pero la ruta de los inmigrantes que protagonizan las estadísticas no se queda en el mar de Alborán. Su vida en la ilegalidad comienza con el rescate del equipo de Salvamento Marítimo y, para algunos, continúa en los asentamientos en los que se las apañan para vivir. Y si el ansiado trabajo que buscan en nuestro país llega, muchos encuentran un trabajo el la agricultura. En su viaje, hombres como Isidoro Macías, apodado Padre Patera, les tienden la mano para allanar ese camino que les toca vivir.

 

Los tripulantes de la lancha de interceptación rápida de Salvamento Marítimo en Motril guardan el mar de Alborán, rescatan a las personas que lo desafían y las refugian en su barco. Juan Carlos, José María, Eusebio e Iñaki son los primeros a los que avistan los inmigrantes al cruzar el Estrecho y eso se plasma en su comprensión mutua, en las historias que guardan en su memoria y en su capacidad para recordar las caras de aquellos que repiten viaje. Su resistencia física y mental debe ser de acero. Han visto cómo la gente perdía la vida, cómo sucumbían al mar. Pero su amor hacia las aguas y quienes intentan cruzarlas les mantienen despiertos, siempre a punto de zarpar. Los rescates son su trabajo y las huellas se perciben en el barco. Hace apenas dos días rescataron una patera, cuentan. Ahora, los inmigrantes se encuentran en el edificio de Cruz Roja, en la dársena pesquera del puerto de Motril. Están bajo custodia policial. La embarcación de interceptación rápida hizo su trabajo: poner a los inmigrantes a salvo. Después del rescate, empieza el papeleo y la labor de la policía.

 

La lancha de Salvamento Marítimo del puerto de Motril (Granada) cuenta con cuatro marineros de carrera en su equipo: el patrón, Juan Carlos Jiménez López; el encargado de la sala de máquinas, Iñaki Urrutia Berbo; José María Sánchez Patria y Eusebio Romero Quirós se encargan de asistir las personas rescatadas. Su trabajo es estar siempre alerta, preparados para zarpar en menos de quince minutos estén donde estén: en la ducha, en la playa, con su familia… El mar rige su tiempo libre. El 90% de los servicios que realizan son rescates de pateras. El otro 10% lo ocupan todo tipo de emergencias que puedan darse en alta mar. Allí, ellos son la policía, los bomberos y las ambulancias. En la embarcación todo está medido. No pueden fallar. Por eso, llevan provisiones de todo lo necesario: mantas, botiquín, comida…

 

Llevan el mar y el salvamento en las venas. A Iñaki, José María, Juan Carlos y Eusebio la vocación por el mar les une a su trabajo. Según aseguran, es muy duro, exige mucho tanto física como psíquicamente. No todos valen, hay quien lo deja por el estrés y la tensión. Por eso, sin ese amor, no podrían hacer lo que hacer: rescatar personas.

 

La mayoría de los rescates que Salvamento Marítimo realiza son a través de llamadas de los inmigrantes cuando alcanzan la cobertura telefónica española. Los subsaharianos quieren ser vistos y salvados. Saben que sus países de origen (Nigeria, Ghana, Senegal…) no tienen acuerdos de extradición con España, y lo aprovechan. La lancha de Salvamento es su taxi. Con los magrebíes ocurre lo contrario: los acuerdos internacionales de Argelia y Marruecos con España les perjudican, serán expulsados a las 24 horas de ser detenidos. Por eso, ellos juegan al gato y al ratón con Salvamento.

 

Tras la llamada de los inmigrantes, la torre de control de Salvamento Marítimo en Almería coordina la operación. Dan el aviso a Juan Carlos Jiménez López, patrón de la embarcación. En ese momento son muchas las cosas que procesa en décimas de segundo. El miedo, la incertidumbre de la situación a la que puede enfrentarse durante el rescate, el estado de la mar. Necesita hacerse a la idea de la situación a la que la tripulación puede enfrentarse. Una vez ha recibido el aviso de la emergencia, el resto del equipo llegará en 15 minutos al puerto. Su obligación es estar en el lugar donde ha de efectuarse el rescate en 45 minutos, esté donde esté la patera. La mayoría de la tripulación lleva años haciendo el mismo trabajo, pero no pueden acostumbrarse a lo que ven. En algunos de los rescates más duros han sido testigos de zodiacs pinchadas, semihundidas en el mar con más de 37 personas flotando en el agua. Lo peor, aquellos que, cansados tras pasar muchas hora en la patera, no luchan por vivir y ceden a la fuerza del mar. “Hay algunos que es la primera vez que ven el mar”, comenta José María. Su labor consiste en evitarlo. Sin embargo, como cuenta Juan Carlos, hay veces que no se da abasto: “tienes que elegir entre todos a una persona que sobreviva”. Sus manos muchas veces no son suficientes para atender a los inmigrantes. De hecho, el equipo recuerda con cariño algunos rescates en las que los propios rescatados han formado, por un segundo, parte del equipo y han ayudado a subir a más personas a la embarcación. Ha habido veces que se han encontrado a 150 personas en una patera de ocho metros. Y en la embarcación de Salvamento solo son cuatro. Para atender a aquellos que llegan heridos existe el “cuarto de náufragos”, una zona vigilada con cámaras en la parte inferior del barco. Aunque afirman que no suele haber problemas con las personas rescatadas. Al contrario, resaltan el “gran corazón” que suelen tener los inmigrantes incluso para ayudarles en su labor. En los rescates, se pueden dar todo tipo de situaciones. José María tuvo que asistir un parto en la embarcación, por supuesto sin el instrumental médico que cuenta un hospital en tierra: “Fue como si el niño naciera en un pesebre”, recuerda. En la llegada de embarcaciones suele haber menores, embarazadas y niños. “A veces llegamos al puerto y el barco parece una guardería”, cuenta José María. Su mirada transmite entusiasmo, sabe que a pesar de que se enfrente a todo lo que el mar de Alborán pueda traerles, al final del día la satisfacción por su trabajo lo compensa.

 

 

 

El patrón

 

Una vez los tripulantes de la patera están a salvo en el puerto de Motril, la embarcación de Salvamento Marítimo trabaja junto a los miembros de la Policía Nacional. Ellos se encargan de averiguar quién es el patrón de la embarcación rescatada. Es por el primero que preguntan a la tripulación de Salvamento Marítimo. Ellos a duras penas pueden saberlo. Cuando una patera avista a la embarcación de interceptación rápida los inmigrantes saben que no deben dejar huella de quién capitanea ese barco. Tienen las órdenes muy claras desde que embarcaron. Por eso, al ser localizados, se dispersan rápidamente. Sin embargo, la policía sabe cómo averiguarlo. En puerto, las quemaduras de los brazos producidas por la gasolina del motor le delatarán entre el resto de los tripulantes.

 

Sobre cómo se controlan las fronteras en el mar, José María es rotundo: “Aunque sea complicado controlar la frontera en el mar por no estar delimitada, mi trabajo no deja de ser salvamento”.

 

Junto a otros voluntarios de Cruz Roja, Javier Bermejo carga las cajas que llevarán al asentamiento de La Mojonera (Almería) donde viven quince inmigrantes ghaneses. Javier tiene dos trabajos que combina con su labor en Cruz Roja. Sube con cuidado a la furgoneta de la organización las sardinas, la pasta y el arroz que llevarán hoy. Se enorgullece de contar que gracias al racionamiento de Cruz Roja han alargado la duración de las existencias tres meses. La delegación en Almería tiene en marcha el Proyecto Asentamiento, que se encarga de llevar a los inmigrantes sin medios lo que necesitan para sobrevivir. Van dos veces a la semana, normalmente con un técnico que traduce el idioma que hablen los inmigrantes, y voluntarios que ayudan a repartir la comida. Lo coordina todo Francisco Vicente, la persona que más pateras ha asistido en España.

 

Cruz Roja firmó un convenio con el Gobierno Español por el cual recibe una financiación que le permite disponer de unos medios que otras organizaciones no pueden permitirse. Su labor se divide en muchos frentes. Pero en la provincia de Almería, por sus características, la inmigración es uno de los fundamentales. Para muchos inmigrantes ver el camión de Cruz Roja llegar al asentamiento es sinónimo de comida. Desde su sede en la Avenida Nicolás Salmerón coordinan todo el trabajo de la provincia, pero necesitan estar a pie de calle porque los inmigrantes a los que atienden se hayan desperdigados por el mar de invernaderos que saltea la costa.

Niang Abdourahmane, senegalés de 44 años, es técnico de la Cruz Roja y trabaja en el Proyecto Asentamiento. Habla francés, inglés y ewé, uno de los dialectos de Ghana. Los trabajadores de Cruz Roja van dos veces a la semana a los diferentes asentamientos de los cien que tienen localizados en Almería. Identifican a los que viven allí y les proporcionan alimentos no perecederos. Su objetivo es enseñar a pescar a muchos de los inmigrantes ilegales que no tienen dinero para alimentarse. Cuando los inmigrantes charlan con los voluntarios y técnicos de la organización están tranquilos, tienen una seguridad que en muchos otros sitios no sienten. Saben que comerán y que ellos, ajenos a sus vidas, no vienen a pedirles papeles.

 

 

Mejor inmigrantes que droga

 

Al cruzar el estrecho que les separa de Europa algunos magrebíes se orientan gracias a los GPS y llaman desde sus teléfonos de última generación a Salvamento Marítimo cuando alcanzan la cobertura española. Están muy preparados. Quienes se las han visto con muchas pateras tienen la impresión de que es porque en esas travesías tan pensadas no hay ninguna mafia por medio, solo la voluntad y organización de unas personas que desean cruzar el Estrecho. Este es un caso raro, porque el poder de las mafias en la trata de inmigrantes es muy grande. Francisco Vicente, coordinador de Cruz Roja en Almería, afirma que traficar con personas da más dinero que hacerlo con droga. Prueba de ello es cómo engañan a los inmigrantes a los que cobran hasta 200 euros por viaje enseñándoles la tierra prometida. Proyectan vídeos engañosos de España para que no prenda en ellos la duda de que el viaje merece la pena, de que este es el mundo que tanto ansían, el que les permitirá conseguir trabajo, libertad y derechos.

 

Cuando la embarcación de Salvamento Marítimo desembarca en el puerto de Motril con los rescatados, Cruz Roja se hace cargo de los inmigrantes. A los que llegan con lesiones leves les llevan a una enfermería que han abierto en la dársena del puerto. Es un pequeño barracón equipado para los síntomas que suelen presentar: gastroenteritis, golpes, heridas por erizos de mar y quemaduras por el gasoil del motor de la lancha que se mezcla con la sal y quema la piel. Las embarazadas suelen llegar en muy buen estado: “Entre los tripulantes de las pateras les cuidan bastante”, dice Francisco Vicente. Los que presentan un cuadro grave son trasladados al hospital desde el puerto, pero si la emergencia se detecta en alta mar, un helicóptero acude al rescate.

 

Lo que Cruz Roja aporta a los inmigrantes al llegar a puerto es ayuda y seguridad. Estas labores se realizan en coordinación con la Policía, que se encarga de los aspectos legales. Los marroquíes y los argelinos saben que la presencia policial representa el final del viaje. Van a ser devueltos en avión en menos de 24 horas. Es la consecuencia del tratado de extradición que Madrid firmó con los gobiernos de Argel y Rabat.

 

 

 

África es diferente

 

El resto de los africanos que llegan a nuestras costas saben que en cuanto a la legalidad, ellos están en tierra de nadie. La policía sigue el procedimiento habitual con ellos: los identifica y les invita a irse mediante la carta de expulsión. Los llaman subsaharianos en las estadísticas y gráficas, un adjetivo que engloba a todos los que proceden de territorios subyacentes al desierto del Sáhara. Cuando les entregan la carta de expulsión a estos subsaharianos les abren la puerta para que abandonen territorio español, pero son ellos los que deciden qué hacer. Sin tratado de extradición, Extranjería no puede devolverlos a su país de origen. Todos deciden quedarse porque no tienen medios para irse y, sobre todo, porque no quieren volver. Saben que a pesar de que el camino sea espinoso estar en España es mejor para ellos que en sus países de origen. Muchos de los rostros de las personas con las que nos cruzamos en la calle son los de aquellos que han optado por quedarse. Esos que han conseguido escapar de la olla a presión. La imagen es del coordinador de la Cruz Roja almeriense. Francisco Vicente imagina una olla cuando analiza la situación africana. La comparación ilustra algunos de los motivos detrás de muchas travesías. Según sus palabras, África arde y los que no quieren quemarse o no encuentran refugio huyen. Lo hacen a Europa. España es sólo su puerta al llamado Viejo Continente. Túnez hirvió en enero, Egipto lo hizo en febrero y Libia todavía lo está haciendo. Todo ese calor llega o llegará pronto a nuestras costas. Lo que perturba al continente africano tiene repercusión en nuestras calles, en el trabajo de Cruz Roja, de Salvamento Marítimo y de muchos otros.

 

 

Habitar en la miseria

 

La zona de La Mojonera, en Almería, está cubierta por el mar de plásticos de los invernaderos. Los inmigrantes son su principal mano de obra. Y muchos viven en sus alrededores aprovechando antiguas casas que los patrones les ceden. Su hogar es una herencia de los emigrantes del interior de España en los 60, barracones de cemento blanco y alargado que han adecentado como han podido para vivir. Entre plásticos reutilizados, esos inmigrantes se las apañan para construir e improvisar un hogar. John Being, Arkotul Kobina, Steven Etsewah y Yawson Craig son algunos de los ghaneses que ocupan este asentamiento. Nos reciben reticentes, pero cambian de actitud en cuando se enteran de lo que bucamoss con peticiones de “report this” (¡informad!) y una clara intención de denuncia.

Yawson lleva desde 2008 en España. Durante un tiempo ha vivido en la legalidad, pero ahora teme a Extranjería porque su contrato de trabajo expiró hace meses. Su historia es la de muchos con los que comparte raza y éxodo. Es la historia de un persona ilegal a los ojos del Gobierno. Su viaje al primer mundo le llevó cuatro años y sus pies recorrieron más de 4.500 kilómetros. Ghana no podía ofrecerle lo necesario para tener una vida digna, un trabajo. La primera imagen de Europa la recibió a través del canal internacional de noticias CNN. Un reportaje sobre España llamó su atención. Le atrajo la aparentemente boyante economía y vio en este destino la oportunidad de ganar el dinero que no tenía en su país natal. Hace siete años huyó rumbo a Europa. Dejó Ghana con la intención de ayudar a su familia. También hace responsable de su marcha al gobierno ghanés: “Solo piensan en enriquecerse. Y se olvidan de servir a los ciudadanos que les han elegido”.

Pero en esta búsqueda, los inmigrantes no siempre encuentran esa vida mejor que les impulsó a dejarlo todo atrás. Yawson come una vez al día. Tan solo la visita de Cruz Roja le asegura alimentos en su hogar y la bicicleta de montaña es su autobús, su única manera de moverse por su cuenta.

 

En el barracón en el que vive no hay mujeres. No es común que en estos asentamientos las haya, solo en contadas ocasiones y muchas veces en busca de protección, según cuenta técnicos de la Cruz Roja. El camino de la mujer inmigrante es muy distinto al del varón.

Las inmigrantes, muchas veces embarazadas o con hijos, son internadas en un Centro de la Cruz Roja durante unos días. Pero cuando este periodo se acaba, también lo hace la asistencia.

 

 

Sacrificios

 

A Yawson, su viaje a España le costó 200 euros. Las mafias que le vendieron el billete en patera le aseguraron que iría solo. Pero Yawson viajó junto con otros cien pasajeros. Cuando llegó, la crisis económica mundial todavía no había empezado. “Fue fácil encontrar un trabajo en la agricultura. Me fui a Badajoz”, comenta. Tuerce el gesto cuando menciona esta ciudad extremeña. Allí su jefe no le trataba bien. “Era el único negro de todo el invernadero”, recuerda Yawson. No le gustaba y decidió cambiar de trabajo y trasladarse al sur, a la provincia de Almería. En la costa andaluza sí encontró un buen puesto, pero el contrato era temporal y su permiso legal expiró. El dinero que ganaba en la agricultura le daba para vivir y mandar 20 euros al mes a su familia, su razón para estar en España. Al principio, su familia eran su mujer y su hijo, pero tras meses en España su mujer lo dejó por otro. Cuando Yawson recuerda esa ruptura mezcla sentimientos contradictorios. Su frustración por el abandono de su mujer se entremezcla con la comprensión, porque la distancia era dolorosa para ambos. Después de tres años, agradece estar en el país y solo desea salir adelante. Esboza una sonrisa mientras cuenta su vida en África y muestra su enfado al hablar de su situación en España.

 

 

 

Su casa, llena de humedad y goteras, no es muy diferente de la que tenía en  Ghana. Mira con asco el plato de la ducha. No tiene desagüe y debe achicar el agua cada vez que lo usa. A pesar de vivir en el primer mundo, el agua que necesita para ducharse ha de extraerla de un pozo. Y aunque vea la cadena Ghana World en uno de los tres televisores que tienen en el asentamiento donde vive, comparte dormitorio con tres personas en una habitación con un plástico como pared. La casa en la que vive Yawson puede parecer una metáfora de nuestro tiempo: la más lúgubre de las pobrezas y la alta tecnología juntas. La rutina de Yawson no solo la marca su situación de ilegalidad y el temor a la Policía, sino también su deseo de volver a Ghana. “Si pudiese vivir con los mismos derechos que tengo aquí, estaría en mi país”. Su historia es cíclica, porque el barracón que comparte junto a otras quince personas se construyó en los años sesenta para dar refugio a los agricultores del interior de España.

Para identificarse, Yawson enseña orgulloso su carné de la Unión General de Trabajadores (UGT) donde ha depositado cierta esperanza de encontrar trabajo. Aunque cuando se le pregunta por su implicación en los sindicatos responde con una carcajada. Ese carné le equipara ante los españoles. Su particular lucha sindical es la de igualarse a las oportunidades de un español y encontrar trabajo.

 

 

Hermanados por el fútbol

 

Yawson y sus compañeros se van de casa en bicicleta antes de que salga el sol. Ansían un trabajo. Al amanecer, es habitual ver en los pueblos agrícolas de Almería rotondas de tráfico atestadas de inmigrantes. Su esperanza es que un camión pare y les lleve a trabajar al campo, sin contrato ni seguridad social, pero con remuneración. No son ingenuos. Saben que viven de manera ilegal en otro país, pero memorizan los mecanismos necesarios para quedarse: fingir ser de un país sin contrato de extradición con España. Al fin y al cabo, su falta de documentación es su arma de entrada y salida a Europa. En las jornadas de trabajo en el campo, interrumpen las labores para comer a las doce. A esa hora, es cuando más alboroto hay en el asentamiento de Yawson. Es el único momento del día en el que se ven todos. Entre la algarabía, aparece un compañero con una sudadera del Real Madrid y no se libra de los abucheos. Está en territorio enemigo: todos sus compañeros son del Barça y se le echan encima. En el fútbol, no hay fronteras. Es universal. El equipo culé tiene más adeptos aquí, para ellos es el club donde están sus “hermanos”.

 

Adra es un pueblo de la costa almeriense con 24.000 habitantes. El trabajo gira ahora en torno a los invernaderos. El dueño de uno de estos es José Luis Vargas. Tiene contratados a tres inmigrantes en temporada baja de cosecha. Son trabajadores legales. José Luis habla con firmeza sobre el papeleo que concierne a sus empleados. Estos invernaderos, dice, están muy controlados por los inspectores de la Junta de Andalucía. Él se vio obligado a cerrar la puerta a los ilegales cuando los inmigrantes le pedían trabajo en su puerta. Miguel Romero, también agricultor de Adra y cuñado de José Luis, lo tiene claro: “Los inmigrantes relacionan agricultura y trabajo”. Muchas veces, es la tierra quien decide cuántas manos necesita. Paradójicamente, los trabajadores de estos invernaderos no son los únicos migrantes de la zona. Miguel Romero fue uno de ellos: “Yo también soy inmigrante, vine de la sierra de Almería”. Él recoge ahora pimientos en Almería, pero si pudiera estaría en su país junto a su familia. La suya es la historia de un inmigrante por tierra: llegó a España en los bajos de un camión desde Marruecos. Su billete fue más caro. Viene de una familia acomodada en Marruecos, su padre es constructor y, por eso, pudo venir a España en camión. Lo que le movió a viajar a nuestro país fue pensar que, del otro lado del Estrecho, su futuro sería mejor. Aunque afirma que volvería a su tierra si pudiera trabajar allí, ha encontrado en España lo que Marruecos no le da: derechos y un empleo. Su esposa y sus dos hijos no viven aquí, pero labra el campo para que esto ocurra pronto.

 

En el invernadero de José Luis sus trabajadores no se sienten extraños. Combinan, como pueden, la hora del bocata con la de rezar a la Meca. Pero la religión no es lo único que mantienen de Marruecos: su familia está allí y, la que podrá venir. Con lo que ha sacado del pimiento, uno de los trabajadores de José Luis se ha pagado un solar para hacerse una casa en Marruecos. Cuando su jefe lo comenta su felicidad es infinita, sabe que ha ganado la competición de esa vida mejor de la que tanto hablan en su tierra. Cuando se pregunta qué les empujó cruzar el estrecho cuentan que habían escuchado en su país que en España, con el salario de un año, se puede comprar una casa y un coche en Marruecos. La realidad es que por un día de trabajo en España gana 30 euros y en Marruecos 8. Los pimientos de José Luis son su pasaporte a su país y, por eso, sonríen al recolectarlos.

 

Cuando no piensan en la próxima cosecha, José Luis y Miguel se preguntan sobre qué pasará cuando Marruecos adelante a la agricultura almeriense. La pregunta que roza el aire de los invernaderos en Adra qué sucederá cuando la razón por la que huyen estos inmigrantes de Marruecos no exista. Cuando el país despierte y las pateras no tengan que seguir cruzando el mar.

 

 

 

‘Padre Patera’

 

Isidoro Macías abre la puerta de la casa de la Cruz Blanca en Algeciras donde miles de inmigrantes han recibido atención desde 2001. Pero se acabó el alboroto. La Junta de Andalucía cerró la casa en mayo de 2010 por incumplir la ley. A Macías se le conoce en toda España por su apodo de Padre Patera gracias al periodista Julio Cesar Iglesias. Para él, no hay diferencia entre los dos, son las misma persona. La casa de la Cruz Blanca está en el paseo que cruza el mayor puerto de mercancías de España, en el Paseo Conferencia número 7, justo donde lo necesitan. La casa ha perdido su frenética rutina, está vacía. Las mujeres que ahora llaman a la puerta tienen que coger otro camino porque si Isidoro Macías, el Padre Patera, les dejara pasar le multarían con 300 euros. “Dicen que el sitio no está preparado”, exclama Isidoro. El hogar de la Cruz Blanca era un punto de esperanza para muchos inmigrantes. Allí llegaban desorientados, hambrientos y sin ninguna atención. Muchos sabían de su existencia por el boca a boca, otros llegaban de la mano de las Fuerzas de Seguridad, que desbordadas por el flujo de inmigrantes les llevaban donde sabían que serían bien atendidos. Padre Patera les daba todo lo que podía. En una ocasión, recuerda: “Me vi preparando arroz para 110 personas. No sé ni cómo pero preparé 20 kilos de arroz”.

 

En seis años cientos de inmigrantes, especialmente mujeres y niños, han sido atendidos por Padre Patera. A este fraile de sonrisa joven solo le frena la ley. Para él, cuando se trata de inmigrantes, la ley mata. Denuncia el sinsentido de llamar ilegal a las personas y la necesidad de que la sociedad escuche a los inmigrantes. Se ríe cuando recuerda las trampas que ha visto hacer. Como la falsificación de partidas de nacimiento de países subsaharianos que no tienen acuerdos de extradición. Isidoro reflexiona: “Al final, hoy en día, hay trampa para todo”. Sabe que los inmigrantes no son ingenuos, ha visto pasar a miles. Sabe dónde están aquellos que le son más cercanos y cómo les va. Muchos han conseguido lo que querían, están en el norte de Europa. Isidoro recuerda sonriente cómo muchos de estos inmigrantes preguntaban al desembarcar en nuestras costas por Europa a los que Isidoro contestaba: “No, esto es España”.

 

La labor de Isidoro ha sido difundida por muchos medios. Por su casa de la Cruz Blanca han pasado los más prestigiosos, como la revista estadounidense Time, que le nombró Héroe Europeo de la Solidaridad en marzo de 2003. Esta difusión ha conseguido que las donaciones a su causa no cesen. Isidoro recuerda con cariño cómo una señora le envió 5 euros en un sobre porque le había visto en televisión. Para él, la señora y los redactores de Time son igual de importantes para su causa. “Los medios conmueven corazones. Hemos vivido de lo que nos han dado”, agradece. Gracias a ellos, Isidoro podía tener recursos para asistir a los inmigrantes que se acercaban hasta el numero 7 del Paseo de la Conferencia.

 

Su misión está en Algeciras, “donde está el problema”, comenta. Para él, uno de los obstáculos en la vida de los inmigrantes que llegan a nuestras costas es que viven con miedo. El Padre Patera cuestiona la Ley de Extranjería porque no entiende a quién beneficia. Él ha creado escuela en el mundo de la inmigración, la de entender que muchos inmigrantes solo necesitan ser escuchados. Isidoro no tiene estudios, pero el mundo le ha enseñado mucho y él tiene mucho que mostrarle.

 

Una de las últimas personas que se acercó al hogar de la Cruz Blanca en busca de refugio fue Joe Besson. Ella es nigeriana y ahora  vive en una casa de los frailes de la Cruz Blanca con sus dos hijos porque se le agotó el tiempo que podía permanecer en el centro de la Cruz Roja. Vino a España en octubre del año pasado. Cuando llegó, le internaron en un Centro de Mujeres gestionado por Cruz Roja. Cuando se agotó el plazo para permanecer allí se vio obligada a irse con su bebé y su hija de 4 años. Cruz Roja dejó sus maletas en la calle y le amenazaron con llamar a la policía si no se iba. “It’s not easy”, (no es fácil), repite incansable. No es fácil su nueva vida en España por la ausencia de su marido. Cuando preguntamos a su hija sobre su vida en España, Joe interrumpe la conversación y le dice a la pequeña que necesitan a su padre, la niña reproduce sus palabras con una sonrisa porque, afortunadamente, su inocencia aporta alegría a la vida que les ha tocado vivir.

 

 

Ane Rotaeche es periodista. En Twitter: @enamaccana

 

 


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