Aghavnadzor, a las cuatro de la tarde, parece un pueblo fantasma. Sobre casas derruidas y camionetas Lada abandonadas flota uno de esos silencios que anuncian que algo está a punto de ocurrir. Es comparable a la quietud de las palomas justo antes de lanzarse estrepitosamente contra el aire. Aghavnadzor significa “el cañón de las palomas”; sin embargo, no vemos ni una. Junto a la aldea, un cauce seco cumple la función de vertedero. Vacas escuálidas custodian la entrada y el acceso, sin asfaltar y embarrado, resulta poco practicable para el pie haya olvidado las irregularidades de la naturaleza.
Sobre una camioneta Lada que da fe de una URSS no tan lejana en el tiempo, un chico descarga abono hasta que advierte una presencia extraña, suelta la pala y, tras un salto enérgico, se esconde a un lado de la cabina hasta que nos alejamos y continúa con su trabajo. De la nada, aparece un hombre que camina con la ayuda de un bastón. Gira la cabeza de vez en cuando y nos observa atentamente sin dejar de caminar: conoce el suelo accidentado de memoria y no vacila ni un instante. Su cabeza desaparece tras la puerta de una de las casas, grita unas palabras y parte hacia la próxima vivienda. Quizás sea el mensajero del pueblo; una suerte de periodista local que no necesita más medios que su torpe caminar para avisar a los vecinos de la llegada de gente extraña a la aldea.
Reunión de vecinas y forasteros
Mareta sale a la calle, airea un tejido de colores y se sienta a descansar junto a una alambrada. En su mano reluce un enorme cuchillo. Nunca antes había pedido permiso para fotografiar a alguien con semejante arma en la mano y una chaqueta militar, pero Mareta accede con su mejor sonrisa; se quita el pañuelo de la cabeza, devuelve los mechones más rebeldes a su sitio, da las gracias y ofrece tomar café en su casa. Aparece su vecina Aida, que grita “¡ari, ari!”, mientras me agarra del brazo y tira de mí en dirección a la casa de Mareta. “Ari” (vamos), en esta aldea, tiene el mismo sonido que “ale”. Los gritos de Aida me hacen sentir en casa y me devuelven a algún momento de mi infancia en el que a mi abuela, contagiada de urgencia, gritaba “¡ale, ale!”, en algún lugar de La Mancha.
Al entrar, Mareta y Aida se descalzan y dejan sus pantuflas junto a la puerta, aunque frenan a base de manotazos cariñosos nuestros intentos de deshacernos de las zapatillas. La casa de Mareta es antigua, acogedora, pensada para las visitas y protegida por un ejército de gallinas. Está decorada con peluches de todo tipo, cuya mirada inquieta más que el cuchillo con el que nuestra anfitriona nos ha recibido y se clava sobre mí en el mismo momento en el que una baldosa se tambalea hasta que finalmente me permite seguir en pie.
Aghavni (Paloma), animada por la novedad, deja de limpiar su corral, lleno de ramas, y se une a la improvisada fiesta. Viste una bata aterciopelada de un azul intenso que al sol se convierte en azul eléctrico en contraste con sus guantes verdes, rotos. Aghavni dice que es mi abuela y me colma de abrazos sin soltar mi mano. Me acerca unos pedazos de manzana que yo le ofrezco y que declina explicando, según entiendo por sus gestos, señalando unas encías casi vacías, que no puede morder porque apenas le quedan tres dientes. Tras ella, llega Tamara, hermana de Aida. Como lo último en lo que he pensado ha sido en dentaduras, me fijo en las suyas porque su incansable sonrisa lo hace fácil: ambas llevan dientes de oro.
Mientras Mareta sigue preparando café y nos ofrece fruta, zumo de cereza y caramelos, el resto de sus vecinas tratan de averiguar qué nos ha llevado a Aghavnadzor, quién está casada con quién, quién es hermano de quién e incluso en algún momento se atreven a preguntar si estoy embarazada, asombradas ante el insólito hecho de que a mi edad todavía no tenga hijos ni un potencial padre con el que tenerlos. Si no tengo al menos un hijo sólo queda una posibilidad: he de estar esperándolo. Todo ello mientras una de las hermanas no deja de abrir caramelos que me acerca a la boca con urgencia, en vista de que mis manos están demasiado ocupadas sujetando la taza de café y el plato de la fruta.
Un pueblo para la guerra
Al marcharnos, una estela funeraria coronada por una fuente en la que los niños beben agua llama nuestra atención. 1990-2010. Aghavni, que nos observa desde su corral mientras parte unas ramas, se vuelve a unir a nosotros. A punto de llorar, nos cuenta que el joven al que la fuente rinde homenaje murió en Nagorno-Karabaj, durante los últimos coletazos de una guerra que el mundo da por acabada en un país imaginario que desde el declive de la URSS se disputan Armenia y Azerbaiyán. Es habitual encontrar en Armenia pequeñas fuentes dedicadas a difuntos, especialmente a aquellos que murieron en la guerra de Nagorno-Karabaj. Dicen que el fluir del agua es el reflejo de su memoria: “los familiares de los que murieron en la guerra demuestran así su deseo de recordarles mientras siga brotando agua de la fuente”, me cuenta Anna.
La historia de Aghavnadzor está marcada por las guerras. Si la aldea fue repoblada en 1830 por veintiocho familias de refugiados de la guerra ruso-turca, 300 personas participaron en la II Guerra Mundial, de las cuales 76 nunca regresaron. Se trata de un pueblo que en la actualidad cuenta mil trescientos habitantes, por lo que la cantidad no es desestimable. Cuando estalló la guerra de Nagorno-Karabaj un grupo de jóvenes llamado Alashkert y comandado por Zarzant Danielyan participó en la guerra con Azerbaiyán. Danielyan murió en la batalla de Getashen, en 1991, y la actual escuela de Aghavnadzor lleva su nombre.
Los niños del pueblo no tardan en hacerse eco de la llegada de los forasteros y, tras un misterioso ritual de llamamiento, en pocos minutos ya nos rodean. Cuando advertimos su presencia, disimulan a puñetazos, restregones y alguna caída que culmina en abrazos. Uno de ellos me ofrece su bici e incluso nos lleva a su casa. No nos queda tiempo para aceptar su invitación. Su madre es una de tantas mujeres armenias que comparten nombre con Anahit, diosa de la belleza, de la fecundidad y del agua en la mitología armenia. Si es cierto que la mirada refleja el alma, Anahit ostenta un nombre con méritos propios y ha dejado esta impronta en sus hijos. Tras insistir en que nos quedemos, vuelve a la casa con urgencia, sale a la calle con un plato lleno de pedazos de khachapuri y nos obliga a llevarnos el resto.
Un hombre risueño, que fuma al sol, me llama. Me pide que haga fotos a los niños mientras juegan. Regenta la parte trasera de un camión convertida en tienda en la que vende de todo. Si en Armenia se reutiliza cualquier cosa, especialmente los vehículos, y es habitual ver vallas a base de puertas de coches, en esta zona no extraña que un vagón de tren, un autobús o la parte trasera de un camión Lada terminen convertidos en casas, tiendas o bares. Saben que construir es difícil y, a menudo, inútil.
El lugar que tiembla
Las casas de Aghavnadzor salpican un valle en la provincia de Kotayk, en el centro del país, aunque la aldea comparte nombre con otro pueblo, ubicado en la región de Vayots Dzor, al sur. Conocida como Bababakshi en tiempos de la URSS, Aghavnadzor está protegida por las cadenas montañosas Pambak y Tsaghkunyats y se extiende sobre un terreno de alta actividad sísmica. Es precisamente esta ubicación y las posibilidades de que se produzcan próximos sismos en la zona lo que convierte a la central nuclear de Metzamor, próxima a Aghavnadzor, en una de las más peligrosas del mundo, una planta que ya la URSS cerró durante años.
En la mañana del 7 de diciembre de 1988 un fuerte terremoto sacudió Spitak y agitó gran parte del país arrastrando más de 25.000 vidas. La ciudad de Spitak quedó completamente destruida. Gyumri, Vanadzor y otras muchas ciudades y aldeas del norte se vieron seriamente afectadas. Tal fue la magnitud del terremoto (7.2 grados) que se sintió hasta en Yereván, la capital armenia, y en Tbilisi, la de Georgia. Según la nota de agencia que publicaba El País al día siguiente, la comisión que se formó en Moscú para ayudar a las víctimas era comparable a la que se creó tras la catástrofe de Chernóbil. Aquella mañana de diciembre Mijaíl Gorvachov interrumpió su visita a Estados Unidos para volver a Armenia (que no se independizó de la URSS hasta tres años después) y, ante semejante catástrofe, no tuvo más remedio que pedir ayuda a Estados Unidos en plena guerra fría.
Ya fuera de Aghavnadzor, los niños todavía nos persiguen correteando y gritando por una vieja carretera apenas transitada por alguna vaca que muge con desgana. Por un momento, la cuadrilla desaparece misteriosamente y no queda ni rastro de ellos, salvo alguna risa entrecortada y nerviosa que se escapa por accidente y que en todos los idiomas advierte de un peligro inminente. Pasamos bajo un túnel y me temo que los niños nos esperan con alguna desagradable sorpresa. Salimos a hurtadillas primero, corriendo luego. Pudo ser peor: sólo era agua. Salvamos el agua que nos lanzan entre carcajadas.
Una vez hemos atravesado el túnel, los niños reaparecen y vuelven a seguirnos, quizá más alterados, si cabe, correteando en zigzag, de cuneta a cuneta, por una calzada que a más de uno cuesta un tropiezo. Abandonan el camino para entrar en una casa semiderruida. Uno de ellos demuestra una sorprendente habilidad para saltar elegantemente con traje chaqueta. Una marca de agua que deja el río al salpicar contra un pequeño puente parece marcar la frontera. Los niños se despiden y regresan a la aldea. Silencio.
Virginia Mendoza Benavente es periodista y antropóloga. En FronteraD ha publicado El secreto armenio tras el último peldaño