Oí hablar por primera vez de Paco Nieva junto a un fuego. Eran años en los que yo escuchaba más que hablaba. Tenía la suerte de tener buenos interlocutores. Un fuego en el hogar de la chimenea en noches de alto invierno en Víznar, o en la de la comuna de La Cebadilla, junto a Capileira, en pleno ombligo de la Alpujarra, en las tierras altas de la provincia de Granada.
Buen comienzo para escuchar el nombre de Francisco Nieva, ese apellido donde cabe toda la sugestión de la nieve, pero completamente feminizado. Nieva en Víznar, Nieva en la Alpujarra, topónimos con raíces suculentas en la Literatura y la Historia de España. Nieva es una rara flor del jardín ibérico, una flor políglota y cubista. Nieva escritor, Nieva escenógrafo, Nieva dramaturgo, Nieva columnista, pero por encima de todos ellos Nieva español, un injerto de talentos, de los que este país ha dado unos cuántos: Goya, Picasso, Lorca, Arrabal…
En ellos se encarna lo que hemos denominado artista renacentista, capaz de mostrar su genialidad en diversos campos del Arte. Einstein afirmaba que cualquier cerebro genial dedicado a la actividad que fuera, terminaría desarrollando su genialidad indistintamente, fuese cual fuese el campo elegido. Lo que confirma que al genio lo define una curiosidad insaciable.
Cuando me trasladé a Madrid, animado por compañeros de estudios de la adolescencia, me invitaron a una cena en el Colegio Mayor Chaminade, a la que asistía como invitado de honor Paco Nieva. Como a mí me interesaba el teatro pensaron que la cena podría resultarme interesante. Cuando llegó a la sala fue como si hubiera entrado un personaje de Thomas Mann, escapado de su exclusivo Sanatorio en cierta montaña mágica. Aunque su vestimenta era completamente actual, Nieva desprendía una elegancia por encima de todas las épocas. Con el tiempo descubrí que al garbo natural que le había regalado la Naturaleza, y a una vida en un acomodado, exquisito y favorable entorno, se le sumaban un buen decidir parisino, un instinto veneciano y un toque de extravagancia alemana. El dandismo es un concepto muy trillado en los salones literarios, pero el cosmopolitismo quizá no lo sea tanto. Para ello hay que haber vivido largas temporadas en ciudades capitales para la historia de la Literatura y el Arte.
En aquella cena, contestó preguntas y esbozó con ingenio y gracejo algunas de sus visiones del mundo del Arte. Yo osé preguntarle por la formación del actor de teatro en España y particularmente en Madrid, a lo que Nieva me respondió hablándome por primera vez de la Real Escuela Superior de Arte Dramático, donde él había comenzado su tarea pedagógica recientemente. Unos meses después de la mencionada cena ya me encontraba yo preparando mis pruebas de ingreso al Conservatorio teatral madrileño, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de tan sabio maestro. Para la prueba teórica me acerqué a comprar algún manual de teatro contemporáneo a la Librería La Avispa, auténtico aunque diminuto caravasar de los Coranes teatrales donde se dispensaba una devoción ciega al teatro.
Aunque la colección Escelicer de teatro eran los libritos más pequeños y delgados de aquellos estantes, me llevé conmigo Tórtolas, crepúsculo… y telón de Francisco Nieva, un opúsculo que siempre me ha acompañado con un cierto aire de estrella polar de mi humilde biblioteca. Entonces me pareció una obra moderna, arriesgada, diferente. Los personajes no eran tal cual los habíamos conocido hasta entonces. No sólo se dirigían al público desde el escenario, también podían susurrarle desde los palcos.
Tuve la suerte de aprobar aquel examen e ingresar oficialmente en el mundo del teatro, aunque sólo fuese como aspirante. Y por otra parte, ese aprobado me permitiría tener algún día a Francisco Nieva como maestro. Sus clases fueron un privilegio para cualquiera de sus alumnos. No sólo enseñaba lo que sabía, sino lo que era, lo que vivía, lo que había vivido. De todos los profesores era el mejor vestido, incluso cuando llevaba un aspecto más casual siempre destacaba de él algo distinguido. Era la mejor lección de Arte que un alumno pueda recibir nunca.
De su casa en Concepción Jerónima -atrás quedaban los tiempos de su moderno loft en la avenida de Nazaret- se decía que tenía una chimenea de mármol que había pertenecido a Mata-Hari. Nieva había vivido en Venecia, y en París había estado casado con una bibliotecaria. En realidad se trataba de una relevante académica de la Sorbona responsable de las publicaciones de la universidad parisina, y enormemente influyente en ese París de Roland Barthes.
En 1982, estrenó en el María Guerrero -que ya era CDN- Coronada y el Toro, una fiesta escénica como nunca había visto en mi vida. Aquello del arte total con Nieva se hacía posible. El hombre monja que interpretaba José María Pou, la Coronada de Esperanza Roy y la gitana Mairena que bailaba como un espectro Manuela Vargas, andaban rodeados por multitud de personajes salidos de numerosas estampas de la España romántica. Majas y toreros goyescos, danzantes regionales, coros de efebos… la historia era lo de menos. No recuerdo casi nada de lo que trata la obra, pero nunca había visto tanta alegría y entusiasmo en un escenario culto, y menos en el Centro Dramático Nacional.
No mucho después, estrenó una versión de Don Álvaro o la fuerza del sino del Duque de Rivas, donde se reivindicaba una visión del romántico como una identidad cercana al postmoderno, que era el arquetipo que rondaba en los últimos años de los ochenta. Tras tanto teatro de aparato, de grandes medios puestos al servicio de un talento inusual, Nieva se vio enzarzado, contra su voluntad, en espinosos laberintos políticos. Esto significó su exilio de este tipo de estrenos que había tenido en España hasta ese momento.
Él mismo cuenta en sus memorias una escena acontecida en la entrega del Premio Mayte, donde fue presentado por José Monleón al flamante ministro de cultura, Javier Solana: “Aquí te presento al loco de Paco Nieva”. Y debió decir loco, sincopando el subtexto “ése que no quiso firmar el documento de artistas e intelectuales a favor del socialismo”. Firmar un cheque en blanco a los gobernantes es impropio de un dramaturgo o de un periodista -por mucho que se juegue sus prebendas- cuando la naturaleza de su oficio es precisamente la contraria: vigilar al gobernante, con la autoridad moral que otorga pronunciar sus juicios ante el público. Una canallada le hicieron los políticos socialistas. En el momento en que Nieva se había convertido en un referente de modernidad y de cosmopolitismo culto, fue exiliado a galeras en plena democracia, y gracias al primer gabinete socialista. Tuvo que esperar nueve años para estrenar de nuevo en un teatro público.
Nieva ya había sido fichado por la Real Academia de la Lengua en 1985 cuando le dieron la espalda los teatros públicos. Estos reveses de la biografía a veces acaban con una carrera literaria (Corneille abandonó París, cansado de las intrigas y patrañas de la Corte, para regresar a su pueblo en el sur de Francia); o bien, por el contrario, se recanalizan en otra parte de su actividad creadora. Comenzó a escribir obras más humildes, más camerísticas, aptas para ser estrenadas en las catacumbas del teatro, salas más recoletas, y con un esfuerzo de producción menos costoso. En las madrigueras escénicas, exploró mitos y revisitó lugares literarios. Sin llegar a olvidarse nunca de sus grandes proyectos.
Si fue alejado artísticamente de los grandes escenarios, lo suplió acercándose a las nuevas generaciones. Como todos los maestros, Nieva sabía que los jóvenes son los encargados de conservar la memoria y de pasarla a las generaciones venideras. En la Escuela tuvimos la suerte de tenerlo cerca, de compartir con él días de estreno de nuestras muestras pedagógicas y de nuestros talleres finales de carrera.
La presencia de Paco Nieva en uno de nuestros ensayos siempre resultaba un acicate. Venía para sugerir su opinión sobre la estilística de la obra. Ensayábamos a Jardiel, a Valle-Inclán o al mismo Shakespeare, y aquellos montajes, aunque no firmados por él directamente, gozaban de ciertos toques de gran arte sembrados por el maestro como ilustre visitante.
Nieva aceptó por esas fechas presentar nuestra revista de teatro en el Jardín Botánico. Y allí acudió lleno de generosidad y elegancia, a dedicar las más altas palabras a nuestro trabajo. Le regalamos una corbata de flores, que honrosamente lució en el acto.
El periodismo me permitió entrar en el dominio privado del carismático maestro. Mi primera visita a su casa para entrevistarlo fue como cuando conocí Nueva York. Nunca antes había estado allí, pero lo sabía casi todo de ese hogar. No era del todo descubrimiento, sino comprobación de los datos. Rojo, cojines rojos, tela roja por el cielo de los cuartos, rojos cortinajes, una mesa escarlata, todo limpio y brillante, como el telón de embocadura de un teatro. Me recuerdo en aquella habitación como dentro de un cubito de sangre. Nieva estuvo encantador y tan bien educado como anfitrión que fue un placer personal tratarlo en su ámbito doméstico. Antes de marcharme no pude resistirme a preguntar por la chimenea de Mata-Hari. Me la enseñó, una preciosa y ondulante carcasa de mármol sobre la que reposaba una foto de Mata-Hari vestida de fiesta ante aquella misma chimenea que ahora sostenía su retrato.
Volví a encontrarme personalmente con él en Toledo en 1992, con motivo de la presentación de su Teatro Completo en el Teatro de Rojas de la capital de las tres culturas. Como andaba yo ese año trabajando y colaborando con el director de tan considerable joya de la arquitectura teatral española -cuya rehabilitación, todo hay que decirlo, impulsó firmemente el gobierno socialista- convencí al director del Rojas de que a la sala de exposiciones que quería inaugurar junto al paraíso del teatro se la denominara Sala Francisco Nieva. El dramaturgo manchego iba a inaugurarla presentando su teatro en dos preciosos volúmenes encuadernados en tela jaspeada, en tono naranja y azul Prusia claro -hermosa edición de Alberto Corazón, sufragada por el gobierno manchego, en manos del socialista Bono, por esas fechas-.
Compré en una tienda de rótulos de la calle Esparteros, junto a la Puerta del Sol, las letras doradas, tipo romano, que formaban su nombre, para pegarlas en la pared de la sala. Llevar las letras de su nombre en latón dorado dentro de una bolsita, en autobús a Toledo, me produjo una sensación especial. En aquel viaje yo era depositario de la fidelidad de su nombre. Tenía en mis manos el nombre de Francisco Nieva. Se estrenó Nosferatu en la sala Olimpia (CNNTE), dirigida en aquellos años por Guillermo Heras, quien asumió también la dirección del espectáculo.
Nieva fue recuperado para el gran escenario del CDN por Juan Carlos Pérez de la Fuente en 1997, quien dirigió Pelo de tormenta, como inicio de su gestión allí. La obra alcanzó un éxito inesperado, gracias al gran equipo artístico que se reunió en torno a este proyecto. El pintor José Hernández se encargó de la escenografía, Manuel Balboa de la música, Pedro Moreno del vestuario, Pilar Bardem, Ana María Ventura o Rossy de Palma como figuras destacadas del elenco. Sin saberse muy bien por qué, el Ministerio suspendió la gira por provincias y desestimó la invitación a Pelo de tormenta para participar en destacados Festivales Internacionales. Una vez más, las instituciones públicas se encargaron de cebarse con el arte, justo lo contrario de para lo que las pagamos nuestros impuestos.
No sería hasta el 2002 cuando Nieva volviera a encargarse de dirigir su propio teatro. En esta ocasión se trataba de una premiada versión suya de la obra del conde polaco Jan Potocki, El manuscrito encontrado en Zaragoza, en torno a la que gravitaban muchas de sus obsesiones de manchego de Valdepeñas que vive junto a Despeñaperros. Con su versión de El manuscrito…, Nieva traslada al tiempo mítico y romántico todos sus recuerdos de Sierra Morena, y que tan bien había fijado el escritor polaco en su maravilloso y envolvente libro influencia de los éxitos primeros del mismo Italo Calvino. Nieva volvía a ocuparse de capitanear la nave de su teatro -asistido por su fiel grumete José Pedreira-. El resultado fue un espectáculo espléndido, como los que habría podido realizar tras el estreno de aquel funesto Don Álvaro.
Coincidimos en el teatro numerosísimas veces en noches de estreno, y siempre me he jactado de saludarlo con toda sinceridad y afecto. Compartí periódico con él durante años, mientras ejercía profesionalmente la crítica de teatro, y me alegraba de leer siempre sus sabias y humildes columnas. Incluso alguna vez lo llamé por teléfono para felicitarlo.
Dentro de esa parafernalia de estrenos propios del mundo de la crítica, coincidimos codo con codo en un críptico estreno de Arrabal en las entrañas del Museo Reina Sofía. No llegábamos a cien los elegidos en aquel estreno tan exclusivo. Pero en petit comité, Nieva y yo comentábamos la de acontecimientos y ocasiones en que nos habíamos reunido a lo largo de tantos años. Con la autoridad del dramaturgo (e incipientes problemas de oído, causados por la edad), dijo en un tono un tanto más elevado de lo permitido: – ¿Y lo bien que nos lo hemos pasado? Todos debieron oírlo. No importó, bien al contrario, fue toda una declaración de principios.