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El caso Ibarrategui: Una historia de fantasmas

 

Imaginar demasiado o demasiado poco


En 1983, el jurista y escritor francés François Sureau (París, 1957) frisaba los 25 años, trabajaba como ponente en la Comisión de Apelaciones de Refugiados y vivía en un pequeño apartamento cuyas ventanas daban a la plaza del Ayuntamiento de París. La cosa, en la Comisión, iba así: “Cuando un solicitante de asilo llega a Francia, pide el estatuto de refugiado a la Oficina Francesa de Protección de los Refugiados y Apátridas, y, si ésta lo rechaza, puede presentar un recurso ante la Comisión de Apelaciones”.

 

Se trataba de un tribunal dividido en tres secciones (hoy son más de cien), y cada una constaba de tres jueces. Recibían una media de dos o tres solicitudes al año (hoy son más de treinta mil).

 

El trabajo del ponente es preparar los expedientes y dar su parecer ante la audiencia. Participa en la deliberación (junto al presidente de la sección) y ambos se ponen de acuerdo sobre la decisión a tomar y la redactan juntos.

 

 

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La primera –y gran– dificultad a la hora de confrontar una petición de asilo reside en el hecho de que, como explica Sureau en El camino de los difuntos (Periférica, 2015), “los pobres refugiados no se marchan del país donde los persiguen con un certificado de tortura firmado por el jefe de policía en el bolsillo”. Vaya, que casi nunca presentan pruebas: no tienen más que su palabra como testimonio.

 

 

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“¿Tú conoces el País Vasco?”, le preguntó Georges Dreyfus, el presidente de sección, a Sureau, una noche, tras una deliberación que se había alargado. Ambos eran lectores de Breton y habían estado hablando de la pasión de André Breton por la torre Saint-Jacques, pero, de repente, sin transición, esta pregunta: “¿Tú conoces el País Vasco?”.

 

Vaguedades, apenas tenía Sureau una difusa idea del movimiento independentista, de la lucha contra el franquismo. Poca cosa: recordaba el asesinato de Carrero Blanco. Había leído en el periódico que el presidente francés Giscard d’Estaing había decidido retirar el estatuto de refugiados a los vascos españoles que vivían en Francia. Poco más.

 

Pero con eso bastaba, porque precisamente, le dijo su jefe, Dreyfus, “la mayoría de esos vascos ha apelado a nosotros. Han llegado a la comisión una veintena de recursos, y vamos a encargarnos de ellos”. Sureau no entendía el tono vacilante de su jefe, no entendía la dificultad que habría de entrañar el dictamen. “Lea los recursos y ya hablaremos”, sentenció su jefe quien, a pesar de la familiaridad, le seguía tratando de usted.

 

 

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Sureau se lleva los expedientes a casa, tratando de adivinar esas vidas “sin llegar a comprenderlas del todo”. Con el miedo a “imaginar demasiado o demasiado poco”.

 

 

 

El camino de los difuntos 

 

Para los vascos la casa es el centro de todo. Y así, nos dice Sureau (según le oyó relatar a un hombre vasco en un café parisino llamado Café de l´Institut) que el “camino de los difuntos” es aquel que se recorre desde la casa al cementerio por un camino particular que se le denomina así: el camino de los difuntos. Cada casa y cada familia tiene el suyo. No se confunden. Una red de caminos invisibles en cuyo centro está la iglesia.

 

 

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Antes de enfrentarse definitivamente a los expedientes, Sureau pasea por el París de Breton, cerca de la torre Saint-Jaques. Y al llegar a casa, al amanecer, relee Nadja.

 

Se duerme. Se despierta a mediodía.

 

Como quien presiente un mal augurio, quiere refugiarse en el territorio de los sueños; se aleja, con todas sus fuerzas, de la realidad incontrovertible de los expedientes.

 

Entretanto, una señal: se encuentra con un compañero de la facultad, Grigorenko. Sureau le habla de los expedientes vascos que se trae entre manos y su amigo le cuenta que, en los últimos meses, se han encontrado cadáveres de jóvenes en el barrio de Petit Bayonne, en París, sin duda “asesinados por los agentes de las redes antiguas de la policía franquista”. Pero no le hace mucho caso. Son apenas conjeturas. Su amigo es muy novelesco, dice Sureau, le chifla Simenon, lee con fruición las páginas de sucesos de todos los periódicos. Le gustan demasiado los complots y las explicaciones misteriosas, a su amigo, se dice para sí Sureau, en un intento por tranquilizarse la conciencia.

 

 

La culpa tiene poderes de los que el amor carece 

 

Entre los expedientes vascos había un caso muy particular: el de Javier Ibarrategui.

 

Nacido en Zestoa, Guipúzcoa, en 1940. Era un hombre reservado y recto que inspiraba confianza, aun así se había había alistado en ETA y había ocupado un cargo importante, lo cual no impidió que pasase a la acción directa: en 1968 había formado parte del comando que asesinó al comisario Melitón Manzanas, un conocido torturador franquista.

 

Después de una intensa persecución, Ibarrategui se había marchado en 1969 a Francia, donde obtuvo el estatuto de refugiado. Llevaba desde entonces viviendo humildemente, absteniéndose de toda actividad militante. Había trabajado de mecánico en Quimper y luego en una librería de París. Tras el asesinato de Carrero Blanco escribió un breve texto desaprobando el atentado. Este gesto fue mal visto tanto por sus antiguos compañeros como por algunas voces autorizadas de la extrema izquierda francesa. Se había vuelto otro, Ibarrategui. Dice Josep Ramoneda que es el conocimiento del mal lo que nos hace humanos, no la culpa. Y quizá fuese eso lo que le había pasado al antiguo militante de ETA, de quien Sureau nos dice que era como si, en los últimos años “algo en él se hubiese roto”.

 

La cuestión es que, debido a su largo silencio, parecía que todo el mundo se había olvidado de él.

 

Pero no.

 

 

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España, formalmente, se había convertido en una democracia tras la muerte de Franco.

 

Así, no cabía razón ya para mantener en territorio francés a los refugiados vascos. Ese era el argumento de la judicatura francesa. Además, el gobierno español había realizado promesas públicas de amnistía.

 

 

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Impresionaba la mirada de Ibarrategui, nos dice Sureau cuando se lo encuentra por primera –y única– vez en el tribunal, de una “severidad tranquila”. Su inmovilidad producía una “vibración particular”, nos confiesa. Tenía una voz baja y ronca de fumador, y hablaba en francés lentamente, con dignidad; y sin rastro de acento. Vestía un traje gris, viejo y raído, pero “lo llevaba con la elegancia de aquel a quien no le preocupan tales cosas”.

 

Dreyfus, el jefe de Sureau, no había hablado con él de este caso, así que Sureau tomó su silencio por aquiescencia, y se consoló pensando que ambos estaban de acuerdo en desestimar la demanda.

 

Era un mero trámite, se dijo.

 

Ibarrategui, después de escuchar la negativa de Sureau frente al tribunal, le dirigió entonces una larga mirada, “sin ira, ni irritación siquiera” y comenzó su parlamento dando las gracias a Francia. Acto seguido, celebró la caída del franquismo y guardó silencio. Con una voz más sorda, aseguró que “la policía paralela seguía activa, y que era muy posible que lo ejecutaran su volvía a España”. Confesó, sin embargo, que si le denegaban la petición de asilo volvería igualmente, que no quería vivir en Francia como clandestino.

 

Tras su discurso hubo un largo silencio.

 

Como colofón dijo Ibarrategui que “si llegaban a asesinarle, no deseaba que nadie sintiera responsabilidad de su muerte”. La judicatura al completo vio esto como un chantaje moral, lo que predispuso a todo el mundo en su contra.

 

 

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En el periódico Libération del 5 de septiembre de 1983 aparecía una noticia en un recuadro menudo que decía: “Asesinato en Pamplona”.

 

Y rezaba así:

 

“El militante vasco Javier Ibarrrategui fue asesinado ayer a mediodía, en la plaza San Nicolás de Pamplona, por dos personas que iban en moto. Recibió cuatro tiros de revólver y murió antes de la llegada de los servicios de socorro. Esta figura secundaria pero muy respetada del nacionalismo vasco había cesado toda actividad militante a partir de su exilio en Francia, en 1969. Su condena a la ejecución del delfín designado por Franco, el almirante Carrero Blanco, provocó violentas polémicas en los medios nacionalistas. Ibarrategui formaba parte de los vascos a los que la administración francesa, por orden de Valéry Giscard d’Estaing, había retirado el estatuto de refugiado, justificando esa decisión por el regreso de España a la democracia. En medios bien informados se atribuye la responsabilidad de este asesinato, así como de otros muchos parecidos, a los Grupos Antiterroristas de Liberación. Dichos grupos seguirían gozando de un importante apoyo en el seno del Ministerio del Interior español”.

 

 

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Sureau renuncia.

 

Solicita que le destinen a la administración pública. Nunca más volverá al Consejo de Estado.

 

Desde entonces han pasado más de treinta años y, dice Sureau, “el recuerdo de Ibarrategui no me ha dejado nunca tranquilo”. No ha pasado ni un día en el que no se acuerde de él. Le ha perseguido, como un fantasma. Pero no uno bretoniano, sino uno real de puro terrorífico.

 

La culpa, escribe François Sureau, “tiene poderes de los que el amor carece”.

 

Y se pregunta, asimismo, cada día, Sureau, si es que hubiese podido redactar algo distinto al dictamen que escribió. Si es que tuvo miedo de las consecuencias o no quiso arriesgarse a defender a Ibarrategui, si… si… si… porque la verdad es que no vaciló demasiado en su resolución. 

 

Le pareció un mero trámite.

 

No consiguió imaginar con certeza ese destino ineludible que le esperaba a Ibarrategui.

 

Imaginó poco, o apenas nada.

 

 

¿Confesión o falsa novela autobiográfica? 

 

Pero en esa nada ínfima, sin embargo, cabe la ficción. Y es que, como ha señalado Rogelio Blanco en su artículo aparecido en el número del 7 de noviembre de 2015 de ABC Cultural ¿Novela autobiográfica o falsedad?, Javier Ibarrategui jamás ha existido.

 

El personaje de Ibarrategui, sobre el que se sostiene la narración supuestamente verídica, testimonial, de El camino de difuntos, sucede que es inventado. Una pura quimera.

 

¿Qué pasa entonces cuando el pacto autobiográfico se resquebraja? ¿Qué pasa cuando el honor de la firma resulta mancillado y la honestidad del autor puesta en entredicho? 

 

Se justifica Sureau diciendo que su libro es “una construcción basada en hechos reales”. Pero Sureau es responsable de todo lo que enuncia el texto escrito, esto es, de su autenticidad. Dicho de otra manera: una cosa es que en la construcción de la subjetividad haya una cierta libertad y otra bien diferente es que una persona que se presenta como real –y sobre la cual pesa toda la fuerza emocional del relato– resulte ser una invención. ¿Puede ser una confesión inventada algo más –o menos– que una ficción?

 

 

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Es legítimo presentar una novela autobiográfica como inspirada en hechos reales. Cierto. Pero no una confesión. La confesión, en tanto que género literario, y siguiendo las formulaciones tradicionales de Philippe Lejeune, debe respetar cuatro reglas: la forma del lenguaje debe ser la prosa, el tema tratado ha de ser la vida individual (la historia de una personalidad), el narrador se ha de identificar con el personaje principal y el relato ha de emplear una perspectiva retrospectiva. Y lo más importante: debe estar sometido el texto a la prueba de la verificación, en virtud del pacto referencial (el texto no solo se justifica por su parecido verosímil con lo real, sino que debe ser imagen fidedigna de la realidad).

 

Dice Judyta Wachowska que “La confesión es revelación, reconocimiento, declaración o manifestación de ideas o sentimientos íntimos y privados, puede ser que por alguna razón antes ocultos, que pueden referirse a la fe religiosa pero no necesariamente, y que tienen que ver en su raíz con la acción de absolución, es decir con exculpa, descarga o reconocimiento de inocencia” .

 

La confesión se circunscribe así a un espacio temático homogéneo y, aun siendo cierto que  la autenticidad tiene que ver con el sentimiento (que recupera su auténtica realidad al ser vivido de nuevo en la escritura) y se entiende en tanto que “memoria de los afectos”, su valor central –y lo que la diferencia de la autobiografía– es su valor ejemplar, su testimonio de conversión, de evolución, de cambio intelectual o moral. A diferencia de la novela autobiográfica, la confesión exige un ser auténtico, verdadero y fidedigno que se confiesa

 

Decía Rosa Chacel que la importancia de las confesiones no reside en los hechos (y aquí podemos apostillar: en la veracidad de los hechos) y que aquel que se confiesa no reelabora porque “lo que confiesa está presente en él, opera en el presente de su ser”. También María Zambrano opinaba en este sentido al decir que quien confiesa se descubre y se hace transparente. Que la confesión no está justificada por la sinceridad, decía Zambrano, sino por el acto de ofrecerse íntegramente. Cierto, pero la confesión ha de perseguir un cambio que transforma y trasciende. Es, stricto sensu, la consecución de una verdad. Y resulta bastante paradigmático que Sureau quiera que su confesión badee los espacios del surrealismo, ese ámbito que refleja la crisis de la modernidad y que nos habla de un “yo exiliado”.

 

 

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Pero tratemos de aclararnos. Entonces, ¿qué es exactamente El camino de los difuntos?

 

La respuesta nos la puede dar Maurice Blanchot cuando asegura que “la verdad del origen no se confunde con la verdad de los hechos: al nivel en que esta verdad debe captarse y decirse, ella es lo que todavía no es verdadero, lo que, por lo menos, no ofrece garantía de conformidad con la firme realidad exterior. Nunca, pues, estaremos seguros de haber dicho esta clase de verdad; en cambio sí, seguros, de tener siempre que repetirla, pero de ningún modo acusados de falsedad si se nos ocurre expresar esta verdad alterándola e inventándola, porque es más real en lo irreal que en la apariencia de exactitud en que se petrifica perdiendo su claridad intrínseca”.

 

En resumidas cuentas: El camino de los difuntos es una falsa novela autobiográfica (esto es: contiene materiales inventados que se hacen pasar por reales) diseñada con la forma literaria de la confesión (y, así, revela una verdad íntima: un particular sentimiento de culpa). El camino de los difuntos nos exige un particular protocolo de lectura: debemos leerla en clave novelesca, aceptando que contiene una porción discutible de Verdad. Lo cual no obsta para afirmar que es una obra maestra. Sí, pero una obra maestra del género de la ficción, no encuadrable en los géneros de la autobiografía ni de la confesión.

 

Todo ello nos lleva necesariamente a casos como el de Enric Marco, antiguo presidente de la fundación Amical de Mathaussen, supuesto prisionero de los campos de exterminio nazis y quien se pasó más de tres décadas mintiendo públicamente sobre su condición de superviviente de los campos del horror cuando, en realidad, había estado precisamente trabajando como voluntario para los nazis en los años cuarenta, en virtud de un convenio entre Franco y Hitler. Su relato, sin embargo, resultaba de lo más convincente –y efectivo–, a tenor de su éxito y de sus innumerables charlas y conferencias. Y ello por la razón de que había estado allí. Conocía el terreno.

 

Al ser descubierta su impostura (que sería novelizada por Javier Cercas en su libro El Impostor) Marco confesó: “mentí porque me escuchaban más y así mi trabajo divulgativo era más eficaz”, y que “nadie puede decir si su sufrimiento era menor que el de los deportados”. Y aquí se halla la base epistemológica sobre la que se sostiene también la novela de Sureau: hay en los cimientos de su construcción novelesca una verdad incuestionable (Sureau también estuvo allí). La estrategia tanto de Enric Marco como de François Sureau es la de ampliar una verdad personal; así redireccionan un sentimiento oblicuo y lo centralizan: hacen de él una causa.

 

¿Es esto lo mismo que mentir?

 

 

La crisis de refugiados: un desafío para nuestros valores 

 

Hacía 26 años que el presidente de la República francesa y el canciller de Alemania no intervenían de forma conjunta ante el pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo. En aquella ocasión, en 1989, fueron Kohl y Mitterrand quienes comparecieron para reforzar la idea de Europa, tras la caída  del muro de Berlín. El pasado 7 de octubre de 2015, comparecieron Hollande y Merkel, para confrontar la falta de gobernanza económica, las retóricas populistas y, especialmente, para hacer frente a las grietas que en Europa se abren por el Este, debido a la crisis de los refugiados.

 

Así, declaraba François Hollande que “En 1989, soplaba un viento de libertad que derribaba muros y daba esperanza a las naciones. Kohl y Mitterrand presentaron, con el beneplácito de Delors, los pilares de solidaridad para acoger a esas personas que llamaban refugiados; toda Europa se construyó de esa manera”. 

 

“Necesitamos una solución real”, continuaba Merkel, “porque Europa no se puede abstener, no puede escapar a los acontecimientos mundiales”. Su solución pasa por lograr acuerdos de devolución y un reparto justo de los exiliados. Merkel dijo, asimismo, que hay dos tipos de refugiados: los económicos y los que huyen de las guerras. Y que a los primeros no los podemos recibir, que deben marcharse. Pero, entonces, ¿quién y cómo decide esto? Y lo más importante: ¿basándose en qué pruebas?

 

En los años ochenta, los refugiados políticos, como cuenta François Sureau, no traían consigo justificaciones por escrito –y menos aún firmadas y selladas– de sus penurias, de las calamidades sufridas, pues la única prueba de la amenaza es su cumplimiento. Esto es, la muerte.

 

Hoy tampoco portan consigo documentos que acrediten su situación desesperada; su vida es la única prueba de que la amenaza no ha sido –todavía– consumada. Su presencia en nuestras fronteras es por sí misma demostración y argumento sólido del riesgo al que se someten si es que no huyen de sus países de origen. Y es que tienen que salir, como quien dice, pitando de sus hogares, con lo puesto, bien porque temen ser asesinados en la guerra, bien porque tienen miedo de perder la vida por no disponer de alimentos con los que subsistir.

 

¿Quién  habrá de decidir, entonces, entre el igual destino funesto de dos tragedias humanas? ¿Cuál se ha de desestimar? ¿Cuál se ha de preferir?

 

Yo, si quieren saber mi opinión, creo que siempre hay sitio para los de detrás.

 

 

 

 

François Sureau, El camino de los difuntos, traducción de Laura Salas Rodríguez, Ed. Periférica, 2015, 48 págs.

 

 

 

 

J. S. de Montfort (Valencia, España, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo y es miembro de la AECI (Asociación Española de Críticos Literarios). En FronteraD ha publicado, entre otros, El claustro de la carne. ‘Saigón’, de Mercedes ÁlvarezEl viaje sin retorno. Una historia de emigración en el siglo XX bajo la mirada de John BergerSobre la poética de Luis Rodríguez: la subjetividad como interferencia. El hundimiento‘Yo soy Espartaco’: memorias de un rodaje difícil (y de una época convulsa). Este es su blog.

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