El castigo del Arropiero no fue la pena de muerte, ni la cadena perpetua, sino que su retrato nunca se terminase. Pocas veces los criminales han sido inmortalizados en un cuadro; ¡como si fuesen menos dignos de ser evocados en efigie y figura, que los banqueros, aristócratas o cardenales! El pintor encaprichado, quiso también castigar al asesino y eligió retratarlo sobre una tabla rocambolesca que había encontrado en un contenedor de escombros.
No era una tabla cualquiera, una suerte de patitas cortas y anchas la separaban del suelo raso. Traía además unas grandes babuchas plateadas -atornilladas a la tabla- con dos ganchos dentro, que debían haberla enlazado con el resto de una figura ausente. Aunque parecía atrezo de teatro, también tenía algo de sacristía cartujana. Si no la devolvió a la basura, fue porque presentía que la tabla de las babuchas mecánicas, se había cruzado con él por alguna causa.
Decidió crucificar al Arropiero a esa tabla de siniestro origen, sobre la huella de las antiguas calzas de las 1001 noches, y junto a los cuatro agujeros que perforó en la madera, cuando Faba decidió convertirla en prensa de encuadernación, pasando cuatro tornillos sin fin a través de ella. El Arropiero sería pintado sobre el asiento de un garrote vil muy, muy usado; y en lugar de óleo, el autor decidió pintarlo con esmalte de uñas, para que echaran chispas su virilidad criminal, con su perturbación invertida.
Se puso Faba manos a la obra, y por poco se asfixia con los vapores de los pintauñas. Como no estaba dispuesto a pintarlo con mascarilla, finalmente lo dibujó al vacío con lápices de pastel blanco. Su silueta leonardesca emanaba del óvalo de luz del fondo. El Arropiero está clavado a una cruz catódica, y su cuerpo es sólo madera maldita y vieja.
Aunque la verdadera condena estaba aún por llegar. La esbelta figura del mozo onubense que vendía arrope por las ferias, salió paticorta en el primer boceto. Había que borrarla, cosa bien sencilla, porque hasta entonces sólo era tiza. La pereza que le dio al pintor borrar su obra para volver a iniciarla, hizo que el Arropiero no se acabase nunca. Sin embargo, eso no le exime de estar colgado en la pared, y de ir autodestruyéndose día a día, como un caballo de barro bajo la lluvia. El aire, el viento, el polvo, los estornudos, los escáneres y las aspiradoras, lo van dejando cada vez más ala de mosca, a punto de desvanescerse y desaparecer para siempre.