Las catástrofes, hasta que ocurren, nos parecen imposibles. Dice el lenguaje común: “¿Cómo es posible que tal cosa ocurra?” Sin embargo, de repente ocurre lo imposible. Pero si ocurre, ¡es que era posible! Esa contradicción en la que vivimos dificulta la reflexión acerca de la prevención. ¿Cómo vamos a prevenir algo que nos parece que no puede ocurrir? Y si el futuro es impredecible, ¿cómo vamos a prepararnos contra una amenaza desconocida?
El arte nos ofrece una posible solución a ese enigma. El artista, al traer al mundo su obra, crea, en un mismo ejercicio, algo real, y su posibilidad. Pero, hasta su creación, esa obra no era posible, y sólo lo deviene de forma retrospectiva: Que haya sido posible sólo se verifica cuando existe: hasta hoy no era posible, pero a partir de mañana siempre habrá sido posible.
El tiempo de las catástrofes es invertido, en el sentido de que lo que ocurrirá en el futuro se verá insertado en el pasado como una traza, un signo anunciador de lo que tenía que pasar pero no era posible. Esto apela a una nueva metafísica, que retuerce el causalismo tradicional, donde las acciones presentes determinan el futuro. El problema de la metafísica tradicional es que si por la prevención se consigue evitar que la catástrofe se produzca, se la mantiene en el dominio de lo imposible donde el sentido común la colocaba desde el principio, y hace que las acciones de prevención aparezcan retrospectivamente cómo innecesarias y baldías. Esa sospecha de la inutilidad y no procedencia de la prevención, alimentada por la percepción de imposibilidad de la catástrofe, es la mayor dificultad con que se encuentra la implementación de una estrategia eficaz de prevención. Acabamos de vivir un extraordinario ejemplo.
Las amenazas que se ciernen sobre la humanidad, bien sean el producto de la propia actividad humana y de su impacto sobre el medio ambiente, o directamente como consecuencia de un ataque violento contra la población, en el caso de atentados terroristas, se suelen calificar como “riesgos”: riesgo de accidente nuclear, de tsunami, de atentado, de alerta sanitaria, etc.
Sin embargo, los afectados por estos “accidentes” no tienen conciencia de haber asumido ningún riesgo. Los consumidores de aceite de colza no eran conscientes de que ponían su vida en peligro. No se les ofreció ningún seguro para premunirles de esta circunstancia. En cambio, todos ellos tenían la casa asegurada contra incendios.
La sensación de injusticia vivida por las víctimas da lugar a la búsqueda de responsables, por su mala gestión, su imprevisión, o incluso por su prevaricación. Además, se añade la fatalidad al conjunto de explicaciones de lo sucedido.
La búsqueda de responsabilidades se acompaña de un ejercicio de reflexión colectiva, liderada por grupos de expertos, para determinar qué políticas se deben de elaborar y aplicar para mitigar estos “riesgos”. Este ejercicio se desarrolla bajo la doble premisa de que, por un lado, una aproximación racional y científica es la vía correcta para construir una estrategia eficaz, y por otro lado, que solo con la participación activa de la sociedad se logrará el consenso necesario para asegurar una implementación efectiva de las medidas de prevención.
Sin embargo, estas premisas adolecen de algunos fallos estructurales. La primera asume que la ciencia es la respuesta, a pesar de que los científicos son demasiado propensos a discrepar, y que, sobre todo en materia medio-ambiental, por ejemplo, la predicción de calentamiento global se mueve entre extremos que van desde un ajuste asumible por la economía mundial, hasta un cataclismo irreversible. Las verdades científicas devienen opiniones, con sus defensores y detractores, como en un debate ideológico. Más grave aún, es la asunción de que los propios medios tecnológicos de la civilización industrial, origen de los males presentes y quizás futuros, deban ser parte de la solución, después de haber provocado el problema.
La segunda premisa, por su parte, hace hincapié en erigir la deliberación “democrática” en el dispositivo capaz de producir de forma casi automática, o por su naturaleza intrínseca, un consenso eficaz. La racionalidad de las decisiones vendría garantizada por el procedimiento deliberativo. Esto implica que no se plantee ningún a priori, en forma de criterios preestablecidos, sobre lo que es bueno y lo que es malo. Se obvia cualquier reflexión ética que pudiera establecer una normativa, una racionalidad substancial acerca de cuestiones tan graves para el futuro de la humanidad. Tenemos ejemplos nuevos con la inteligencia artificial, la robótica y la manipulación genética.
Aquí se plantea la cuestión de qué racionalidad queremos para nosotros, humanos y responsables de nuestro mundo. La racionalidad económica, imperante actualmente, tiende a privilegiar lo que define como el bien común, al coste de tolerar, permitir, y al final propiciar los “sacrificios” de detalle. La lógica económica en su esencia es sacrificial, y se opone a la lógica tradicional, la de la religión y la de Kant, y de sentido común, que rechaza la primacía del resultado. Caifás, se hace el intérprete de esa doctrina consequencialista cuando afirma: “No entendéis nada: no veis que más vale que muera un hombre para el pueblo, para que no perezca la nación entera” (Juan, 11, 49-50). En contraste con ello, dicen los Evangelios: “ ¿Qué hombre con cien ovejas, si pierde una, no dejará las noventa y nueve en el desierto, hasta encontrar la perdida? (Lucas, 15,4). Esta elección es claramente anti-económica. Otro ejemplo lo encontramos en la película de Steven Spielberg “Salvar al soldado Ryan”, donde la misión de rescatar a un solo hombre, sacrificando la vida de otros diez ó más, se revela como la única capaz de dar un sentido al combate.
¿Qué relación tienen estas consideraciones con nuestro problema de la catástrofe? Encontramos el vínculo en la lógica económica consequencialista: al admitir la inevitabilidad de los sacrificios, y de sus víctimas, los marginados, los excluidos, los pobres modernos, los miembros de la sociedad en su conjunto se impregnan de un temor difuso a caer en este colectivo, a pesar de los recursos dedicados a aliviar su carga. Este mal “necesario” ya no se justifica por un destino superior, y se queda sin sentido para los que lo padecen y los que lo temen. Ante esto, se expande una sensación de inseguridad difusa, que se cristaliza y se focaliza en los peligros percibidos como exteriores. En un tiempo en que la seguridad de las poblaciones nunca fue tan grande ni tan vigilada y preservada, nunca fue tan extendido el sentimiento de una amenaza global, fuese el peligro nuclear o la inminencia de desastres naturales.
Algunos, a falta de explicaciones, y constatando la aparente impotencia del hombre para evitar los males, abandonan la esperanza de poder dominarlos con la fuerza del actuar humano, y recurren a la fatalidad para explicarlos. Sin embargo, la fatalidad que nos amenaza ya no es la consecuencia de la cólera de la naturaleza, o de la maldad humana desatada, sino que proviene del mismo exceso de poder del hombre al cual se apela para protegernos. Somos víctimas de nuestra impotencia en dominar nuestro propio poder. Como dijo el filósofo Ivan Illich, el sueño industrial ha creado el monstruo material, donde las consecuencias de las actuaciones “pacíficas” son tan dañinas en los ámbitos físicos, sociales y psicológicos como las guerras. Los mitos, ausentes, ya no sirven como quitamiedos al vaciar el sentido y no ofrecer un límite al Hybris humano.
El recurso a la fatalidad como “ultima ratio” de los desastres naturales y otros, se ve reforzado por el fenómeno de la formación de consensos, o de “tendencias” (trending topics”) en las redes sociales. Este consenso, producto de la imitación acrítica, se consolida como una verdad que se impone a la masa, cuando en realidad es la masa la que la produjo por acumulación de adhesiones a una tesis sin contrastar.
En este sentido, la expectativa de posibles catástrofes se tribuye a un destino incontrolable, en lugar de advertir que nuestras acciones de hoy sí pueden influir en el curso de los acontecimientos. Esto imparte a la perspectiva de la catástrofe el carácter de ineluctable, como sí lo que está escrito tenía que pasar, independientemente de nuestra anticipación. De allí se llega a renunciar a cualquier iniciativa dirigida a influir sobre el curso de los acontecimientos.
A ese sentimiento de inevitabilidad, se une y lo refuerza la sencilla negativa a considerar que “lo peor puede pasar”. Los profetas de desgracias no son bien recibidos, y si, gracias a sus advertencias, se consigue mitigar el peligro, haciendo que no se verifiquen estas profecías, se exponen a ser acusados de catastrofismo, precisamente por haber vaticinado un desastre que no ocurrió.
Las medidas de prevención aplicadas ahora, dentro de la política del “príncipe de precaución”, adolecen de una visión demasiado estadística de los posibles riesgos. Bajo el principio de que las acciones preventivas se articulan en función de la probabilidad de ocurrencia, se dejan en un limbo de incertidumbre los acontecimientos más dramáticos, renunciando a arbitrar escenarios de prevención, precisamente por lo abrumador que representan los posibles riesgos catastróficos, y por la baja probabilidad que se les atribuye.
Eso explica porqué se abandonaron programas de planificación de respuesta a pandemias como la última, cuando se estimó que las urgencias presupuestarias del momento, después de la crisis del 2008, tenían prioridad sobre estos otros riesgos más hipotéticos y por eso percibidos como alejados en el tiempo.
Otra metafísica, negando el carácter de inevitabilidad del futuro, postularía que lo correcto no es habilitar acciones de prevención diseñadas en función de los escenarios más probables que integren situaciones dañinas para la civilización, sino precisamente fijando como ineluctables las catástrofes menos probables. Sería esta conciencia de la inevitabilidad de la desgracia la que proporcionaría la voluntad necesaria para instrumentar mecanismos de prevención eficaz. Ese “catastrofismo tranquilo” podría actuar como revulsivo, pero con la idea de que nada malo tendría que ocurrir mañana, sin embargo, como sí ocurrirá un día, hay necesidad pero también tiempo pata actuar. Se evitarían de este modo por parte de los decidores reacciones de pánico, o por lo menos emocionales, que son contraproducentes.
Esta nueva metafísica de la catástrofe consiste en atribuir al futuro la capacidad de influir sobre el presente, mediante la representación que se hace del devenir improbable y sin embargo necesario. Es cuando la catástrofe habrá ocurrido, se habrá vuelto posible, y se descubrirá que habrá sido siempre necesaria. El ejercicio consiste en proyectarse en ese futuro improbable pero necesario, haciendo que se inserte en el presente. Porque la realidad, a medida en que se crea, va insertando en el pasado lo imposible (lo que no ha pasado), pero deja la puerta abierta a todo lo posible todavía sin ocurrir.
La conclusión de estas digresiones filosóficas es que, ante la eventualidad de acontecimientos apocalípticos, es razonable dar más credibilidad al prospecto de desgracia, por improbable que parezca, que a la previsión más “probable” de desarrollo inocuo.
La crítica a esta actitud es que consiste en una heurística del medio, que nos conduce, por su carga emocional, a sobre-reaccionar y habilitar políticas más costosas y en última instancia más dañinas que el daño que pretenden evitar.
Pero ese miedo no es físico, sino conceptual. Se trata de hacer “como si” creíamos que lo peor va a ocurrir, para provocar el estado de ánimo necesario para actuar, pero dentro de la racionalidad.