Con un cierto dolorcito en el alma abandonamos la casa de Luis y Natividad y montamos en el planchón, como llaman los lugareños a la barcaza que nos llevará al otro lado del embalse de la Salvajina. Son unas tres horas de travesía sobre el lago, de una belleza eterna. Vemos cómo rápidamente cambia la fisonomía y la atmósfera: dejamos un resguardo indígena, ubicado en el municipio de Morales, para pasar a Suárez, donde la población negra es amplia mayoría. El crisol de razas que es Colombia se manifiesta con la misma plenitud que su exuberancia natural.
El planchón nos deja en la orilla y para llegar al pueblo viajamos en chiva, una especie autobús popular. Son las cinco de la tarde y el pueblo está muy animado: aquí, nos cuentan, hay buena fiesta los sábados, domingos y –curiosamente– los lunes. Eso sí: a eso de las nueve el pueblo comienza a dormir.
Estamos en el departamento del Cauca, al suroccidente del país, una región conocida por la tradición y fortaleza de la resistencia indígena; famosa, también, por la complejidad del conflicto que aquí se vive, entretejido por la violencia cruzada de los distintos actores armados: militares, paramilitares y guerrilleros.
Robinson, nuestro guía en el resguardo indígena de Honduras, nos había tranquilizado: esto no es lo que cuentan por ahí. No hay peligro, y menos si vamos con él. Lo cierto es que en el resguardo no presentimos peligro alguno, aunque no lo parecía cuando, en el trayecto en minibús de Popayán hacia Morales, el municipio al que pertenece el resguardo, nos cruzamos con varios retenes militares. En uno de ellos, hicieron bajarse a los hombres y los soldados, armados con tremendos rifles –a eso no me acostumbro–, subieron al vehículo y registraron algunos bolsos. Fueron muy educados; no así los militares que, en la plaza del pueblo de Morales, reclamaron ante Jheisson por tomar fotos. Nos las borraron, y es una pena, porque la escena merecía ser contada: sábado al mediodía, la plaza atestada de gente bajo un sol de justicia. Decenas de personas sentadas escuchaban a un pastor evangélico que pregonaba con micrófono mientras, junto a él, varios militares captaban nuevos soldados, bajo el lema: “En Colombia los héroes sí existen”…
A lo largo y ancho del país, los colombianos se acostumbraron a ver soldados armados con rifles por todas partes. Es en Suárez donde veo por primera vez, en el cuartel de la policía, las trincheras. ¿Una comisaría con trincheras? Mi compañero de viaje puntualiza: es por si la guerrilla se toma el pueblo. Ahora, con las FARC debilitadas y un proceso de negociación en ciernes, las cosas han cambiado un tanto; pero ahí siguen las trincheras. Y un poco más adelante, de regreso a Cali, en Timbá, tras las trincheras hay ya soldados con sus fusiles a punto.
Tras más de medio siglo de conflicto armado, los colombianos han naturalizado la violencia y las armas como parte de su paisaje. Pero, tras esa calma aparente, hay muchas heridas abiertas…
* El vídeo es de Jheisson A. López. La música que escogió, de Héctor Lavoe, es la banda sonora que nos acompañó en aquel inolvidable viaje en chiva.