Cuando le preguntaron al jesuita italiano Gabriele Gionti, especialista en cosmología y gravedad cuántica, que se pasa muchas horas observando el cielo a través de catalejos bendecidos por el Observatorio Astronómico del Vaticano, si en sus pesquisas a través de la hermosísima y silenciosa galaxia había encontrado a Dios, dijo que no. Entrevistado por Carmen Azaustre, doctora en Filología Hispánica y directora de la cátedra Josefa Segovia en la Universidad de la Mística, confesó Gionti: “No he visto a Dios en el telescopio, pero puedo tener experiencia de Dios en la investigación científica. Porque puede ser como una experiencia mística, requiere mucha concentración, requiere intuición, inventiva, que sea de calidad… puede ser muy cercano a la mística”.
La poeta polaca Wislawa Szymborska tenía un cerebro capaz de domar relámpagos. Mediante el humor, la paradoja y la metáfora, nos ayudaba a poner en solfa la realidad, su genética doblez, a dudar de la percepción y a ponerle bridas y motores auxiliares a los sentidos. Dentro de su libro Hasta aquí hay un poema titulado ‘Reciprocidad’ (traducido por Abel Murcia y Gerardo Beltrán: sin traducción estaríamos perdidos, y más ante un idioma del que carecemos de salvavidas lingüísticos, lazos biográficos, afectivos, sexuales…), que reza (todo verdadero poema es una oración) así:
“Hay catálogos de catálogos.
Hay poemas sobre poemas.
Hay obras sobre actores representadas por actores.
Cartas motivadas por cartas.
Palabras que sirven para explicar palabras.
Cerebros ocupados en estudiar el cerebro.
Hay tristezas contagiosas al igual que la risa.
Hay papeles que provienen de legajos de papeles.
Miradas vistas.
Casos declinados por caso.
Grandes ríos con gran participación de otros pequeños.
Bosques hasta sus bordes desbordados de bosque.
Máquinas destinadas a construir máquinas.
Sueños que de repente nos arrancan del sueño.
Salud necesaria para recuperar la salud.
Escaleras tan hacia abajo como hacia arriba.
Gafas para buscar gafas.
Inspiración y espiración de la respiración.
Y ojalá de vez en cuando
odio al odio.
Porque a fin de cuentas
lo que hay es ignorancia de la ignorancia
y manos ocupadas en lavarse las manos”.
Abro al azar el libro Las ideas fundamentales del universo, de Sean Carroll, y me doy cuenta de que, pese a mi fe en el azar, y en mi inteligencia, no entiendo nada. Este libro es una cura de humildad. Vuelvo a abrirlo y me paro en el índice, que es una forma de ordenar el cerebro del libro, y me dejo seducir por el capítulo titulado ‘Espacio-tiempo’. Copio del segundo párrafo:
“Una de las razones principales por las que la relatividad tiene fama de ser de difícil comprensión es que todas nuestras intuiciones nos habitúan a pensar en el espacio y el tiempo como cosas separadas. La experiencia que tenemos de los objetos es que estos poseen una extensión en el ‘espacio’, lo cual se nos antoja un hecho bastante objetivo. En última instancia, esta concepción nos basta porque por lo general viajamos a través del espacio y a velocidades ampliamente inferiores a la luz, de modo que la física pre-relativista funciona bastante bien”.
Podría seguir leyendo, seguir copiando, seguir pensando, antes de permitir que el cerebro saltarín, que se aburre se distrae se enreda se cansa se excita con tanta facilidad, se dé cuenta de que el esfuerzo que le supone tratar de entender no le compense. ¿No le compense? ¿Qué clase de argumento es ese? ¿Ya se ha metido de tapadillo la Escuela de Chicago, los contables del Banco Mundial a los que no quiso escuchar Abderrahmane Sissako cuando proyectaron su película Bamako, que es una especie de juicio al Banco por antonomasia montado en el patio de la casa de su padre? Decidió que le parecía bien que la vieran, pero no tener que hablar con los economistas, no tener que persuadirles con palabras, quizá porque sabe que es mucho más elocuente con el cine, que es su medio natural de expresión, o por superioridad moral. O porque así no correría el riesgo de que la hipotética lógica aplastante de los empleados del Banco Mundial pudiera resquebrajar sus convicciones, y le obligara a revisarlas. Aunque esta es una hipótesis que me he sacado de la manga. Podía habérselo preguntado a Sissako el domingo, 30 de abril, en el restaurante de Mahón donde cenamos. Pero no lo hice.
Pasó por Madrid hace poco el neurocientífico Anil Seth, pero a pesar de que los de la editorial Sexto Piso me ofrecieron entrevistarle, no conseguí que su cronograma y el mío coincidieran, y además no había tenido tiempo ni iba a tenerlo de leer La creación del yo, que lleva como subtítulo Una nueva ciencia de la conciencia, y no tiene el menor sentido entrevistar a alguien que acaba de publicar un libro sin haberlo leído de pe a pa, y sin haber intentado leer los libros anteriores, si es que hubo libros anteriores, para comparar, para sacar conclusiones, o no sacarlas en absoluto, para poner en un brete al entrevistado. Quien sí le entrevistó fue Daniel Mediavilla en El País. La entrevista se publicó el 28 de abril. El título era tan bueno que no podías dejar de leer el resto. Rezaba (los textos de los periódicos, formados por oraciones con sentido, o al menos eso se pretende siempre cuando se es cuidadoso, también son una forma de oración. Porque buscar el sentido es una apelación a una inteligencia compartida, a un lenguaje con el que podamos entendernos. Y eso a pesar de que, como recuerdo que dijo la poeta Olvido García Valdés en la presentación de un libro de la también poeta Eli Tolaretxipi, es tan difícil comunicarse, siguiendo una intuición de Marshall McLuhan, el autor de una frase feliz (“el medio es el mensaje”, tan polisémica), y pido perdón por la autocita, porque está extraída de un post publicado en esta revista el 2 de abril de 2014: La comunicación es la cosa más rara del mundo:
“Olvido García Valdés capta nuestra atención y nos invita a seguir leyendo. Ella no viene del circo, ni mucho menos, y sin embargo cuando lee lo que tenía previsto hace que miremos al cielo, a la noche que no se ve (ni siquiera la pajarita de papel, aunque estoy seguro de que ella podría si quisiera), o a Pinito del Oro, una Pinito del Oro de la lucidez encarnada aquella noche (busco en otro cuaderno, esta vez rojo, pero tampoco encuentro las palabras que había escrito a lápiz) en Marshall McLuhan (en conversación con Gerald E. Stearn): ‘Las comunicaciones, en el sentido convencional del término, son siempre difíciles. Los hombres prefieren armonizar fumando o bebiendo juntos. Se logra mayor comunicación de esa manera que mediante cualquier contacto verbal. Podemos compartir el ambiente, el tiempo y toda suerte de factores culturales, pero nuestra comunicación es siempre inadecuada y rara vez comprendida. Quejarse de la falta de comunicación es un tanto ingenuo, ya que ella es muy infrecuente en los asuntos humanos’”).
Ah, te empeñas en perder el hilo dentro de un paréntesis y el cerebro se queda a dos velas buscando en la lógica de las palabras, que es la lógica superior de la sintaxis machiembrada con la gramática (¿sintaxis y gramática podrían formar una pareja de gemelos forajidos como el tiempo y el espacio, o eso sería como mezclar merinas con feldespato?). Así no hay forma de avanzar. La lógica recula. La razón se rinde.
Es cierto que todo tiene que ver con la escritura de un artículo que yo quería que pusiera en el disparadero al propio cerebro, que fuera un juego y al mismo tiempo un artículo digno de ser publicado en una revista que, aunque juega, es tan seria como querían Nietzsche de los niños e Ian McEwan (cuando me leía todo lo que publicaba en cuanto se traducía). El novelista incluyó esa cita del filósofo dinamitero al comienzo de su novela Niños en el tiempo, si no recuerdo mal: “No hay mayor seriedad que la del niño cuando juega”.
¿Qué es recordar mal? ¿Qué es en realidad recordar? ¿Qué es la realidad?
¿Está a la altura este artículo que quería hablar del cerebro? ¿Cuando el director es el editor los peligros de que se produzca un cortocircuito se multiplican?
Recuperemos el sosiego. Volvamos a la entrevista con Anil Seth, neurocientífico nacido en Oxford, Reino Unido, hace medio siglo. El título era: “La consciencia no viene dada por un ser divino, es parte de la naturaleza”. He ahí una invitación para reunir bajo un mismo techo, ante una misma mesa, a Anil Seth y a Gabriele Gionti. Esa es una conversación que me gustaría escuchar. ¿Y si la propiciáramos? Dice en la entrevista de marras (hay expresiones que encienden luces en el salpicadero) que “la noción del alma quizá ya no es útil. Poco a poco, esta idea de que la consciencia es algo misterioso y diferente que no encaja en la idea de un universo hecho de átomos y quarks, de neuronas, hueso y carne puede desaparecer. Para mí ya lo está haciendo, pero aún no se ha ido del todo porque no tenemos aún completa la respuesta alternativa. El progreso en ciencia a veces se produce cuando cambian las preguntas que hacemos, no por responder a las que habíamos hecho”.
¡Qué idea tan seductora para la ciencia, pero sin duda para el periodismo! Debíamos haber empezado a cambiar las preguntas hace mucho tiempo. No solo las que nos hacemos, sino las que les hacemos a los políticos, a los filósofos, a los científicos, a los teólogos, a los economistas, y al resto de los mortales.
Tengo el periódico tan subrayado (sigo leyendo prácticamente todo, salvo esta revista, que en realidad quisimos que fuera de papel y digital, en papel. Pero fracasamos. Aunque hemos publicado por cierto tres preciosas antolojías en papel precioso, pero han sido un completo fracaso comercial) que valdría la pena copiar la entrevista entera. Pero voy a seguir transcribiendo. Cuando lees en papel prestas otro tipo de atención. Es probable que algún sector específico del cerebro se ilumine como una pista de aterrizaje para un avión que llega con problemas. Cuando subrayas te creas la ilusión de que lo que lees (como cuando preparabas un examen) se va a quedar más tiempo contigo. Y si además lo copias (como cuando hacíamos chuletas para copiar en el examen, y ese ejercicio de hacer la chuleta con caligrafía microscópica era en sí mismo un gran esfuerzo de síntesis, de concentración, una de las más útiles formas de estudio, con el placer aplazado de saber que si eras hábil podrías tener la satisfacción de extraer la chuleta y bien copiar sin que el cerbero [esta no es un errata, ni un cúmulo de erratas] del profesor se coscara), vuelvo a creer (la sintaxis, decía Paul Valéry, es una facultad del alma: y cuando el plumilla da estos saltos y levanta estos paréntesis y estos corchetes aberrantes dentro de un par de paréntesis, está saboteando vilmente la belleza de la sintaxis, la claridad del pensamiento)… que cuando copias un texto que te gusta ese texto puede acabar formando parte de ti.
A la pregunta que la hace Mediavilla de si puede pasar con la ciencia de la consciencia lo que le pasó a la ciencia respondiendo a preguntas sobre el universo material, responde Seth (que tiene apellido de fundador de una tribu de Israel): “Ese quizá no sea el trabajo de la ciencia, pero es parte de la responsabilidad de los científicos comprenderlo. Algunos grandes misterios para la ciencia también tienen una vis existencial. El descubrimiento de la inmensidad del universo es desafiante desde el punto de vista existencial [palabras para Gionti, el astrónomo/teólogo, una combinación divina]. Cuando resulta que no estamos en el centro del universo, sino entre millones de estrellas, puedes asustarte o puede darte fuerza. De alguna manera, comprender que la vida es un fenómeno natural y que hay una continuidad con otros animales puede darnos una sensación de conexión con la naturaleza o parecernos una amenaza porque ya no somos especiales. Para mí, ahí está la diferencia. Somos especiales, tenemos cultura, ciencia, civilización, pero también somos parte de la naturaleza. Entender que la consciencia no es algo dado por un ser sobrenatural que nos aparta del resto de la naturaleza, sino que es parte de la naturaleza, es existencialmente tranquilizador”.
Me gusta mucho la última pregunta, pero sobre todo la respuesta. Y no sólo porque me pone en contacto con Albert Camus, sino con la idea de sufrimiento, a la que mis compañeros de generación, y sobre todo las generaciones posteriores, descartan de plano como reminiscencias judeo-cristianas. No acabo de estar del todo de acuerdo, aunque no sé muy bien por qué (y hago ahora aquí una nota mental, como si fuera una nota a pie de página, o un hipertexto, para que no se me olvide del todo antes de poner fin a este descarrilamiento controlado: Viktor Frankl y Antoine de Saint-Exupéry).
—Pese a que valoramos tanto la consciencia y el yo, se han creado un montón de sustancias para escapar de ellos. ¿Por qué?
—Podría ser porque no evolucionamos para ser felices. La evolución ha moldeado nuestros cerebros para sobrevivir en entornos que eran muy diferentes de los que ocupamos ahora. Hay mucho sufrimiento, de muchos tipos en muchos lugares. Puede ser racional evitar el dolor, pero en último término no lo es porque no funciona a largo plazo. Pero el deseo de alterar nuestros estados conscientes es, creo, racional.
Leyendo estas palabras de Anil Seth me vino a la cabeza lo que Frankl dijo del sufrimiento tras pasar por los campos nazis. Dijo el autor de uno de los libros más valiosos del siglo XX, El hombre en busca de sentido, que no podemos elegir nuestras desgracias, pero sí nuestras respuestas. Y sobre eso acaso quien más y mejor ha escrito, aunque ella exige una mente clara y muchísima atención y perseverancia para entenderla en todas sus dimensiones, es la pensadora francesa Simone Weil.
Abro al azar el preciso volumen azul de La creación del yo, de Anil Seth (esta vez no haré trampas) y leo:
“El neurocientífico David Eagleman [¿el hombre águila?] se propuso testar la intuición común de que el tiempo subjetivo se vuelve más lento en momentos de mayor dramatismo, como los instantes previos a un accidente de tráfico. Su argumento era que esta ralentización subjetiva podía deberse a la existencia de un reloj interno que, en esos momentos, se acelera: cuantos más tictacs de dicho reloj durante un período temporal dado, más larga sería la duración percibida de ese período. Esto desembocaría, a su vez, en una ‘aceleración’ del ritmo de percepción, ya que un reloj que corre más rápido implica una ampliación de la capacidad para percibir duraciones cortas”.
Por cierto, hablando del tiempo y del tictac universal que atañe a todos los relojes y a todos los calendarios, ahora que ya he dejado de creer como creí hasta que cumplí los veinte años (más o menos), me cuesta entender que un mundo tan articulado y organizado bajo principios científicos y la preponderancia normativa de la razón se rija por un calendario fijado a partir de la muerte de un ser que era Dios y que se hizo hombre y fue crucificado por nosotros. Una formidable superstición que ha dado lugar a extraordinarias e inmortales obras artísticas, es cierto, pero que parten de una hipótesis que ningún telescopio ni microscopio han conseguido demostrar. Es una cuestión de fe. ¿Cómo es posible que casi todas las contabilidades del mundo [sé que el universo musulmán dispone de su propio calendario, pero en lo que concierne a la mayoría, las fechas de los periódicos, las edades del hombre, las transacciones financieras…] se rijan bajo ese año cero, antes de Cristo y después de Cristo? Un hecho que me sigue llamando poderosamente la atención.
Cuando vi los dibujos de las “células de la capa de corpúsculos polimorfos gigantes de la región olfativa del hipocampo”, de Santiago Ramón y Cajal, pensé en retículas, raíces tupidas, telas de araña, sistemas complejos, grietas, sensores, una suerte de jardín subterráneo, cuya belleza se multiplica y abre afluentes y derivadas con las letras mayúsculas (una A en el centro, una B en la periferia derecha), y en que esa plasmación gráfica de lo que el gran científico, dibujante y fotógrafo había hecho de lo que veía a través del microscopio era un gran mapa de carreteras del futuro. Fue Carla Fibla la que primero me dijo que debía viajar a Barcelona para no perderme la gran exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Pero la muestra, Cerebro(s), acabó viajando a la cuarta planta de la Fundación Telefónica, incrustada, como un cerebro, en el emblemático edificio de la Gran Vía madrileña, y me di cuenta de que ya no tenía ninguna excusa. Esta es una de esas exposiciones existenciales, uno de esos espejos que nos van a acompañar el resto de nuestra vida. Por eso hemos abierto esta ventana aquí, y no dejamos de recomendar a amigos y conocidos que no se la pierdan, y que lean las páginas preciosas de un catálogo donde se recuerda que nuestro cerebro es todavía “el gran misterio que define a la humanidad”, como escribe Núria Martín Martínez. O, como señala por su parte la directora del CCCB, Judit Carrera, que el cerebro es “el órgano del que nacen los rasgos que acostumbran a definir la naturaleza humana: el lenguaje, la memoria, el pensamiento simbólico, la conciencia o la creatividad”, antes de lanzar una pregunta desafiante: ¿Existe la realidad? La neurocientífica Susana Martínez-Conde, que también nos acompaña en este número, me dijo cuando la entrevisté: “Sería imposible probar que todo lo que somos no es una simulación de ordenador”.
Abro otro libro que mi conciencia espera con ansiedad, El nacimiento imperfecto de las cosas. La gran búsqueda de la partícula de Dios y la nueva física que cambiará el mundo, de Guido Tonelli, que seguro que conoce a Gabriele Gionti, y si no es así espero propiciar que se conozcan, y leo:
“Es algo que les explico a mis alumnos desde el primer día de clase. Trato de derribar las pocas certezas que tienen. Todo lo que explica la física moderna y que podemos comprender gracias a ella no es más que una minúscula parte de la realidad. La materia, toda la materia, los cruasanes de crema y el mar, los árboles y las estrellas, todas las galaxias y el gas interestelar, los agujeros negros y el fondo fósil de radiación cósmica, en suma, todo aquello que hemos podido conjeturar u observar directamente gracias a los telescopios más potentes y a los instrumentos científicos más modernos no es más que el 5 por ciento del total del universo. El 95 por ciento restante nos es totalmente desconocido”.
Uno de los más hermosos libros de Antoine de Saint-Exupéry se titula Vuelo nocturno. Sé que tengo que volver a subirme a ese avión. Pero cuando pienso en lo que buscan los científicos con los microscopios y los telescopios, tratar de responder a todas las preguntas pendientes sobre el universo y el cerebro, la explicación de todo, me quedo pensando en: El sentido último del espacio y el tiempo. Nuestra razón de ser. El sentido último. Si lo hubiere. Igual la respuesta acaba siendo desconcertante porque hemos planteado mal las preguntas. Y sin embargo, en El principito, ese libro tan engañoso, y por eso tan prodigioso, ya nos dijo Exupéry que “lo esencial [¿la verdad?] es invisible a los ojos”.
Lo único que tenía claro cuando tomamos la decisión de dedicar un número de fronterad al cerebro (una forma de devolver al CCCB su inteligencia emocional, y a la Fundación Telefónica su generosidad de antaño, que no correspondimos como debiéramos) era que debía estar presente Emily Dickinson a través de uno de sus poemas más hermosos:
“El cerebro – es más amplio que el cielo –
colócalos juntos–
contendrá uno al otro
holgadamente – y tú – también
el cerebro es más hondo que el mar –
retenlos – azul contra azul –
absorberá el uno al otro –
como la esponja – al balde –
el cerebro es el mismo peso de Dios –
pésalos libra por libra –
se diferenciarán – si se pueden diferenciar –
como la sílaba del sonido –”.
Con ella termino, porque lo que hace Emily Dickinson es abrir una puerta en una casa de campo solitaria, con poca contaminación lumínica y el gran silencio nupcial del bosque, y asomarnos a la noche con nuestros sentidos, con los que percibimos y proporcionamos valiosa, pero incompleta, imperfecta, a veces equívoca información al cerebro, y nos ponemos a pensar. Yo creo que la poesía va a seguir teniendo mucho que decirnos, a pesar de los avances que los astrónomos completando el gran mapa del universo y los neurocientíficos completando el gran mapa del cerebro nos proporcionan para nuestro incesante asombro. De niños que juegan seriamente con el tiempo en el espacio.