La calle y el miedo
“Yo vi entre cien y ciento cincuenta policías motorizados que se dirigían temprano a Petare, antes de la concentración”, dice en voz baja Gladys. La algarabía de la gente que se refugia en la sombra del centro comercial Líder no la invita a subir el volumen al comentar los movimientos de los agentes, incluso si se encuentra rodeada de consignas en contra del gobierno de Nicolás Maduro, de impresiones de actas electorales que certifican la victoria del candidato opositor, Edmundo González Urrutia, y de listas con los nombres de los presos políticos, detenidos por manifestarse en contra del chavismo. Aun así, mantiene un tono desafiante. “Yo les pregunté a dónde iban y ellos respondieron que a Cuyagua, a la playa. Entonces yo les dije que yo también. Les hubieras visto la cara”. Cuando baja la mirada, su cara se tuerce en un gesto de preocupación: “¿No te da miedo andar con esa cámara?”.
A pesar de seguir atrayendo a multitudes de venezolanos, este 19 de agosto hay menos asistentes que en las manifestaciones convocadas anteriormente por María Corina Machado, líder opositora cuya participación en los comicios presidenciales fue imposibilitada por la Contraloría General de Venezuela por medio de una inhabilitación confirmada por el Tribunal Supremo. Agentes de la policía, de la Guardia Nacional, de los servicios de inteligencia y hasta militares siguen rondando los alrededores de las poblaciones más humildes, intimidándolas. Según numerosos testimonios, estas también han sufrido el acoso de los colectivos armados, grupos que defienden el legado chavista con la violencia, alentados por el régimen, y que en varias instancias llevan uniformes policiales y militares.
“Estamos viendo una persecución generalizada, que ya no está enfocada en la clase media, en sectores más o menos identificados anteriormente con la burguesía, que venía con una estigmatización exactamente, sino también en personas que nunca habían tenido una experiencia de detención arbitraria por razones políticas”, explica Óscar Murillo, coordinador general del Programa Venezolano de Educación – Acción en Derechos Humanos (PROVEA), mientras las personas se amontonan bajo el sol inclemente para esperar la llegada del camión que lleva a María Corina.
“Hoy en día es una persecución generalizada, se repiten patrones, pero hay una intensidad de la represión que afecta considerablemente y como una especie de castigo a las zonas populares que hoy ya no dan el voto ni el respaldo popular al gobierno”, explica, destacando que “la mayoría de los detenidos de esta ola represiva son, desde el punto de vista social, los hijos y los nietos de los que llevaron a Chávez al poder y sostuvieron a nivel de movilidad social al gobierno. Entonces tenemos un gobierno mucho más desnudo en el sentido de que no tiene el apoyo popular y, a toda luz, tampoco tuvo los votos”.
El miedo es más fuerte para varios de los habitantes de Petare, Catia y Carapita y otros barrios populares de Caracas que se manifestaron espontáneamente en contra de la declaración de la victoria electoral de Maduro. Y el miedo los lleva a dejar de expresarse.
Un hombre que llega desde Antímano, justo en la otra punta de la capital, vende banderas tricolores en el extremo más oriental de la manifestación, de donde llegan las camioneticas de Petare. Al hablar del cambio de corazón de las personas de su barrio, históricamente chavista, dice que “se voltearon porque uno estaba acostumbrado a comer pollo semanalmente, y si uno empieza a comer concreto con este gobierno, ¿a quién quieres que apoye?”.
La avenida Francisco de Miranda ha sido la protagonista de varias de las demostraciones del descontento de los caraqueños, aunque esta salgan cada vez menos de su casa después de la muerte de 24 personas por la represión poselectoral en todo el país, de acuerdo con datos del medio Monitor de Víctimas, y casi 1.600 detenciones verificadas, incluyendo a más de un centenar de niños y adolescentes, según la organización no gubernamental Foro Penal. “La gente que vino hoy está animada porque parece que la oposición está estable, que tiene una oportunidad, pero muchos tienen miedo de salir con una bandera, siendo que somos todos venezolanos, no deberíamos tener miedo a portar nuestro estandarte”, dice el vendedor. “Pero [los policías] están tocando las puertas para llevarse a los que protestan y hasta revisan los TikTok para ver si hablas en contra del gobierno”.
La participación en protestas, los videos guardados en el teléfono y los mensajes en contra del gobierno de Maduro en redes sociales como X (antes Twitter) y Whatsapp se han vuelto motivos de encarcelamiento bajo la interpretación de la “ley contra el odio“ (aprobada en el 2017) y la “ley antiterrorista” (aprobada en el 2012), instrumentos legales “que sirven a discrecionalidad del funcionario y del momento político para castigar con esa arquitectura legal que se ha venido levantando”, según Murillo.
En las faldas de Petare, Yonaiker hace el gesto de palparse el pecho como si tuviera algo escondido debajo de la camisa. “No me estarás grabando con una cámara escondida, ¿no?”. Un primo suyo de 14 años fue condenado a 17 años de cárcel después de que lo detuvieran en una manifestación. “Prácticamente se le acabó la vida. Yo no voy a la próxima, ¿quién cuidaría a mis niños si me pasa algo?”. Aun así, su mayor preocupación es el frenazo económico que experimentaron los comercios informales desde las elecciones, así como la sospecha de que Machado “va a negociar con quien tenga que negociar para sacar a los suyos de la cárcel y dejar que el resto se pudra”.
A pocos pasos, en un local de mecánica, Griseida explica que la policía “sí reprimió bastante” en las zonas de La Bombilla y José Félix Ribas, “aunque la gente lo único que hacía era cacerolear”. “Pero cuando la policía llegó aquí, nada más llegó al borde de Petare, y gracias a Dios que no hubo víctimas”, dice mientras lanza miradas fugaces a su hija, que juega sentada en una de las sillas del negocio. “No se atrevían a subir porque eso está dominado por las bandas”.
Según Yonaiker, varias personas “que no son del barrio” han estado “sentándose en las escaleras”. Al preguntársele qué hacen, hace el gesto de una pistola con las manos. “Pero la gente no vuelve a apoyar a Maduro”, dice. “Cuando lamentablemente falleció el presidente Chávez, el salario mínimo había bajado desde casi cuatrocientos dólares, antes de que llegara al poder, hasta cincuenta, y hoy no llega a cinco”. No es, sin embargo, su punto más bajo: a lo largo del 2019, su promedio no rozaba ni un dólar.
Griseida le da la razón desde la reja que separa su negocio de la calle. “Si te digo que por cada cien votos diez son chavistas me parece muchísimo”, dice, aunque no concuerda con él en cuanto al momento en que la gente dejó de apoyar al gobierno; recuerda las colas que hacía durante horas para comprar productos regulados, incluyendo alimentos de la cesta básica, mientras Chávez seguía vivo. “Entonces no era cosa nada más de Maduro”, afirma. “Antes yo era de salir, hasta piedras tiraba, pero ahora tengo a mis niñas en la casa”.
Ahora la gente tiene miedo, se queda callada, repiten una y otra vez en los barrios. La operación “tun tun” ha marcado la pauta. Su nombre onomatopéyico, difundido por los canales oficiales del chavismo, apunta a las detenciones arbitrarias e incluso desapariciones por parte de cuerpos como la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). Terrorismo de Estado, como lo definen organizaciones de defensa de los derechos humanos como PROVEA.
La pintarrajeada de signos de X en las puertas de las casas de los disidentes y el uso de aplicaciones digitales para delatar a los vecinos expone una estrategia democratizada de supresión de quienes se atreven a votar y manifestarse en contra del gobierno, especialmente a los testigos de mesa que han respaldado la logística electoral participando en los centros de votación, varios de los cuales han sido desaparecidos forzosamente o detenidos y trasladados a centros penitenciarios.
Es el temor que pesa sobre los caraqueños que se dispersan después de la marcha, aunque la única acción de la Policía Nacional ese día será la confiscación del camión en el que se movilizaba María Corina para llevárselo en una grúa. Mientras tanto, en cientos de ciudades en todo el mundo la diáspora venezolana se levanta para reclamar el reconocimiento de González Urrutia como presidente electo. Los que lo hacen en Venezuela se enfrentan a la violencia que ese día le tocó a los manifestantes en la ciudad de Maracay, en Aragua, sobre quienes cayeron las bombas lacrimógenas y los perdigones de la Guardia Nacional.
Carapita
Ya desde la mañana del día después de las elecciones se escuchaban los cacerolazos que brotaban espontáneamente de las casas en Carapita, uno de los barrios populares emblemáticos del oeste de Caracas. Las casas de ladrillo y techo de zinc retumbaron con los gritos y cornetazos que se sumaban a los gritos que reclamaban en contra del incipiente golpe de estado, una escena que se repetía a lo largo de los montes de la capital venezolana.
La protesta seguía al anuncio en la madrugada del Centro Nacional Electoral, que atribuyó a Nicolás Maduro la victoria de los comicios presidenciales para dar paso a su tercer mandato. Sin esperar a la publicación por parte del grupo Vente Venezuela de las actas electorales que confirmaban la victoria del candidato opositor, Edmundo González Urrutia, Carapita se unió a Catia, Petare y los demás barrios que explotaron en contra de lo que a todas luces aparenta ser el mayor fraude electoral de la historia del país caribeño. Grandes grupos salieron a las autopistas más cercanas para marchar, otros golpearon sus cacerolas dentro de sus casas, pero es imposible saber si esperaban la respuesta de la policía, los militares y los colectivos armados.
“Carapita fue el barrio que más protestó, aquí empezaron a dar cacerolazos desde la mañana”, comenta Lina, que vive cerca de la Avenida Real de Santa Ana, donde se concentraron varios protestantes que salieron de sus casas. Los habitantes de Carapita tomaron la calle, muchos de ellos bajando por las calles que llenarían de barricadas hechas con troncos, bolsas de basura, cauchos, llamas… Barricadas que esperaban la llegada de las fuerzas de seguridad del Estado, pero también a los colectivos.
Cuando habla de otros temas, Lina tiene la sonrisa fácil, luminosa, pero su rostro se oscurece cuando comenta las instancias de represión de las cuales fue testigo. “Hemos visto a gente, chavistas, grabando a otros, y sabemos que hay sapos [delatores] que marcan las casas de las personas que se han pronunciado en contra del gobierno y llaman a la policía para que se los lleven”.
“La gente tiene miedo, se queda callada”, dice Lina. Como con la mayoría de quienes prestaron su testimonio para este reportaje, se reserva su nombre real para evitar las posibles represalias que ya han acaecido sobre numerosísimas familias. “No te recomiendo que preguntes sobre política aquí”.
Desde las dos de la tarde y hasta las diez de la noche sonaron las detonaciones. Las motos de la policía cercaban a los protestantes para llevárselos detenidos mientras los colectivos pegaban tiros. Según varios vecinos de la zona, una bala perdida mató a un niño y otra hirió a una mujer. Gilda presenció estos hechos desde su casa. “En esta calle hay mucho ruido, especialmente los fines de semana, con la música a todo volumen y las motos que arrancan no se puede dormir”, explica, aunque apunta que ese día fueron los disparos los que le robaron el sueño.
Gilda depende de sus hijos para poder trasladarse, y la inseguridad ha representado para ella y para todo el barrio un problema durante años, especialmente durante las épocas más duras del chavismo. “La gente dejó de apoyar al gobierno mucho antes de la pandemia, cuando llegó el hambre”, dice. “Aquí muchos llegaron a buscar comida en la basura, aunque es verdad que los barrios están más tranquilos desde que el gobierno mató a los malandros”.
En la fecha poselectoral, Gilda recibía a su nieta que viajaba desde el exterior “pensando que llegaba para celebrar. Todo el barrio se llevó una gran decepción” con la supuesta victoria electoral de Maduro, cuya legitimidad rechazan varios países, incluyendo a Argentina, Chile, Ecuador, Estados Unidos, Panamá, Perú y Uruguay. Su hija se sumó a la protesta pegando cacerolazos desde la casa hasta que uno de los policías la señaló con el dedo. “Intentaron entrar en la casa para llevársela, pero salieron todas las familias a defenderla, porque esta es una calle de muchas familias, y no se la llevaron”.
Son escenas que se vieron a lo largo de la capital y en varios estados más. “Tumbaron la puerta de alguien porque tenía un altavoz con la voz de María Corina, y varios vimos cómo golpeaban a una señora de sesenta años”, dice uno de Cementerio, añadiendo que se había enterado de casos parecidos en el barrio 23 de enero. En Catia se enfrentaron a una campaña de violencia y amedrentamiento por parte de “grupos de civiles armados que llegaban acompañados de agentes de la policía y la guardia nacional”, grupos que “merodean las calles de Catia a distintas horas del día” incluso semanas después de las elecciones, en palabras de un residente.
“En Catia dejaron de cacerolear cuando comenzó a rodar información de muchas detenciones y del sapeo por parte de los chavistas”, afirma este testigo. Sobre la respuesta de los ciudadanos, un vecino suyo cuenta cómo algunos jóvenes usaban “cauchos y troncos para hacer barricadas, e incluso quemaron un carro de la policía”. Estos ciudadanos, hombres jóvenes en su mayoría, ya no se enfrentan abiertamente a los chavistas, como también lo hicieron en el centro de Caracas, “pero esto tiene que explotar para salir de esta vaina”, dice. “La gente está cansada”.
También se montaron barricadas en la avenida Real de Santa Ana, en la que se encuentran numerosas casas pintadas con colores vivos que dan la bienvenida a Carapita, donde ocurrieron la mayoría de los enfrentamientos con la policía y los colectivos armados. Aunque lo que más recuerdan varios vecinos es cómo el Complejo Educativo Pedro Eligio Méndez perdió varias de las letras que le daban este nombre en su fachada.
“Antes se llamaba Escuela Miguel Otero Silva, pero le pusieron el nombre del papá de uno de los del consejo comunal”, explica Yenifer, que vive en Carapita desde hace varios años, mientras sube una las escaleras que serpentean a lo largo del barrio. Los consejos comunales son grupos que en el papel deben promover la participación ciudadana, pero que, según Óscar Murillo, forman parte de “la arquitectura de un Estado policial-militar responsable de suspender de facto las garantías” a lo largo del último mes, incluyendo la inviolabilidad del domicilio, sin que siquiera se declarara su suspensión. Con prácticas de acusaciones ante los grupos armados y chantajes con el acceso a ayudas sociales, participan en lo que Murillo llama “un plan generalizado de estigmatización y de señalamiento, como si todos los que están acá fueran sospechosos”.
El consejo comunal de Carapita se encuentra en una zona entre varias escaleras, con una vista relativamente amplia del barrio, aunque para llegar hay que pasar por espacios de una oscuridad prácticamente absoluta por debajo de las casas, con tuberías y cables expuestos. Un hombre suelda la reja de una ventana sin usar la máscara que tiene a sus pies. Justo enfrente de su sede hay un poste de luz pinchado por una decena de cables que se estiran a lo largo de las callejuelas para proveer de electricidad a numerosas casas.
“Aquí empezaron a cortar la electricidad desde las elecciones, después de que volviera gente para votar, algunos desde Colombia, y quemaran cauchos para protestar”, dice Yenifer, interrumpiendo su ascenso para hacer una visita en la casa de un conocido. El regreso a Carapita de varios venezolanos del exterior con la intención de votar, el triunfo del candidato opositor y las barricadas son algunos de los posibles motivos de lo que señala como represalias. “Antes no se iba la luz. Ahora nos tienen negreados, pero ya llegará la justicia divina para ellos”.
Es difícil saber cuánta gente abarca esta promesa de retribución celestial. Después de los más altos dirigentes políticos y militares y los mandos medios de las fuerzas armadas, la atribución de la responsabilidad de la decadencia del país pasa también por numerosos agentes menores, a ojos de quienes votaron en contra del gobierno. Entre los culpables señalan a los funcionarios, sujetos a la manipulación política; a los que se lucran en negocios turbios con el chavismo, denominados “enchufados”; a los ideólogos de izquierdas que justifican la Revolución Bolivariana ante el resto del mundo, e incluso a cada una de las personas que siguen votando a su favor. Así, las familias divididas se suman a los estragos del odio.
El padre de Yenifer, con más de 80 años, es el único chavista que queda en su familia. Ella cuenta que él celebró el anuncio oficial de la victoria de Maduro dirigiéndole numerosos comentarios hirientes a su propio nieto, que lo calificó de ignorante y egoísta antes de anunciarle a su madre sus intenciones de mudarse a Colombia y llevarse a su hermano menor.
Además, los miembros del consejo comunal han amenazado, como castigo por los resultados electorales, con retirar el acceso a las bolsas CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción), con las cuales distribuyen alimentos básicos, a menudo en pésimo estado, aunque “un mes antes de las elecciones empezaron a dar arroz y granos de otra marca de mejor calidad”, según Yenifer, que recalca que, si bien a ella no le hace falta, “hay muchas personas, muchos abuelitos, que viven de esas bolsas, que dependen de ellas”.
Al lado del consejo comunal hay una pared con siluetas verdes que llevan boinas y rifles. Pero la figura de Hugo Chávez está extrañamente ausente; el único avistamiento de su rostro es en un cartel pegado en una puerta de unas elecciones de cuando todavía vivía, y Maduro apenas aparece en algún letrero solitario. Simón Bolívar y el Che Guevara aparecen grafiteados en algunos muros, pero de puertas para adentro, son las figuras de Jesucristo y la Virgen María las que dominan los hogares, además de las fotos de graduaciones, primeras comuniones y reuniones familiares. En una de las casas aparece un joven con una gorra de marca y pantalones cortos junto al Mesías, acompañado de las fechas de su nacimiento y de su fallecimiento a los 24 años.
Hasta en un barrio como Carapita, imagen arquetípica de la pobreza latinoamericana, se puede ver la desigualdad que marca el resto del país. La primera señal está en las ventanas, que van desde los huecos desiguales en paredes de concreto desnudo hasta rejas de diseño elegante y hasta ventanas correderas de plástico. Varias de las viviendas albergan negocios informales como salones de uñas, peluquerías, copisterías o tiendas de repuestos automotrices, o venden comida, chucherías, productos farmacéuticos, tabaco y licor. Entre estas aparecen casos de descuido extremo, con ladrillos pelados y corroídos, hasta símbolos de finura como baldosas de colores, barandas balaustradas entre la casita y el vacío al que se asoma y otras decoraciones que chocan con el estereotipo de la favela. Todas juntas, una al lado de la otra, estas encima de aquellas, todas igualadas por los techos de zinc.
“Es que la gente quiere trabajar, quiere vivir bien y echar pa’lante”, afirma Yenifer sin detener su ascenso. Deja atrás un grafiti que reza: “Fuera Maduro, abajo la dictadura”. Ella dice que no quiere hablar de política, pero se desborda. “El día de las elecciones nos dimos cuenta de que Carapita había despertado”, declara, poniendo la pandemia del coronavirus en el 2020 como un punto de inflexión. “Desde que llegó Chávez había gente pasando hambre, pero yo creo que ahí [durante la pandemia] se reforzó la apatía hacia el gobierno, porque hubo tanta gente que se murió, que pasó necesidades, a la que le faltaba medicina… Yo le digo a mi esposo que no es que uno sea opositor, ya uno es pueblo”.
Las mañanas en que el equipo de la oposición convoca marchas, Carapita es otro de los barrios que recibe la visita de cientos de policías motorizados desde las horas más tempranas, aunque algunos de los vecinos tienen la ventaja de poder verlos cuando llegan por la autopista. Yenifer cuenta que varios carapitenses han sido detenidos hasta ahora, incluyendo el hijo de una amiga suya que sufre de cáncer. “Se lo llevaron preso y ella no ha sabido nada de él, entonces se le aceleró la enfermedad y ahora está agonizando”
Cuando anochece, Carapita enciende sus luces. Desde la autopista Francisco Fajardo parece un rascacielos desarmado, acostado en varias direcciones a dormir sobre el monte. La carcajada de las motos adorna el fin de la jornada. Quienes vuelven de otros lares a pie se enfrentan ahora a un laberinto de escaleras que no aparece en ningún mapa.
“Seguid el ejemplo que Caracas dio”
Una vez más, el barrio desciende desde las alturas para encontrarse con el resto de Caracas y esperar a María Corina Machado, que llega con un camión nuevo por la avenida Francisco de Francisco de Miranda. El presidente electo no la acompaña desde que el Ministerio Público emitiera sucesivas citaciones para que se presentara ante la fiscalía en calidad de investigado; el fiscal general, Tarek William Saab, lo ha acusado de “terrorista” y “golpista”, y Maduro lo ha amenazado con penas de cárcel de hasta treinta años “por criminal”, igual que a Machado, aunque no se han dictado órdenes de detención contra ninguno de los dos.
El número de asistentes del 28 de agosto supera con creces el de la última convocatoria, con gente de dentro y fuera de Caracas, con representantes de todos los sectores de la capital. La caravana de motorizados que sigue al camión de Machado es apenas uno de los símbolos de las clases humildes que antes se asociaba al apoyo al chavismo y que ella busca apropiarse, igual que las cárceles y los cuarteles donde afirma que también ganó la candidatura opositora.
Después del aparente bajón en la asistencia poco más de una semana antes, los caraqueños vuelven a tomar las calles, aunque algunos tienen que tomar precauciones. “Yo tuve que salir escondida”, dice Marbelys, apuntando a los “cientos de militares y colectivos que siguen yendo a Petare a vigilar”. Marbelys era chavista, pero dice que, a partir del año 2014, con la crisis económica, “Petare se volteó, y eso fue lo que más dolió a Maduro, porque donde ganaban era en los barrios”, motivo por el cual ha dedicado los mayores esfuerzos de represión a estas poblaciones. “Nos tienen a pan y agua, y si no hay más muertos, es porque en Petare hay gente que nos defiende a punta de balazo, esos que llaman malandros”, afirma.
Después de años de impunidad e incluso episodios de colaboración, los choques entre las fuerzas armadas y de seguridad del Estado y los grupos criminales se han incrementado desde las operaciones de desarticulación de bandas iniciadas en el 2015, que se han cobrado cientos de vidas de delincuentes y de gente inocente. Pero es la primera vez que se observan mensajes de los pandilleros amenazando a policías y militares en nombre de la defensa de los derechos de la oposición democrática. “Somos una megabanda de narcos y tenemos más principios que ustedes”, exclama una figura enmascarada en un video atribuido al ‘Tren del Llano’, que opera en Guárico y Aragua.
“En una economía del sálvese quien pueda estos grupos migraron del negocio de la extorsión, convirtiéndose en dueños de negocios en zonas populares amplias”, aclara Murillo, que destaca la participación criminal en la distribución de bombonas de gas, bolsas CLAP y “otras prebendas que tienen que ver con el control del territorio”. Las relaciones anteriores con representantes del gobierno, que incluían “negociaciones bastante opacas”, han incluido presiones para participar en la maquinaria de la represión, como en años anteriores, “pero algunos de ellos no ganan nada reprimiendo a quienes consumen en su nuevo statu quo de empresario, y llegan al punto de apoyar explícitamente a la oposición, no por un interés de carga ideológica, sino por uno de reacomodo económico”
Es un problema que queda pendiente para quien asuma la presidencia en enero. Mientras tanto, habiendo pronunciado su discurso, el camión donde está montada María Corina Machado la lleva a una calle más estrecha mientras cientos de personas la siguen corriendo. Cuando se detiene, los manifestantes la rodean con sus cuerpos. “¡Protéjanla, protéjanla!”, gritan varios, mientras ella se baja, se pone un chaquetón negro y abraza a sus compañeros. En un segundo, se monta en una moto que sale disparada mientras la calle entera la aplaude y le promete su apoyo. Luego, el camión desmonta a los miembros de su equipo y cubre el equipo de sonido con una lona. Así termina la manifestación de hoy, y los asistentes se retiran para esperar el anuncio de la próxima. En menos de una hora pasarán dos filas de motorizados de los Cuerpos de la Policía Nacional Bolivariana con escudos y equipos antidisturbios. Pocos minutos después se denunciará el secuestro del dirigente opositor Biagio Pilieri y de su hijo, Jesús.
Menos de una semana después, el país entero vivirá el mayor apagón desde el 2019, dejando sin luz a prácticamente todos los estados venezolanos. Seguirán iluminados el Palacio de Miraflores y el Helicoide, la sede del gobierno y uno de los centros de torturas más grandes de Latinoamérica, que cuentan con sus propios generadores. Un testigo anónimo declara que durante el apagón ha escuchado los gritos en otro centro penitenciario de los detenidos después de las elecciones, sin que la pérdida de electricidad interfiriera con los tormentos que sufren a manos de los agentes estatales. Durante la noche brilla el Cuartel de la Montaña 4F, donde descansan los restos mortales de Hugo Rafael Chávez Frías, en la parte más alta de la parroquia 23 de Enero, mientras el barrio se asfixia en la oscuridad.
Y poco después, el juez Edward Briceño dictará una orden de aprehensión contra Edmundo González Urrutia, a petición de la Fiscalía General de la República, acusándole de usurpación de funciones, forjamiento de documento público, instigación a la desobediencia de las leyes, conspiración, sabotaje de sistemas y delitos de asociación. Pero González Urrutia, presidente electo según las actas publicadas por su equipo, lleva semanas sin atender las citaciones sucesivas de la Fiscalía, asegurando desde lo que prácticamente podría ser la clandestinidad que no cuenta con garantías de un debido proceso. Como no lo han tenido los detenidos, secuestrados y desaparecidos que, según varias organizaciones de defensa de los derechos humanos, han sufrido torturas y, en varios casos, violaciones. Son las historias y anécdotas que pesan sobre todas las personas que salen a protestar en un día como este.
“El barrio ya no tiene miedo, pero es verdad que tenemos que pensar estratégicamente”, dice Yolanda, que dice que salió “camuflada” de Santa Cruz del Este, donde vive. “Vine con una gorra diferente a esta, que me la puse al llegar”, explica, y señala la cachucha con los colores de la bandera venezolana que se ha vuelto un símbolo de la oposición. “María Corina Corina habló directamente a los barrios, y Edmundo también, y así movieron el corazón de la gente y les dieron esperanza”, suspira. Mientras sigue hablando, un hombre con una cámara pasa diciéndole “Quítate esa gorra, mi amor, que ya se acabó la marcha”, a lo que ella responde “Es verdad” en voz baja antes de ponerse una blanca y guardar la tricolor.