El joven Diego Pastrana, falsamente acusado por la muerte de una niña de tres años en Canarias, iría aún al colegio cuando se empezó a fraguar su juicio sumario. Aparentemente, todo ocurrió muy rápido, la condena de la prensa y la absolución, pero en realidad la conspiración se ha venido tramando los últimos lustros.
En los años 90, con el fin de la Guerra Fría, el mundo deja de ser un lugar peligroso y, por tanto, hay que buscar las noticias sobrecogedoras cerca de casa. En paralelo, los medios toman una decisión revolucionaria: lo importante es el beneficio. Las empresas de comunicación cotizan en bolsa, y esto obliga a desplazar el centro de atención: ya no es el lector –como interlocutor y como destinatario de la influencia política-; en adelante, manda el accionista. Obtener el máximo número de lectores o espectadores se convierte en prioritario. Y prioritario quiere decir anterior a la prudencia, la ética, la verdad y la responsabilidad, conceptos abstractos que palidecen al lado de la concreción de un fajo de billetes.
Todo esto no sucede de un día para otro. La sociedad es sometida durante años a enormes tensiones por parte de los medios llamados “serios”, que van aumentando la cobertura y la relevancia de la información de sucesos y del corazón. El morbo proporciona cuantiosos ingresos y genera pocos gastos: la pepita de oro que todo accionista busca como oportunidad de inversión. Por fechar el fenómeno, sirvan las niñas de Alcásser como primer ensayo local, y Madeleine McCann como penúltima función global. Con la desaparición de Marta del Castillo los medios rematan el patíbulo donde, llegado el momento, ejecutarán al desafortunado Diego Pastrano que tenga la mala suerte de pasar por allí con un informe médico erróneo bajo el brazo.
Lo más relevante, con todo, es que el proceso transcurre en la opacidad más absoluta, ya que la prensa –por vergüenza, interés o incuria- no informa al público de su metamorfosis. No admite que ha dejado de interesarse por la información y ahora busca el impacto; no comunica que la nueva función social de los medios consiste en engordar los bolsillos de los directivos periodísticos. Al contrario, sigue reivindicando el indispensable papel de la prensa en las sociedades democráticas, su necesaria existencia para desvelar los abusos del poder. De todos los poderes salvo el suyo.
Tan nobles proclamas confirman su mutación. Ahora se dedica a la charlatanería, mucho más peligrosa que la mentira, como nos advirtió el filósofo Harry Frankfurt: “El charlatán no está del lado de la verdad ni del lado de lo falso. Su ojo no se fija para nada en los hechos, como sí lo hacen los ojos del hombre sincero y del mentiroso”. La charlatanería incapacita para la verdad más que la mentira, porque el mentiroso necesita la verdad como referencia de aquello que quiere ocultar. Sin embargo, el charlatán prescinde de toda conexión con la realidad, le resulta indiferente que sus descripciones coincidan o no con ella. No es que la prensa sintiera inquina hacia Diego Pastrano o quisiera mentir sobre su inocencia; es que la conmoción de una niña muerta por abusos sexuales resulta demasiado tentadora para un charlatán cegado por el lucro.
A estas alturas, las disculpas a Diego Pastrano -que se le deben- no parecen sino el último gag del charlatán mediático. Lo que querríamos saber de la prensa es si contamos con ella para contribuir a formar ciudadanos instruidos y con criterio sobre el mundo en que viven. Es decir, si va a ejercer su papel en las sociedades democráticas o, definitivamente, la cháchara es su negocio.