Breve. Así escribe Alejandro Zambra. Salta a la vista que sus tres novelas ocupen apenas cien páginas cada una. Y no, no son nouvelles ni cuentos largos, habrá que contestarle al que pregunte. No. El autor chileno escribe textos como si estuviese podando bonsáis. Por lo tanto, el resultado son novelas diminutas. “Borges aconsejaba escribir como si se redactara el resumen de un texto ya escrito. Eso hice, eso intenté hacer (…) En lugar de sumar, restaba: completaba diez líneas y borraba ocho; escribía diez páginas y borraba nueve. Operando por sustracción, sumando poco o nada…”, dice Zambra en un texto que publicó en la revista Piedepágina. Es que, según él, escritor es el que borra.
Zambra se distancia de la tradición barroca de su compatriota Pablo Neruda y utiliza imágenes para condensar en poquísimas palabras el frágil universo en el que respiran y se emocionan los personajes de sus libros. El efecto de sus trucos literarios lo describió su colega y amigo argentino, Pedro Mairal, quien dijo que esas síntesis de historias se expanden luego en la cabeza del lector. Sus palabras son como el aire que se filtra y se ensancha dentro del fuelle de un acordeón en movimiento.
Antes de convertirse en uno de los escritores más vendidos en Chile, Zambra ejerció la crítica literaria en Las últimas noticias y otros periódicos, desde los cuáles no escatimó cascarrones a autores como Alberto Fuguet e Isabel Allende, ambos oriundos de su país.
Más generoso, en cambio, fue con la obra Roberto Bolaño. “Leí a Bolaño por primera vez creo que en 1997, La literatura nazi y enseguida Estrella distante. Me pareció asombroso. En ese tiempo no leí mucha prosa contemporánea y me cautivó enseguida esa voz, el lirismo, la velocidad, bueno: Bolaño”. No se considera un descubridor de su obra, ya que cree que desde un comienzo la crítica valoró la obra de Bolaño.
“Después, cuando hice crítica formalmente, más o menos a fines del año 2000, reseñé siempre muy bien sus libros, lo que era natural, pues es un escritor formidable”, dice Zambra.
Es imposible saber si fue culpa de los enemigos que se hizo desde sus ácidas diatribas como crítico literario. Lo que sí se sabe es que el manuscrito de la primera novela de Zambra, titulada Bonsái, fue rechazada o ignorada por cuatro editoriales chilenas. Pero él no se dio por vencido y envió su obra (de apenas cuarenta páginas de word) al buzón electrónico del editor español Jorge Herralde, a quién le gustó y se arriesgó.
Acto seguido, y gracias a la confianza de Herralde, Bonsái era editado por Anagrama España (2006).
Apenas un año más tarde, en 2007, Zambra era elegido por el jurado Bogotá39, como uno de los escritores jóvenes latinoamericanos más sobresalientes. Y en 2010 fue incluido, por la revista británica Granta entre los mejores 22 literatos de menos de 35 años en lengua española.
“La literatura chilena está viviendo un muy buen momento”, dice Zambra, ya que hay entre diez y quince escritores escribiendo lo que ellos realmente quieren escribir, más allá de los intereses del mercado. Zambra no aclara si está o no dentro de ese grupo, pero no hace falta que lo haga, sabemos que es así.
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Nació el 24 de septiembre de 1975 en Villa Portales, un bloque de viviendas sociales en Santiago de Chile. A los cinco años, Alejandro Zambra y su familia se mudaron a Villa Las Terrazas, en Maipú, lugar que sería luego escenario de su libro Formas de volver a casa.
Estudió la licenciatura en Literatura Hispánica en la Universidad de Chile, a pesar de una primera resistencia por parte de su padre, Horacio Zambra. Pero su deseo fue más fuerte, ya que en aquel entonces de las pocas cosas que Zambra tenía en claro acerca de su futuro era que quería escribir.
Sobre esos años universitarios el autor le dijo al periodista Rodrigo Fluxá Nebot, en una nota para el diario Mercurio, en el 2011: “Tenía profesores muy inteligentes y yo quería ser tan inteligente como ellos al principio. No me costaba. Era un problema querer escribir: los profesores se reían un poco. El discurso era: no hay Dios, no hay referentes políticos serios, no hay arraigo. Eso se celebraba en esos círculos. Eso era ser inteligente. Recuerdo haber pensado: Ok, pero yo estoy buscando algo”.
A los 20 años se independizó, y mientras estudiaba trabajaba contestando teléfonos, en bibliotecas, como cartero, de junior. En el año 1997 egresó y se ganó una beca para estudiar Filología Hispánica en Madrid. Durante esos años se casó con una diseñadora, de la cual se separó al poco tiempo.
Regresó a Chile y comenzó desde abajo. Habitación de doce metros cuadrados equipada con lo justo y necesario: cama y pila de libros; y con lo no tan imprescindible: un gato y una silla de ruedas.
Su carrera empezó como poeta en un país en el cuál muchos eran los que escribían poesía, y pocos los que la leían. Ser poeta en la década de los noventa en Chile era algo muy hippie. Los artistas siempre estaban en ese particular estado de ánimo, entre festivo y distendido, rodeados por un montón de amigos. Zambra dice que el contraste entre la vida de los poetas con la soledad de los novelistas fue lo que lo mantuvo alejado, por un tiempo, del rubro de los escritores de largo aliento.
Bahía inútil (1998) fue su primer poemario y Mudanza (2003), el segundo. Ambos tuvieron una acogida tibia del público. Pero luego de esas publicaciones intentó hacer algo diferente bajo el pretexto de que “sus amigos poetas” eran mejores que él.
De Alejandro Zambra sabemos que ha publicado tres novelas: Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011). Los libros tuvieron una gran acogida internacional (con traducciones al inglés, francés, italiano, portugués, chino, griego, turco, neerlandés, danés, noruego, japonés, rumano, hebreo, serbio y coreano), pero también, local. Su última novela fue, en 2011, uno de los libros más vendidos en Chile.
Si tuviésemos que escribir una breve ficha sobre este escritor diríamos que es profesor en la Universidad Diego Portales. Que al igual que el personaje de La vida privada de los árboles, él también es un profesor que escribe los domingos. Que eligió Chile como su lugar de residencia. Que escribe artículos en varias publicaciones nacionales y extranjeras. Que le gustan los cuentos de Enrique Lihn y los versos de Nicanor Parra. Que es fumador compulsivo. Que sufre unas migrañas desagradables. Que si tuviera que escribir su propia biografía en Wikipedia no pondría muchas cosas que salen ahí.
Pero además pondríamos esta nota: Dice que escribe por inercia.
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Zambra trabaja en una piecita que tiene en su casa, ubicada en el barrio La Reina. Cuando anda en un libro se encierra allí a escribir todo lo que puede y nunca deja de pensar en su obra. Se considera más obsesivo que disciplinado.
Dice que su proceso de trabajo cambia con cada libro, que tiene que ver con sus
caprichos. Tiene un diario, en el que escribe lo primero que se le viene a la mente. Dice que esa escritura es liberadora porque escribe sin pretensiones.
Aunque su punto de arranque, antes de ponerse a escribir una novela, es una imagen. O lo que él llama una imagen, y en realidad es un problema, o algo en lo que no puede dejar de pensar.
“Cuando aparece una imagen, trabajo con esa imagen. No trabajo con lo que yo quiero decir. Espero ese momento en el que no estoy pensando en nada en absoluto. Sólo tengo una imagen. Y entonces busco esa nueva palabra, que fluye de la anterior. La escritura no es algo que uno pueda controlar”, dice Zambra.
Una imagen sería por ejemplo, un bonsái. “A mí no me gustaban los bonsáis. Me parecían algo bello y terrible a la vez. Algo que habla sobre muchas cosas. Es un árbol que no es árbol. Es una planta, pero que el hombre transforma artificialmente, ata con alambres y pone en recipientes pequeños para que no crezcan”, apunta.
Cuando escribió su novela, hace siete años atrás, intentaba unir algo. Al principio contaba sólo con el título –Bonsái– y esa imagen, en la que no podía dejar de pensar. Con eso en mente, empezó escribiendo unos poemas que no lo dejaron para nada conforme. Pero no se dio por vencido y continuó estudiando a los bonsáis. En ese primer momento como si fuese un juego. Pero luego, de esas horas lúdicas y de esos borradores surgió una novela que lleva el título de esa imagen que lo obsesionó durante tanto tiempo.
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—¿Cómo le gustaría ser recordado?
—Todas mis respuestas son demasiado ambiciosas.
Y es verdad que son ambiciosas. Pero no tiene problema en compartirlas. Está seguro de que la literatura le dio herramientas para comprender cosas que no hubiera podido de otro modo. Cree que la literatura da poder a las personas. Dice que le gustaría devolverle a la literatura ese favor.
Pero habiendo dicho eso, se pregunta con cautela, y hasta con una pizca de escepticismo, cómo es que lo que un hombre hace a puerta cerrada en su departamento puede tener valor para otro.
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Mucho se habrá escrito de la dictadura militar de Augusto Pinochet en Chile, entre los años 1973 y 1990. Pero para Zambra había una voz que estaba faltando, y esa era la de aquellos que fueron niños durante el proceso.
“Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar la servilleta en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a desaparecer”, escribió Zambra en Formas de volver a casa.
No había lugar para los sentimientos de los niños. Cuando querían opinar sobre esos temas los censuraban diciéndoles: “Qué sabes tú de esas cosas. Tú no habías nacido”.
Por eso lo más fácil era callarse la boca, dice el autor chileno en una librería de Nueva York: “Y ese es un gran problema para las personas de mi generación”.
En cierto sentido, Formas de volver a casa es la novela que no quería o no podía escribir ante los ojos de la sociedad chilena y, sin embargo, escribió. Y lo hizo, dice,
para llenar un vacío, porque a veces recordar se convierte en el proceso de entender algo.
La primera parte de la historia nos la narra un niño de nueve años. Zambra nos transporta de forma eficaz a esa mirada infantil e ingenua, que desconoce qué es lo que está sucediendo en su país, pero percibe que algo no esta bien.
Ante los ojos del niño, el líder político de esa época era un aguafiestas. “En cuanto a Pinochet, para mí era un personaje de la televisión que conducía un programa sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por las aburridas cadenas nacionales que interrumpían la programación en las mejores partes”.
Sin embargo, Zambra sorprende en el segundo capítulo del libro, cuando la historia de ese niño es suspendida por otro narrador, que dice que lo que acabamos de leer es ficción, que se trata de una novela que él está escribiendo (como si eso no hubiera alcanzado para tirarnos abajo la ilusión), y que se siente tan inseguro con el trabajo que ha hecho hasta entonces que duda hasta del nombre que le puso a uno de los personajes.
Además, estas dos historias que suceden en paralelo, y se van alternando en la novela, están plagadas de similitudes con la biografía del autor. La metaficción es necesaria para decirle al lector todo lo que quiere o necesita decirle, porque sólo con la ficción –aclara Zambra–, no le alcanza.
Y la voz de ese segundo narrador que entra en escena, cautiva. Suena tan honesta… Nos cuenta acerca de la música que escucha, el libro que lee, de cuánto extraña a su ex mujer, y también de las frases que forma con los imanes de la nevera.
Su última novela es la más personal. Pero también valiosa en el sentido de que aporta una mirada fresca a una de las dictaduras que hubo en esa época en América Latina, ya que no busca juzgar a los culpables, sino que intenta comprender: “Entonces yo acababa de cumplir trece años y empezaba tardíamente a conocer a mis compañeros: hijos de gente asesinada, torturada y desaparecida. Hijos de victimarios, también. Niños ricos, pobres, buenos, malos. Ricos buenos, ricos malos, pobres buenos, pobres malos. Es absurdo ponerlo así, pero recuerdo haberlo pensado más o menos de esa manera”, se lee.
La pregunta implícita que se hace el personaje principal durante toda la novela es: “¿Qué tan valiente hubiese sido yo si hubiese vivido esa época?”.
Durante la charla en la librería, Zambra cuenta que debió sortear una gran cantidad de inconvenientes a la hora de ponerse a escribir sobre esos temas. Una de sus dudas era si su generación tiene eso que él llama “legitimidad de dolor”, si era correcto usar el plural o, en caso contrario, debía hacer uso, exclusivamente, de su experiencia personal. Y también está la cuestión de la memoria: “Si lo que uno sabe es realmente un recuerdo, o algo que nos han dicho los padres tiempo atrás, y uno está repitiendo”.
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En Nueva York, más concretamente en el barrio del Soho, en el número 52 de la calle Price, hay una librería. Si entras y bajas los escalones hasta el sótano vas a ver, en una estantería, debajo de una leyenda que dice Spanish, un puñado de títulos en español (valga la redundancia). Leyendo los lomos de esos libros –que no son muchos–, en algún momento encontrarás el nombre de Alejandro Zambra.
No sólo están sus novelas, sino también sus últimos libros publicados: No leer (2010), una recopilación de sus crónicas y ensayos sobre la literatura, y Mis documentos (2012), su último libro de cuentos, editado por Anagrama.
La librería se llama McNally Jackson, y es la misma que convocó al autor chileno a principios de este año para presentar su última novela. Zambra aceptó la invitación ya que se encontraba en Estados Unidos gracias a una invitación del Consejo de las Américas.
Hay varias razones que explicarían el interés de los neoyorquinos en la convocatoria de McNally Jackson. Por un lado, Junot Díaz –uno de los referentes actuales de la literatura hispana en Estados Unidos–. Dijo que la prosa del autor chileno era un “Nocaut total”. Además, el año pasado, el suplemento ‘Book Review’ del diario The New York Times publicó una extensa reseña de su libro Formas de volver a casa, elogiando el talento minimalista y poderoso del estilo de su autor.
A pesar de tanto elogio, Zambra no entró a la librería McNally Jackson haciendo ruido, sino más bien tímido y escurridizo. Se manifestó con ese fluir cadencioso y preciso con el que el escritor suele envolver a quienes lo leen.
En una charla junto al escritor Francisco Goldman y el público allí reunido, el autor chileno eligió responder en inglés, ya que desde que se bajó del avión estuvo practicando con la aplicación Duolingo. Y claro, ahora quiere lucirla.
Antes de las preguntas elige un par de fragmentos de su segunda novela y empieza a leer en voz alta y el público allí reunido lo escucha en silencio.
Amarrados a la voz contundente de Zambra, conocemos a un tal Julián, que está contándole historias sobre árboles a su hijastra para lograr que finalmente se duerma. Mientras tanto, espera a su mujer, Verónica, que no llega. Sin movernos del cuarto blanco en el que se encuentra Julián, que podría, o no, ser del color de la nieve (que él no conoce, porque la nieve es para los ricos), conocemos el pasado, el presente, y lo que podría ser el futuro del personaje; o más bien, el porvenir de la novela que escribe Julián. Es posible, piensa Julián, que termine en manos de Daniela –la niña que ahora intenta dormir– cuando ésta cumpla treinta años.
Después, elige otro fragmentos de Formas de volver a casa y dice: “Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla.”
Zambra da la cara.
Teodelina Basavilbaso (Buenos Aires, 1987) es periodista. Desarrolló su carrera trabajando para el diario argentino La Nación. Actualmente reside en la ciudad de Nueva York, desde donde colabora con diarios y revistas latinoamericanas con artículos e investigaciones sobre cuestiones de interés general y el mundo del arte. Salida de emergencia es su blog personal, sube sus fotos a su cuenta de Flickr y su Twitter es @TeodelinaB