Una vida en tres días es una película ñoña e inverosímil. Los adjetivos se han extraído de las críticas que se recogen aquí. Pero eso no es lo más grave. Películas malas hay muchas. Luego están las peores. Como ésta. A partir de aquí hay muchísimos spoilers, pero como no les recomiendo nada ir a verla al cine, les animo a que sigan leyendo.
La sinopsis que aparece en el mismo enlace de antes muestra cuál es la esencia profundamente machista de la película: nos narra la historia de una mujer absolutamente dependiente, de una mujer que se convierte en frustración, tristeza y nada cuando su marido la abandona por la depresión que le entra tras descubrir que no podrá tener más hijos. Sólo el único que ha conseguido parir parece capaz de animarla. Si esa mujer no fuera madre, quizás se hubiera suicidado, por no haber sacado adelante el proyecto que la santa naturaleza tiene para ella y para todas las demás mujeres.
Pese a todos sus esfuerzos, el niño no es capaz de librarla de su dolor. Necesita un salvador de verdad. Y se le aparece un fin de semana. Este sujeto, que al principio nos cae muy bien y quiere que así sea hasta el final de la película, se ha fugado de la cárcel. Cumplía condena por haber matado a su mujer. Esas cosas que pasan: le quiso dar una lección por ser muy “ligera de cascos”, no calculó bien sus fuerzas y la mató de un tortazo. Pobre. De él, claro. La película se solidariza con el asesino y culpa a la víctima porque no era una mujer modosita, sumisa y obediente. “Se lo tenía bien merecido, quizás no morir, pero sí una buena hostia”, parece querer decir el director. Los deseos de rehabilitación social del asesino nos parecerían creíbles, e incluso legítimos, si la narración no fuera tan cruel para con la pobre mujer asesinada. Por ahí no pasamos.
En otras circunstancias, no le habríamos dado la menor importancia a esta película. Quizás nos hubiera enfadado un poquito mientras la veíamos, pero ya está. Lo que ocurre es que esta semana nos ha dado por echar un vistazo a las estadísticas de violencia de género. Nos ha sorprendido que las actualizan todos los días. Quizás es que ha dado la terrible casualidad de que esta semana ha habido que revisarlas a diario. Este año, a 21 de marzo, eran ya 16 las mujeres asesinadas. Once de ellas, entre 31 y 50 años. Jóvenes. Lo que significa que el machismo no es una enfermedad del pasado. Es muy, muy actual. Y va a peor. Lo podemos comprobar en este gráfico:
El de 2014 es el peor año para las mujeres desde 2008. Desde el año 2004, 657 mujeres han sido asesinadas. El número de víctimas mortales de la violencia machista supera, año tras año, a los asesinatos de ETA que, desde 1968 ascienden a 829, según los datos recogidos por la Fundación de Víctimas del Terrorismo. Sólo hay unos pocos años verdaderamente comparables: los años de plomo entre finales de los setenta y principios de los ochenta.
Nuestro ánimo al poner estos dos gráficos es dar cuenta de la magnitud del problema y pedir el mismo rigor represivo contra el terrorismo machista que contra el de ETA y su “entorno”. Si la apología del terrorismo de ETA, la exaltación de los etarras, el homenaje a los presos, si todo esto es delito… ¿por qué no se condena de la misma manera el machismo que está en la base de los asesinatos de mujeres?, ¿por qué no se hace nada para atajar esta lacra, sobre todo en el ámbito educativo y en los medios de comunicación? El castigo a los asesinos es necesario, sobre todo para lograr rehabilitarlos, pero más importante es la prevención, algo que sólo se conseguirá con educación y concienciación.
También nos gustaría llamar la atención a las organizaciones que se erigen en las defensoras de la vida para que velen no sólo por los derechos del “no nacido” y para que muestren esa misma combatividad contra quienes matan a las madres o a las que podrían serlo si así lo decidieran y si no se las segara la vida. Pero ya sabemos que a estas asociaciones sólo les interesamos mientras no hemos nacido. Una vez fuera del útero, sálvese quien pueda.