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El cine que nos da la educación

 

En la primera secuencia de la película de Claude Berry El maestro de Escuela (1981), un joven Coluche, -el inigualable y ya fallecido cómico y músico francés- se acerca a un chaval de unos 10 años que pulula desocupado por la calle y le pregunta: “¿Por qué no estás en la escuela? Porque no me gusta, responde el chico. ¿Y por qué no te gusta? Porque la profesora no me quiere”.

       A partir de aquí, esta sencilla película hace un recorrido por los dimes y diretes, los por qués y los cómos de un pequeño grupo de funcionarios maestros de escuela que no terminan de encontrarse, de dar forma y sentido a una profesión que han elegid, pero cuyo control con demasiada frecuencia se les escapa de las manos.

       La educación no es cualquier cosa. Pocas personas estarían en desacuerdo con que es base y cimiento esencial de una sociedad sana y fuerte, consciente y libre. Curiosamente, es también tarea eternamente pendiente o mal aprobada de gran número de gobiernos (eso sí, el vocabulario lo tenemos muy interiorizado). Y no hace falta viajar a países pobres o en guerra para encontrar mil ejemplos.

       El cine no ha escapado al debate y al interés que genera, quizás porque de tanto conflicto fácilmente puede desarrollarse una buena trama narrativa. Conflicto entre alumno y profesor (cámbiese la jerarquía, que también funciona), conflicto entre las instituciones y los educadores, conflicto entre vocación y obligación…

       Nuestra última década ha dado a luz algunas obras cinematográficas, de ficción y documental, que no sólo han realizado aportaciones al discurso sobre la educación, sino que han mostrado que una idea y un contenido pueden propagarse también a través del lenguaje cinematográfico, más allá de discursos recitativos.

       El cine es el arte de decir más con menos. Un ejemplo paradigmático es la película documental Ser y tener (2002) del director francés Nicolas Philibert. La historia refleja el día a día en una escuela de la Francia rural, donde el profesor, Georges López, tiene a su cargo a algo más de una docena de alumnos de todas las edades. Esto le obliga a dividir su atención entre los pequeños de apenas 4 años y los mayores de 13, a punto de pasar ya al instituto. Una difícil tarea que requiere de algo más que dedicación; en este caso, el amor y cuidado con que el maestro gestiona el aprendizaje y el desarrollo de todos sus alumnos.

       Hay en esta película una fantástica reivindicación de la metáfora y la poesía. Ya el primer plano abre con una larga y bella imagen del campo en invierno, estación en la que comienza la historia. Después, entramos en el aula del colegio y otro plano sigue el lento recorrido de dos tortugas bajo los pupitres de la clase. Y así, de esta forma sencilla, se nos da la clave interpretativa de lo que será el resto de la historia. La tortuga, símbolo del tiempo que pasa aunque parezca, por su lentitud, que no avanza. La naturaleza siguiendo sus ciclos naturales a través de las estaciones del año: siembra y recolecta, ramas secas, hojas, flores y frutos más tarde.

       Nicolas Philibert mantendrá esta mirada, a lo largo de la historia, poniendo cámara y dirección y sensibilidad al servicio del mensaje: hay una escena en la que el profesor conversa bajo un árbol con un adolescente deprimido por la enfermedad de su padre. “La enfermedad forma parte de la vida”, le dice al chico. El plano se abre y muestra un campo de trigo detrás, el árbol repleto de hojas. La vida.

O esa otra escena en que los niños van de excursión al campo y uno de ellos se pierde.

       Todos salen en su búsqueda, gritando su nombre, corriendo por entre las espigas de un campo de trigo maduro. Las mismas espigas, de granos prietos, que el último plano de la película nos muestra ya recogidas, listas para moler. Cada grano es importante y, ahora, se ha terminado un ciclo vital.

       Son tremendamente de agradecer estas apelaciones a la sensibilidad y al imaginario del espectador, quien él mismo, de manera inconsciente casi, da forma al contenido de lo que el director quiere transmitir. Es el caso también de la película Ni uno menos, (1999) del conocido director chino Zhang Yimou. El viejo profesor de escuela debe ausentarse y busca un sustituto. Le cuesta dejar la clase en las manos de una joven adolescente que, a regañadientes, va a cumplir sus funciones hasta que vuelva. Lo que al principio parece que será un tira y afloja entre profesora y alumnos, termina siendo, una vez más, una preciosa metáfora de lo que debería ser la educación en las escuelas: una aplicación práctica para la vida, una articulación de los saberes como algo vivo y necesario, y no sólo letra muerta en el papel. Y la forma de transmitir el mensaje vuelve a ser al más puro estilo cinematográfico, es decir, diciendo sin decir.

       Cuando la chica tiene que hacer cuentas de lo que necesitará para ir a la ciudad en busca de un estudiante rebelde (y así no perder el sueldo que le prometieron a cambio de no dejar escapar a ningún alumno), toda la clase se ve entusiastamente involucrada en la tarea de calcular el dinero que se  tiene que llevar y  la manera de conseguirlo. Narrativa cinematográfica al servicio del mensaje.

       Esta manera de seducir al estudiante en el campo de la enseñanza fue tratada con ternura y acierto en la película Los Coristas (2005), de Christhophe Barratier. En ella, los niños de un correccional, en la Francia de 1949, terminan siendo atraídos por un profesor que les introduce en el mundo de la música. La creación de una coral supone mucho más que una bonita actividad extra. Se trata de entender qué es el trabajo de grupo, de sentir que se forma parte de algo y que cada uno tiene un papel que desempeñar. De que el esfuerzo y la responsabilidad individual son esenciales para que el todo funcione. En esto consiste la educación.

       Una película más reciente, que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes es La clase (2008), del director francés Laurent Cantet. Está basada en el libro autobiográfico de François Bégaudeau, quien hace también el papel de profesor en la película. En ella, el mundo de la educación actual revela su cara más difícil: estudiantes adolescentes que se rebelan contra el profesor, mostrando un comportamiento manipulativo y desafiante hacia cualquier autoridad. Cantet ha escogido un escenario que, si miramos bien, puede que nos resulte más familiar de lo que imaginamos. Un barrio marginal, con alumnos procedentes de múltiples culturas y países, y contextos familiares a veces extremos Los alumnos y los profesores no son actores y previo a la filmación hubo un año de ensayos y prácticas de improvisación. Las clases eran reales y las discusiones abiertas. De esta manera, el documental filtra la película, que sin embargo, tiene un guión sólido que sigue a rajatabla. El espectador duda a menudo de si lo que está viendo es ficción o realidad y esto, claramente, es parte de la intención del director. Es decir, provocar una cercanía que a menudo roza lo incómodo, así como clavar en la conciencia una realidad ineludible: esto no es un cuento, esto es lo que ocurre en las aulas de nuestros colegios.

       Bégaudeau, el profesor, utiliza la palabra, no sólo porque sus cursos son de lengua francesa, sino porque es a través de ella, de los debates e, incluso, los enfrentamientos verbales entre él y los alumnos, como pone en práctica su método pedagógico. Se trata del diálogo y la incitación a la palabra, en un tira y afloja a veces agotador pero que él nunca abandona. Nos hace recordar una gran película de la década de los 60, Rebelión en las aulas (1967, James Clavell), donde un profesor (Sydney Poitier) enseña a un curso de adolescentes mal encarados. Por supuesto, los años han pasado y las diferencias entre unas generaciones y otras – 40 años después-  son grandes. Pero algo muy importante hay en común: la enorme paciencia y la constancia de un educador y el desafío y respuesta de los estudiantes. Dialéctica de la pedagogía cuyo objetivo es incorporar al alumno a un discurso de intercambio y voluntad de aprendizaje.

       Seguramente esta es la imagen fuera de pantalla que percute incómodamente en otra gran película de nuestra década, Elephant (2003), de Gus van Sant. No porque en las aulas –a cuyos cursos no asistimos- se esté poniendo en práctica ningún tipo de pedagogía, sino porque esos alumnos que pululan  por los pasillos sin nada aparente que hacer, que ven televisión y usan internet, que programan juegos terribles que quieren hacer realidad (la película está basada en los hechos ocurridos en 1999 en el Instituto Colombine, donde unos alumnos perpetraron una matanza), nos hacen preguntarnos qué tipo de educación está llevando a cabo nuestra sociedad y nuestras instituciones. El elemento terriblemente perturbador de la película es, precisamente, la normalidad con que todo ocurre. Y si el mensaje de esta película es todo entra en la normalidad, el cine en esta ocasión ha conseguido una función primaria: hacernos estremecer y reaccionar diciendo “No, esto no puede ser. Esto no debe ser”.

       En este sentido, resultaría interesante hacer una comparación entre cierto tipo de películas, construidas principalmente en la factoría estadounidense, y las que nos brindan directores de otras geografías

       El cine norteamericano ha tenido siempre muy presente en su vasta producción la dramaturgia clásica del guión. El protagonista es un héroe con todas las de la ley que se enfrenta a cuantos más obstáculos mejor para llevar a cabo su aprendizaje y catarsis personal. Aprendizaje y desarrollo van, pues, más ligados al protagonista, sea quien sea, que al mensaje sobre educación que se quiere transmitir. Esto puede observarse en filmes como Mentes peligrosas, El club de los poetas muertos o la más reciente Escuela de Rock (2008). Las aulas las llenan alumnos salvajes o indiferentes, a los que el profesor termina ganándose con todo tipo de triquiñuelas. El objetivo es domesticar, y el contenido queda en un segundo plano. Son historias de domadores de fieras y del proceso de amaestramiento. (Vocablo que aunque viene de la palabra maestro, queda por desgracia deformado en su uso ya que no resulta claro que uno pueda amaestrar en la libertad y para la libertad, que es lo que se espera de una buena educación.) Este objetivo, en principio no implica ningún discurso sobre la educación. Se trata básicamente de ver quién gana. O la ecuación habitual de protagonista (profesor), más objetivo (ganarse el sueldo, reto personal…), más obstáculo (la clase), igual a “superarlo para salir bien librado”. Sirve para la narrativa del cine, pero no queda tan claro si aporta realmente al tema de la enseñanza… En Escuela de Rock, el improvisado profesor de música va a encauzar a sus alumnos hacia los placeres del desfogue y disfrute musical hasta convertir su clase en una banda de rock. Pero él no tiene ningún discurso sobre la educación. De hecho, si no fuera por la música, seguramente no estaría enseñando nada a nadie.

       Algunas películas han entrado sin embargo por la vía alternativa del mentor y el aprendiz, que finalmente es la fórmula más eficaz para obtener resultados: un cara a cara, un  pulso en el que las dos partes salen ganando. O eso se supone. Dos buenos ejemplos serían El indomable Will Hunting (1997) o Descubriendo a Forrester (2000)

       Una curiosa mezcla entre estos dos estilos es la última producción norteamericana sobre el tema que acaba de llegar a las pantallas, Precious (2009), dirigida por Lee Daniels y adaptada de la novela Push, de Sapphire. Película independiente, ganadora de premios en Sundance, Cannes y Toronto, cuenta ya con numerosas nominaciones a los Globos de Oro y al Oscar. Precious narra la aberrante cotidianeidad de una adolescente negra del barrio de Harlem, sometida a todo tipo de abusos sexuales, psicológicos y físicos por parte de su padre y, sobre todo, de su madre. La muchacha tiene un hijo de su progenitor y al comienzo de la película está embarazada del segundo. Esto provoca que la escuela donde estudia –y donde apenas aprende nada- le dirija a un centro especial de educación donde le enseñen a escribir y leer bien para que pueda sacarse la primaria. Ahí, una profesora dedicada, atenta y perfeccionista la guiará y estimulará para que no se rinda y continúe los estudios, a pesar de los pesares. Y estos son muchos, sin duda. Pero la chica sale adelante, entre otras cosas, gracias al mundo paralelo de fantasía y evasión que se ha creado a lo largo de los años para poder resistir.

       El tema es estremecedor y la película fue clasificada no apta (R), tanto por su contenido como por su lenguaje abusivo. A pesar de los premios y elogios, sin embargo, la historia no termina de cuajar. No hay duda de que mostrar la redención personal de una adolescente maltratada a través de su relación con la escritura y del apoyo que recibe de las instituciones (representadas por la figura del profesor y de la asistente social) da para reflexionar y cargar el contenido. Pero hay demasiados vaivenes de estilo: poéticas ensoñaciones del imaginario de la adolescente que no se desarrollan a fondo en el personaje, sólo en los momentos de violencia; una última parte que, a pesar de las truculencias del guión (parece que no puede pasar nada peor, pero sí, pasa) deja un extraño sabor de “ya visto”, como si la película estuviera metida en un corsé cientos de veces reconocido en el arquetipo cinematográfico norteamericano. Un educador excelente y comprensivo que aporta siempre la palabra justa, un asistente social que se resiste pero al final colabora, una madre que tiene su cuota de psicoanálisis justificativo y una hija-héroe que termina por fin alzándose sobre su maléfica influencia. Es como el cuento que el niño escucha con placer una y mil veces, y lo corea cada vez que se lo cuentan. La verdad es que se necesita mucho más que una gran actuación, una hermosa fotografía o un montaje innovador para conseguir la frescura, o la verdad que emanan de una buena película. Si se puede decir más con menos, en esta película hay demasiadas cosas que se quieren decir y desarrollar. Habría sido bonito, y puede que más productivo, concentrar las energías en el proceso de escritura y adquisición del lenguaje que la joven va haciendo y que provocan el despertar de su conciencia y el reclamo de su libertad.

       Esta reflexión sobre el contenido y la búsqueda de vías para articular el mensaje educativo está más presente en películas europeas, africanas o asiáticas. En ellas, se suele primar el análisis de la actitud del maestro, ya que no se propone una misión imposible, sino que simplemente es su vocación, no puede hacerlo de otra forma. Esto también ocurre en películas como La lengua de las mariposas (1999), de Jose Luis Cuerda; Madadayo (1998), última película de Akira Kurosawa; Khomreh (1995), del iraní Ebrahim Foruzesh; y Hoy empieza todo (1999) de Bertrand Tavernier.

       En estos casos, no se trata de un reto sino de una necesidad del educador, que se convierte no tanto en líder, como en coordinador y acompañante del aprendizaje. El tratamiento narrativo se vuelve más humanista y el discurso cinematográfico se concentra más en el proceso.

       Esta es la intención de una reciente película alemana, La Ola (2008), del director Dennis Gansel. Se trata de la adaptación cinematográfica de un experimento educativo que se desarrolló en los años 60 en California. Un profesor de instituto decide sacar del limbo de indiferencia en que planean sus alumnos –que rondan los 16 años- haciendo una clase práctica de ética y política. Planteando la cuestión de “¿qué es una autocracia?” y “¿Podría volver a repetirse el experimento nazi que ocurrió en Alemania hace 50 años?” (pregunta a la que todos los chicos responden que no), el profesor les hace participar en un ejercicio que pretende transmitirles el significado de la unión, la fuerza del grupo, el sentido de pertenencia y la disciplina. En unos pocos días, el peligroso juego toma unos tintes demasiado reales cuando los alumnos se empiezan a entregar a él en cuerpo y alma. No sólo se identifican con su papel sino que además empiezan a excluir y amedrentar a todos aquellos que, o bien no quieren entrar en el grupo, o no están de acuerdo con las pautas establecidas.

       La Ola se apoya mucho en el mensaje que quiere transmitir  y nos ofrece un discurso para desentrañar, o más bien reflexionar. No deja resquicios para la interpretación libre y podría decirse que es casi una conferencia ilustrada con imágenes. Cierto que ilustrar es una de las funciones del cine. Y aquí, sin ninguna duda, todo está al servicio del mensaje: la cámara y con ella el director, actúan de reporteros sin entrar en mayores cuestiones cinematográficas.

       Lo que es evidente es que en esta película, así como en las anteriores, hay siempre presente algo que no vemos. En todos los casos se nos transmite una información crucial sobre nuestra sociedad -que queda fuera del plano- y que no deberíamos perder de vista. Los alumnos se convierten en símbolo, cierto que a veces en exceso subrayado, pero la infancia y adolescencia son una preparación para conformar la futura sociedad y, por tanto, es inevitable que el proceso de aprendizaje y sus componentes (los estudiantes) sean el vehículo de ese símbolo.

       En todas hay también un punto en común que es la pasión del educador por lo que hace. Y si no es específicamente la educación, como en el caso de La escuela de rock, entonces lo que hay es pasión por la actividad que se enseña. Es condición prácticamente sine qua non. Pasión, paciencia, dedicación.

       Por otro lado, el proceso educativo no se limita al ámbito del contenido de las asignaturas sino que va mucho más allá, como muestran todas las películas, ya sea domando fieras, compartiendo aprendizaje o descubriendo conjuntamente el mundo. Lo importante es el cómo y no el qué. El qué aprendo viene después, una vez que el cómo y por qué se han asentado en la conciencia.

       Si muchas veces la narración toma como decorado la institución (el colegio, los profesores y sus alumnos), todos hemos visto fantásticas películas en las que los protagonistas son un mentor y su pupilo. Películas sobre la educación, por tanto, podrían ser asímismo El viejo y el niño, de Claude Berri, Amarcord, de Federico Fellini, Perfume de mujer de Martín Brest o, por qué no, El libro de la selva, de Walt Disney. Estamos hablando en realidad de una educación para la vida que de ninguna manera puede separarse de los procesos educativos institucionales y familiares. En ellas se nos narran procesos de aprendizaje que ponen el acento en el despertar de la curiosidad, la estimulación de la capacidad de maravillarse, las preguntas y respuestas, la superación de los miedos, la aceptación de las emociones…

       Al público en general le gustan estas películas. Sin duda porque es fácil identificarse con los niños y los adolescentes (que cuando son rebeldes o indisciplinados, se asimilan a los niños). Pero también porque supone un reconocimiento de aptitudes y actitudes que con demasiada frecuencia echamos en falta en nuestro propio desarrollo.

       Si esto es así, entonces a día de hoy seguimos sin incorporar estos valores en la enseñanza. Si no lo hacemos ya, si no lo exigimos en las aulas de los centros académicos, entonces con o sin películas, cualquier discurso sobre la educación servirá únicamente para amontonar nuestras emociones en un rinconcito, decir “qué bonito (o qué duro), cuánta verdad” y luego volver a acomodarnos a lo que nuestras instituciones nos proponen y a aquello con lo que nuestro entorno se conforma.

       Nicolas Philibert, explicaba que con su documental Ser y tener pretendía dar una bella imagen de un oficio que hoy en día está algo desvalorizado. El oficio de maestro. Da que pensar que casi 40 años después de la película Rebelión en las aulas, siga siendo una cuestión esencial y no resuelta en  nuestra sociedad.

       Hacia el final de la película El maestro de Escuela, hay una conversación entre el maestro Coluche y una frustrada profesora que acaba de intentar suicidarse. Coluche le anima: “Lo único que puedes hacer por ellos (los alumnos), es quererlos.” Ella responde, “Yo los quiero, son ellos los que no me quieren a mí.” Curiosa vuelta de tuerca del diálogo con el que empieza la película. Y es que en educación, no hace tanta falta invertir en dinero o en  material como en pasión. Un lápiz, un ordenador y un profesor con todos los títulos del mundo no pueden por sí solos recorrer el tramo que va desde el alumno hasta el educador. Un espacio invisible y cuya brecha significa un fracaso anunciado.

       Puede que el cine consiga hacernos ver y creer en aquellas cosas que nos negamos a admitir. La clase, La Ola, Precious… pasan los años y estas películas junto con muchas otras nos envían un mensaje que, definitivamente, no podemos permitirnos seguir dejando pasar por alto: hay que pasar a la acción.

 

 


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