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El club de la lucha

 

Mis vecinos aún siguen con el árbol de navidad puesto. Como si esto no se pareciera más al día del juicio final que a cualquier fiesta. Beirut se ha llenado de mierda, de bolsas de basura esparcidas por la calle impidiendo casi el paso de los vehículos, esperando a que los últimos ecologistas concienciados sean asesinados o levanten su campamento de protesta de la carretera, ¿será también de la vida…?, que termina en el vertedero.

 

Lo mejor de los periódicos libaneses son los comentarios de sus ingeniosos lectores. Alguien propone que la basura sea arrojada en los campos de palestinos, que algún uso hay que buscarles, otro apunta que en un país de mierda, con un gobierno de mierda y una sociedad de mierda lo más lógico era que nos invadiera la mierda. Y yo tengo el día como para revolcarme en ella.

 

Leía estos días las memorias personales y periodísticas del que fuera corresponsal de El Mundo en Moscú, Daniel Utrilla, en las que aprovecha uno de los capítulos para contar al lector las cosas que no le gustan de Rusia. Le sobra con apenas dos páginas; las otras quinientas constituyen un impecable y armonioso canto a las bondades ocultas de la madre Rusia. Yo, por mi parte, me pregunto cuántos árboles harían falta si esta lúgubre tarde me pusiera a despotricar.

 

La mera visión de ese atuendo cucarachil que repta a lo lejos cubierto por un virginal pañuelo me crispa, el gesto forzado de esa otra mujer que pretende resultar sexy combinando su papel de inseminada y analfabeta me hace soñar con un trabajo como cajera de banco en Estocolmo, pienso que añoro Europa, que quizá ellos, el eterno enemigo…, tenían razón al opinar que en España no se estaba mal pero, entonces, mis ojos se deslizan hacia la pantalla del televisor. Allí está el busto parlante de un tal Chechu, de profesión cocinero, batiendo con desparpajo unos huevos, entregado con pasión a experimentos nucleares con la yema y un papel de plástico, sonriendo satisfecho porque el arte sublime también se halla entre los fogones grasientos de una cocina. Como si freír una tortilla entrañase la misma dificultad que escribir unas coplas a la muerte de tu puta madre.

 

Me gustaría escapar pero en la puerta de al lado los hijos bastardos de Gengis Kan ya ni siquiera saben que Anna Ajamatova pensaba una noche en Tashkent que la poesía era la fuerza más duradera, la única que ya no nos podía consolar…

 

No siento el subidón de adrenalina del principio cuando, como cualquier desgraciado sin grandes emociones vitales, me dejaba arrastrar por el sonido brusco y desacompasado de una nueva bomba. No, el espectáculo del Líbano hastía, tiñe a brochazos de impotencia, paraliza hasta la más indiferente desidia mientras nuestro particular “Club de la lucha” de Oriente Medio prosigue con su discurso idiota y estrecho de miras, plagado de luchas, yihads, resistencias, mártires, cuotas de poder sectario y demás memeces diseñadas para entretener al personal.

 

Continuaré caminando por las aceras creyendo distraída que suficiente nunca ha sido lo mismo que demasiado, cerraré las ventanas a la espera de otra primavera salvaje capaz de inspirar versos como los de Hölderlin:

 

Bello mundo, me hundí en tu plenitud

y me precipité, unido con todos los seres,

alegre desde la soledad del tiempo,

como un peregrino en el palacio paterno,

en los brazos del Infinito.

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