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El club secreto de Helene Hanff

 

Escribo de noche, ya cansado, pensando en que debo hacerlo hoy porque mañana no podré. Porque fallé la semana pasada. Porque si no lo hago quizá pensarás que iba en serio con lo de cerrar el blog. Ya encontraré otra forma de provocarte, que el folio en blanco es para jugar con él.

 

Hoy te quiero contar un secreto.

 

Desde hace unos días soy miembro de la sociedad secreta del 84, Charing Cross Road. Me introdujo en ella un compañero de trabajo, que para ser un secreto bastante estoy contando.

 

—Tengo que dejarte un librito muy bueno.

—¿Sí? —le pregunté, con cara de susto. Los libros que tengo pendientes me insultan cada vez que me dicen eso.

—Es de una escritora estadounidense. El libro recoge la correspondencia que mantuvo durante años con una librería de Londres. Es muy bueno.

—Vale, ya me lo dejarás.

 

Y me lo dejó.

 

Yo tenía claro que iba a empezar con ‘Palabra de vor’ justo cuando terminara de ver las series ‘House of Cards’ y ‘Luther’. Soy así de cuadriculado.

 

Pero mi compañero se acordó de dejarme ’84, Charing Cross Road’. Me duró dos suspiros.

 

«Señores —comienza a escribir Helene Hanff en la primera carta—: Su anuncio publicado en la ‘Saturday Review of Literature dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión ‘libros anticuarios’ me asusta un poco. Porque asocio ‘antiguo’ a ‘caro’. Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas (…)».

 

Hanff solicita desde Nueva York a la librería Marks & Co. de Londres una serie de títulos siempre que su precio sea inferior a los 5 dólares por unidad. «¿Tendrán la amabilidad de considerar la presente como un pedido en firme y enviármelos?»

 

Era 5 de octubre de 1949, la fecha de la primera carta. La primera de un intercambio que duró veinte años, hasta octubre de 1969.

 

En un primer momento las misivas son formales, hasta que Helene Hanff empieza a poner a prueba la reserva británica de Frank Doel, su contacto en la librería:

 

«¡Vamos, Frank Doel…! ¿Se puede saber qué HACE usted ahí? No veo que haga NADA, salvo pasarse todo el día SENTADO?

¿Dónde está el Leigh Hunt? ¿Dónde está la ‘Antología de la poesía inglesa’ de Oxford que le pedí? ¿Dónde mi Vulgata y ese querido y viejo loco de John Henry, con los que había pensado pasar horas de edificante lectura durante la Cuaresma? ¡No me envía usted NADA!»

 

Pullas, explicará la escritora, bromas. Pues para entonces ya había decidido que ’84, Charing Cross Road’ era su librería, que le quedaba más cerca, aun estando en Londres, que la que encontraba al doblar la esquina de su calle.

 

Por el camino, Hanff empieza a escribirse con otros empleados del establecimiento, a interesarse por sus familias, a enviarles alimentos porque la Gran Bretaña posterior a la Segunda Guerra Mundial los racionaba. Ellos responden a la generosidad de Hanff —»Sigo pensando que soy una escritora sin cultura ni demasiado talento»— con algún libro viejo:

 

«No me parece que éste sea un intercambio de regalos de Navidad muy equitativo. Vosotros os comeréis el vuestro en una semana y antes del día de Año Nuevo os quedaréis sin nada. Yo, en cambio, conservaré el mío hasta que me muera…, y moriré feliz sabiendo que lo dejo detrás para que algún otro lo aprecie. Pienso marcarlo a conciencia con suaves indicaciones a lápiz, para atraer la atención de un amante de los libros aún por nacer sobre los mejores pasajes.»

 

En otra carta, Hanff agradece el envío de un Angler:

 

«¡Qué mundo tan extraño este nuestro, en el que uno puede adquirir para toda la vida algo tan hermoso…, por lo que cuesta una entrada para un cine de Broadway, o por la quincuagésima parte de lo que te cobra un dentista para empastarte un diente!»

 

O pide el «Viaje a América de De Tocqueville» porque alguien se lo pidió para no devolvérselo:

 

«¿Por qué será que personas a las que jamás se les pasaría por la imaginación robar nada encuentran perfectamente lícito robar libros?»

 

También leo horrorizado que Hanff tira libros a la basura. Sólo tiene tres librerías, explica, y cada primavera hace una limpieza general para liberar espacio:

 

«Mis amigos son muy peculiares en cuestión de libros. Leen todos los best sellers que caen en sus manos, devorándolos lo más rápidamente posible…, y saltándose montones de páginas según creo. Pero luego JAMÁS releen nada, con lo que al cabo de un año no recuerdan ni una palabra de lo que leyeron. Sin embargo, se escandalizan de que yo arroje un libro a la basura o lo regale. Según entienden ellos la cosa, compras un libro, lo lees, lo colocas en la estantería y jamás vuelves a abrirlo en toda tu vida. ‘PERO NUNCA LO TIRAS! ‘JAMÁS DE LOS JAMASES SI ESTÁ ENCUADERNADO EN TAPA DURA! Pero… ¿por qué no? Personalmente creo que no hay nada menos sacrosanto que un mal libro en incluso un libro mediocre.»

 

Así he entrado en el club de Helene Hanff, aunque yo no sea un cazador de libros antiguos. Tengo dos joyas, eso sí. ‘En las líneas de fuego’, editado en 1917, y ‘El año de Verdún’, en 1918. Gaziel cuenta en estos libros la Primera Guerra Mundial. No se imaginaba este reportero que sus libros iban a pasearse por otras guerras de finales de siglo. Hoy están a punto de desarmarse, con anotaciones de su anterior dueño, que me los regaló, pero se saben miembros de un nuevo club. Un periodista de ‘Newsweek’ dijo de ’84, Charing Cross Road’ que es «uno de esos libros de culto que los amigos se prestan unos a otros y que transforman a sus lectores en otros tantos miembros de una misma sociedad secreta».

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