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El coleccionista de asesinatos (7 formas de morir en Internet)

 

Me llamo Federico Yostick y me excito diariamente con la muerte. Pero no la de cualquiera, ni la mía propia en circunstancias más o menos naturales. Lo que realmente altera mi proceso feromonático es la posibilidad de ser asesinado todas las noches.

 

1. Desde el primero de mis encuentros en Internet, ya anduve provocando a unos skinheads para que me eliminasen con una muerte a la altura de las circunstancias. Me llevaron a una fábrica abandonada, a las afueras de Barcelona. Me colgaron de una viga, me rociaron con gasolina, y encendieron sus pitillos a mi lado. Tras múltiples torturas y mutilaciones, terminé ardiendo como un hereje. Ni siquiera las salvas de lava blanca que se disparaban -en pleno orgasmo- desde mi cuarto, sirvieron para aplacar aquel fuego de palabras, que acabó consumiéndome en el acto.

 

2. He muerto desangrado en una Estancia argentina al pie de los Andes, donde me vi obligado a pagar las culpas de todos los conquistadores que dejaran allí su huella de hierro. Mis verdugos anfitriones recogieron en el campo ramas de espinos suficientes, para tejer una colcha adecuada a los pecados ibéricos que yo representaba. Me tendieron y amarraron sobre la cama, antes de comenzar a azotarme con silicios y vergajos. Cuando mi cuerpo ya sangraba como un Ecce Homo de la catedral de Palencia, también con espinos me coronaron. Finalmente izaron la cama, para que me desangrase más fácilmente. Resultó hermoso despedirse de la vida en vertical, a través de la nube roja de tu sangre cayendo lentamente -como un telón traslúcido- ante tus ojos. Mientras, en la alcoba macabra seguía sonando la música de La Misión, de Ennio Morricone.

 

3. He tenido muertes menos épicas, pero no por ello menos excitantes. He sido encerrado en el maletero del coche de unos macarras, a los que me había regalado -previamente- el más pérfido de mis amantes. De esa guisa me trasladaron a un recinto industrial entre los dos brazos del Guadalquivir, a su paso por Sevilla. Los salvajes muchachos, borrachos y enfarlopados, hacían relucir su violencia como un látigo incandescente en el corazón de la noche. Me sacaron entre gritos, golpes, risas y patadas, anunciando el final que me esperaba en aquella explanada. Las luces del cercano Aljarafe pudieron contemplar el crimen en primera instancia; con vistas panorámicas desde San Juan de Aznalfarache. Afortunadamente, nadie hizo nada por impedir mi sacrificio.

 

4. He sido eliminado regularmente por un joven abogado de Valencia, que se erige en juez ejecutor de degenerados. Con toda tranquilidad afirma que la culpa es mía, por haber sacado de él una bestia, a la que no tenía el más mínimo interés por conocer en su vida. Con más de treinta años ha sido capaz de ganar unas Oposiciones, pero no ha conseguido dejar de ser virgen. Ni siquiera ha mareado a una mocita, aunque las haya habido pretendiéndolo. Por ello me acusa –no sin razón- de ser yo el culpable de sus males. Tanto entrar en Messenger ha terminado despertándole un furor por y contra los hombres, al que se ha hecho adicto: viene matándome todos los domingos por la noche, desde hace  más de 5 años.

 

5. He sido expuesto en lo alto de un tablado, en un pueblo de la Sierra de Aracena, para que acudieran a devorarme las bestias más salvajes de la comarca. Perros, cabras, cerdos traídos de todas partes, me poseyeron delante de sus amos; mientras algún gorrino se encargaba de ir comiéndose los dedos de mis pies como aperitivo. Cuervos me vaciaron los ojos, y águilas se encargaron del resto de mis partes blandas. Lo último que quedó de mí fueron las nalgas, y sólo porque querían seguir utilizándolas. Los pueblerinos excitados acercaban a sus bichos, para que participara en aquella bacanal de Adán devorado por las fieras del paraíso.

 

6. Igualmente, poseo amantes con grandes dotes culinarias, (casi todos vascos,) que no han querido privarse del placer de cocinarme, para dar un banquete a sus amigos con mi cuerpo. La idea del pavo relleno o la del lechón asado, suelen ser las más frecuentes; aunque se deciden por una u otra, según la prisa que tengan. Si el chateo cae en fin de semana, se dedican al relleno. Para ello, se valen de mis orificios corporales, introduciéndome verduras, salchichas, carnes picadas…; reservando mis orejas, nariz y boca, para las hierbas y frutos aromáticos. Lo más sensual y deleitoso resulta el baño de aceite de oliva con el que me riegan, antes de meterme al horno. Sigo vivo cuando me comen, y me extasío cuando me trinchan y despiezan, convirtiéndome en finas lonchas. Qué gusto ser víctima de tanto cuchillo, pinchazo y mordisco progresivo, para terminar siendo ingerido como un alimento. Los gemidos de placer y satisfacción plena de los comensales, siempre resultan el más alto halago para una vianda. Según los expertos, comer carne humana viene a ser cien veces más excitante que un orgasmo.

 

7. Aunque tengo que reconocer que una de mis muertes favoritas se produjo a la entrada de un teatro. Se trataba de uno de esos recintos modernos reciclados, donde los arquitectos consiguen incrustar el más sofisticado de los recintos escénicos, en viejas naves industriales, donde antaño se sacrificaban y colgaban reses de ganado. Mis valedores del crimen me dejaron desnudo y tendido sobre un suelo irregular de adoquines levantados, que más parecía un karesansui (jardín seco japonés), que un callejón de matadero en obras. Fueron ellos mismos los que invitaron al público allí reunido (que esperaba para entrar al teatro,) a que me lapidaran, como performance previa al espectáculo. No lo dudaron ni un solo instante. Se arrojaron a coger bloques de piedras color semen, y a lanzármelos, mientras proferían todo tipo de insultos. La búsqueda de la verdad escénica, y el ansia de desahogo propia de cualquier ser urbano, desataron una furia superior a la de todos mis anteriores asesinos reunidos para un solo crimen. Qué placer tan sofisticado e imprevisible: ser inmolado por un grupo de respetables ciudadanos, respondiendo a las lúdicas exigencias de un guión más trágico que  dramático. Extrema delicia masoquista resulta morir a manos de los que interpretan el papel de los justos, en la calle.

 

(Tecleando la palabra muerte en Google se abre la entrada a 38.500.000 páginas web; mientras que el término nacimiento sólo conduce a 17.800.000 sitios; casi el doble de muertes que de vidas. Y si lo tecleamos en lengua inglesa, la distancia se triplica: 343 millones de veces se repite la palabra death, frente a los 136 millones que lo hace birth. FedericoYostick, coleccionista de asesinatos, es sólo una criatura cibernética; resulta por tanto normal, que reproduzca su estructura madre.)

 

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