No entiendo por qué se debe considerar que el compromiso de un escritor sea una cualidad por la que debamos admirarlo. «Era un escritor comprometido», se ha dicho mil veces tras la muerte de José Saramago, y todo el mundo ha suspirado complacido. Pero la pregunta que me hago es por qué debemos suspirar complacidos. Ante todo, no tengo muy claro qué significa el compromiso. ¿Pertenecer a un partido de izquierdas? ¿Gritar que Pinochet era un tirano? Sí, de acuerdo, pero nada de eso garantiza la calidad de una obra. Para mí el compromiso verdadero no tiene nada que ver con eso. El compromiso verdadero, tal como yo lo entiendo, ocurre muy lejos de las proclamas públicas y de las cámaras de televisión, porque es un hecho que ocurre de forma secreta, sin testigos ni admiradores, o más bien justo cuando no hay testigos ni admiradores, y peor aún, justo cuando uno cree que nunca va a tener testigos ni admiradores.
En realidad, el compromiso verdadero tiene que ver con un solitario gesto de valor en el que nadie o casi nadie va a reparar. De hecho, el compromiso tiene que ver con la gloria, al menos con la gloria tal como la entendía Herbert Read, que combatió en la Gran Guerra y ganó la medalla al valor, aunque luego se volvió anarquista y pacifista. Hace muchos años, en Dublín, leí esta frase de Herbert Read que hacía la mejor definición de la gloria que conozco: «Gloria es ahora una palabra desacreditada. La ha perjudicado su relación demasiado estrecha con el fasto militar y se ha confundido con la fama y la ambición. Pero la verdadera gloria es una virtud privada y discreta, que sólo se adquiere plenamente en la soledad». Pues bien, para mí no hay diferencia alguna entre gloria y compromiso. Los dos hechos –porque conviene repetir que son hechos, y no juicios de valor emitidos por periodistas y aduladores- son virtudes privadas que sólo se adquieren plenamente en la soledad.
Puedo citar algunos ejemplos de gloria, es decir, de compromiso. Uno de ellos no es artístico, aunque para mí es un acto que tiene el valor de una gran novela o de una gran sinfonía. El hecho tuvo lugar en Dublín, el 30 de abril de 1916, el día en que terminó la Revuelta de Pascua de los independentistas irlandeses. El lugar exacto en el que sucedió fue una calle llamada Marrowbone Lane, el Callejón del Tuétano. Allí estaba la destilería del whiskey Jameson. Y allí había combatido una de las últimas unidades de rebeldes irlandeses que se rindieron a los ingleses. Aquella unidad estaba formada por unos cien hombres y unas cuarenta mujeres. El oficial inglés que mandaba las tropas de asalto preguntó a los hombres que se rendían quién mandaba aquella unidad. Todo el mundo sabía lo que aquello significaba: según las leyes de guerra, la persona que estaba al mando iba a ser ejecutada por alta traición.
-¿Quién manda esto? –gritó el oficial inglés.
Un hombre mayor, abatido, cansado, se adelantó unos pasos. Iba a levantar la mano cuando se interpuso un hombre de unos veinte años, pelirrojo, con cara de niño.
-Yo mando esto –dijo el hombre joven.
El joven era un combatiente más, uno más. Pero el comandante era un hombre casado y tenía hijos. El joven, en cambio, no estaba casado ni tenía hijos, y quizá ni siquiera tuviera novia. Se llamaba Conn Colbert y había sido oficinista e instructor de gimnasia. Su vida no daba para una gran biografía. Pero aquel domingo de abril, en el Callejón del Tuétano, decidió que él iba a morir en lugar del hombre casado y con hijos que mandaba su unidad. Los rebeldes no llevaban uniformes con insignias, así que el joven podía hacerse pasar por el comandante de la unidad. Si los demás combatientes se callaban, nadie sabría la verdad.
-¿Quién manda esto?
-Yo.
Todo se decidió en un segundo. El verdadero comandante decidió aceptar aquel regalo inesperado. Retrocedió unos pasos y se mezcló con sus hombres y no volvió a decir nada. Conn Colbert se entregó a los británicos como oficial al mando de la unidad rebelde. Y por eso fue juzgado en consejo de guerra y condenado a muerte por alta traición. Lo fusilaron en mayo de 1916 en la cárcel de Kilmainham, donde ahora se levanta el Museo Irlandés de Arte Moderno. No sé por qué Conn Colbert hizo lo que hizo. Quizá sólo creyó que era injusto que fuera a morir un hombre que tenía mujer e hijos, mientras que él, que no tenía mujer e hijos, se salvaba y podía volver a su casa. El caso es que se levantó, se puso delante de todos sus compañeros y gritó «Yo mando esto». Ahora Conn Colbert tiene una avenida frente al Longmeadows Park. Y cada vez que voy a Dublín procuro dar un paseo por la Conn Colbert Road, y mirando al parque, como si cantara una canción, como si yo también fuera un hombre valiente, murmuro: «Yo mando esto», y me creo capaz de hacer una cosa así, sabiendo muy bien que jamás seré capaz de hacerla.
Pero aquí no se acaba la historia, porque se me ocurren otros muchos ejemplos de gloria, es decir, de compromiso.
Uno: el día que Nick Drake dejó en la recepción de Island Records las cintas con las canciones de «Pink Moon» y luego salió corriendo, porque «Pink Moon» era su obra maestra –y él lo sabía-, pero él estaba demasiado desmoralizado y deprimido para entregársela a su productor y no tenía ganas de hablar con nadie ni de explicarle a nadie lo que había hecho con sus canciones.
Dos: el día de 1967 en que un desconocido Van Morrison, que no tenía trabajo ni dinero y vivía a salto de mata en América, subió a cantar en un oscuro local de las afueras de Boston, y empezó a cantar «Gloria», y hubo unos aplausos tímidos en la sala, y terminó de cantar «Gloria», y hubo otros aplausos tímidos en la sala, y entonces subió al escenario el disc-jockey y cogió el micro y dijo: «Este tipo no es Van Morrison, desde luego, pero no canta mal, aunque siempre sería mejor haber escuchado al verdadero Van Morrison». Y Van Morrison no dijo nada –¿para qué?-, y siguió cantando, y terminó su actuación, y aceptó los escasos aplausos que llegaban de la sala, y volvió a su rincón y siguió bebiendo a solas una cerveza que no sabía muy bien cómo iba a pagar.
Tres: el día en que Bob Dylan iba caminando por la calle, y escuchó a un grupo de jóvenes tocando «Knockin´ on Heaven´s Door» en un jardín, y se asomó, y escuchó una melodía que le gustaba aunque ya no sabía muy bien de qué le sonaba, y entonces oyó a alguien que gritaba: ¡Eh, tú, largo de aquí!», y Dylan, obediente, se fue y continuó su camino, tarareando la melodía que acababa de oír y que no lograba identificar, mientras pensaba que le hubiera encantado escribir aquella canción.
Sí, ya lo sé, este tercer ejemplo no ha sucedido (le ocurrió al anciano Tolstoi cuando cogió por casualidad un ejemplar de «Ana Karenina», no a Dylan), pero da igual. Si no ha sucedido, alguna vez sucederá. Y sí, amigos, eso es la gloria. O dicho de otro modo: eso es el compromiso.
-¿Quién manda esto?
-Yo.