Examinar el pasado no es sencillo y menos si el escrutinio aborda la familia. Al menos para mí. Requiere cierta valentía, sinceridad y objetividad. Pero el examen está lleno de trampas, de falsificaciones, manipulaciones y justificaciones. Para qué revisar lo que ya sucedió y no volverá, se pregunta no poca gente. Yo, sin embargo, soy de los que piensan que siempre es buena y necesaria la revisión.
Un amigo con por lo general buen gusto literario me comentó y recomendó hace varias semanas la lectura de una bioficción de un joven periodista y escritor peruano, Renato Cisneros, centrada en la vida de su padre, el general Luis Federico Cisneros Vizquerra, apodado El Gaucho (La distancia que nos separa, Renato Cisneros/Alfaguara 2021), un militar de renombre que pisó por primera vez las alfombras del poder durante la dictadura de Velasco Alvarado y luego llegó a ser ministro en los gobiernos de Morales Bermúdez y Belaúnde Terry.
El Gaucho, apodado así por haber nacido en Buenos Aires, de familia de diplomáticos e intelectuales, fue hasta su muerte en 1995 una figura militar y política muy controvertida, sobre todo como ministro del Interior, cuando se distinguió como el responsable de la guerra sucia y el exterminio de los guerrilleros de Sendero Luminoso sin importar si en el combate caían civiles inocentes. No ocultó y se vanagloriaba de sus amistades extranjeras como Pinochet y Videla, con quienes se identificaba, o Kissinger durante su periodo de secretario de Estado de Nixon en los años turbios de los golpes militares en Chile y Argentina.
Sin embargo, Cisneros Vizquerra tuvo también su lado bueno, el de una especial sensibilidad por la justicia social la aventura y poner coto a la corrupción, mal endémico del país y del subcontinente americano. Odió y censuró públicamente los desmanes de Alan García y estuvo más de una vez en la diana de atentados para acabar con su vida. El odio fue recíproco. Era esa clase de individuo que no deja indiferente a nadie.
La distancia que nos separa no es un libro que me atrape como, por ejemplo, Conversación en La Catedral, la maravillosa novela de Vargas Llosa sobre la historia contemporánea de Perú. Y sin embargo, me atrajo desde el primer instante por la sinceridad y valentía de su hijo Renato al hablar de su padre. Al quererlo y al mismo tiempo odiarlo por los desmanes que cometió. “Escribí esta novela como una larga cuenta pendiente conmigo mismo, azuzado por la urgencia de reconstruir un pasado que de pronto sentí diluirse y tratando de entender -a través de la enigmática figura de mi padre- cómo la violencia y el silencio se volvieron parte fundamental de nuestra herencia generacional”, apunta en la introducción.
Saco la conclusión que con el libro queda en paz con él mismo y hasta con el padre, a quien en algunos momentos añora por sus intentos y voluntad de ayudarlo en circunstancias muy especiales. Es ahora, ya tarde para reconocérselo, cuando descubre los gestos humanos de su progenitor que anteriormente no comprendió ni agradeció.
¿Quién no ha experimentado ese sentimiento, esa emoción al revisar el pasado familiar? ¿Quién no tiene miedo, tristeza, no que a su vida se apague, sino a que se diluya la figura de sus padres, que ni siquiera una foto, una expresión evoquen el tiempo que se marchó? La escritura resulta a veces una buena terapia para escudriñar y tratar de entender las relaciones con nuestros mayores. No todos necesitan ejercerla o no tienen la capacidad para llevarla a la práctica. Sin embargo, no pocas veces los lectores de lo que uno escribe malinterpretan una reflexión no necesariamente crítica o negativa.
Si me atreviera a desnudar mi pasado y desmenuzara pasajes de mi vida ligados a mis padres, no estoy seguro que fueran bien aceptados por ellos en vida o por el resto de la familia. Probablemente los juzgarían con prejuicio y hasta con una carga de irritación. Incluso mostrarían disconformidad e incomodidad al concluir que los personajes de un libro de ficción se asemejaran a mis mayores. Siempre he creído que los mejores lectores de un escritor no son precisamente sus familiares o sus conocidos pues estos tienden a interpretar, simplificar e identificar situaciones que no coinciden con lo que el autor tiene intención de plasmar.
Pero, en resumen, admiro a Renato Cisneros por su valentía de poner en casi cuatrocientas páginas de un libro lo que le hubiese querido decir a su padre directamente pese a que a lo mejor a éste no le hubiese gustado. Y eso para mí le da valor al gesto. De momento, me voy a inscribir en el PPES, el Partido de los que Prefieren Estar Solos, imitando a Toni, el protagonista de la última novela de Fernando Aramburu, Los vencejos (Tusquets, 2021).