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AcordeónEl corazón, si pudiese pensar, se pararía. Deporte y pensamiento

El corazón, si pudiese pensar, se pararía. Deporte y pensamiento

 

Un deportista español, Javier Fernández, campeón de Europa de patinaje sobre hielo, aspiraba a lo más alto en los Juegos Olímpicos de Sochi. No pudo ser. Cometió una serie de fallos que le condenaron a un decepcionante –para él– cuarto puesto. Según nos dice RTVE, la hermana del patinador “dio con las claves” de este fracaso: “En un momento dado del ejercicio –dice la chica– Javier pensó demasiado, y eso, en este deporte, se paga.”

 

Inmediatamente me acordé del maravilloso escrito de Heinrich von Kleist sobre las marionetas. La conciencia nos condena a no poder disfrutar de la inmediatez de la existencia y, por tanto, nos arrebata la natural gracia, o levedad, del ser. De ella disponen, sin embargo, las marionetas, como los ángeles, llenas de gracia en todo movimiento. En cambio, cuando el hombre actúa o se mueve, ha de portar sobre sí la carga de su propia conciencia, y por eso se dan los tropiezos, las reticencias, los desajustes gravosos. “Semejantes torpezas –dice Kleist– son inevitables desde que comimos del árbol de la Ciencia”.

 

La ciencia, pues, la conciencia, nos ha separado de nosotros mismos y del mundo, de la naturaleza y de los otros. Pero Kleist sabe que, en este camino, ya no hay vuelta atrás. No es posible retomar el estado puro de inocencia. Tan sólo queda cumplir hasta el final esa larga travesía tortuosa de la conciencia, hasta el infinito. “El paraíso –escribe Kleist– está cerrado con siete llaves y el ángel vigila tras nosotros; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si por la parte de atrás, en algún lugar, ha vuelto a abrirse. Tal vez allí, en ese punto que se correspondería, según Kleist, con  el último capítulo de la historia universal, recuperemos el estado inicial. Hay, por cierto, algo muy benjaminiano en esta suerte de mesianismo apocalíptico que confía que sólo cuando el conocimiento haya atravesado un infinito recuperará la gracia. También en la idea de que, para bien o para mal, hemos de cargar con esta presencia dolorosa de la conciencia, hasta conseguir hacer de ella, incluso, una promesa, la promesa: de la libertad, individual y como especie. No cabe la posibilidad de acceder al espíritu puro de la divinidad, ni tampoco a la naturaleza plena del animal. Vivimos en ese estado intermedio. Pero no sólo tenemos que cargar con el trauma de esa indefinición radical, también debemos hacernos cargo de su apertura suprema. No otra cosa es la vida que encargarnos de ella.

 

La biografía de un atleta de alta competición modela, en cierta manera, este ideal de reconciliación por un esfuerzo infinito. Todo en su entrenamiento severo y hasta anacorético ha de ir enfocado a la liberación de la conciencia del yo y del cuerpo propio en favor de la adquisición de un automatismo final donde el músculo actúa ya sin la intervención consciente del sujeto. Esta gracia del no-saber es también lo que el Zen recomienda, por ejemplo, para  la práctica del tiro con arco. Los grandes deportistas, pues, son como las marionetas. Seres que han adquirido muy duramente, muy esforzadamente, la experiencia de la pérdida de la conciencia del yo y, precisamente por eso, han alcanzado la gracia suprema de los movimientos, la gran comunión con el mundo.

 

Hablamos, acaso, de un ideal de vida que formalizó, como sabemos, la civilización helénica, y que proyectó en todo su arte: la perfecta nitidez del gesto, la transparencia incluso que equivale a no ser nada: tan sólo pura luz donde resplandece una materia que ya no opone ninguna resistencia a la misma luz que la atraviesa. El replicante de Blade Runner, en su hermoso y elegíaco monólogo final, da una buena prueba, también física, de este anhelo. Juan Ramón Jiménez ha descrito este mismo anhelo de manera insuperable, al comienzo de su poema Espacio: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo. Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe que yo, quién, qué hombre o qué dios puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ése, y si quien lo ignora, más que ése lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, es la vida. Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección, como dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia; sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la luna, es haber  sido sol de un sol un día y reflejado sólo ahora”.

 

No todos, sin embargo, y desde luego no siempre –pues al cabo seguimos siendo humanos–, son capaces de alcanzar esta inmediatez o suprema iluminación infinita de la no-sabiduría. El fracaso de Javier Fernández así lo acredita.

 

Todo el universo kafkiano, por ejemplo, está recorrido por esta extrañeza; por la distancia extrañadora en que habita un individuo incapaz de hacer callar su conciencia. Se trata de un mundo, para él, profundamente perturbado, desequilibrado, incoherente: contra-hecho; lleno de aturdimientos, traspiés y todo tipo de cuerpos gravosos y caídas. Un mundo, de antemano, perdido; donde el sujeto gasta todas sus fuerzas en alcanzar una coherencia, una estabilidad imposible. Y precisamente por ello tropieza cada vez más. Todo esto se aprecia también perfectamente en los dibujos del escritor checo. En ellos podemos confirmar de forma muy clara cómo todas las tensiones del mundo se desarrollan entre oscilaciones de fuerza que empujan la inercia del sujeto hacia el aplastamiento; o que sofocan e inclinan toda su energía afirmativa o ascensional hacia los suelos y las profundidades. Kafka, desde su solitaria ventana, practicaba, al parecer, penosamente la gimnasia sueca. Admiraba los ejercicios soberbios –para él inalcanzables– de los funambulistas y los acróbatas chinos, circenses. Vigilaba estrictamente su dieta vegetariana. Cuidaba su organismo y lo entrenaba. Pero todo en él sigue siendo inútil precariedad, fracaso de un cuerpo no hecho realmente para la vida. En una nota de 1922, él mismo apunta: “Mi vida es la vacilación prenatal”. Hay en Kafka un ideal de inmovilidad o de petrificación estatuaria que tiene que ver con la desaparición o, aún más: la evaporación o disipación en medio de este mundo. Un ideal que el artista del hambre encarna con suma y sarcástica perfección.

 

También puede suceder, no obstante, que se contemple el mundo mismo como el  espacio privilegiado –el jardín delicioso y perverso–, para las maquinaciones de estas almas condenadas: lisiadas. Seres incapaces ya de la inocencia –seres expulsados del paraíso de la normalidad– que, desde esa distancia ontológica en que se hallan, disponen con crueldad de los destinos de los otros. Su ubicación no es por tanto nunca natural. No están jamás, por decir así, plenamente en el mundo. Su oblicuidad los pone –como los famosos objetos simbólicos de Hitchcock: el vaso de leche, las aspas de un molino de viento, las tijeras, el mechero del criminal de Extraños en un tren– en evidencia: delata su íntima per-versión; un mal funcionamiento. Y manifiesta, en último término, tal vez, el carácter maldito, desajustado, del propio destino universal. Con la muerte en los  talones es un ejemplo formidable de lo que aquí estamos contando. Todo en la vida de su protagonista se sucedía en la perfección insustancial de un ciudadano bien acoplado a la normalidad reinante. Hasta que, por aciaga casualidad, es confundido con otra persona y se le asigna una identidad inventada. De hecho, diríamos que, por medio de este acto azaroso y maldito, este hombre adquiere repentinamente, traumáticamente y por vez primera, autoconciencia: conocimiento de sí, incluso de que existe un sí. (No es paradoja menor de Hitchcock mostrarnos, con impiedad, este proceso a partir de una instancia identitaria por completo falsa e inventada, un puro vacío o una identidad meramente de papel, hecha justamente y tan sólo de papeles y de vida social, en el circuito social: una máscara pura. Ser es, en definitiva, como sabía Hegel, reconocerse en el reconocimiento que los otros nos conceden). Desde ese momento, el presente o el mundo se tornan peligrosos, inhabitables, mortales para él.

 

Con alevosía, Hitchcock parece complacerse a menudo en el tormento de este tipo de personajes que, inocentes o ingenuos, son cruelmente sacados de su apacible, y algo estúpida, normalidad. Así pues, el paraíso es la estupidez, y vivimos deliciosamente condenados en nuestra propia y particular per-versión. Nuestra per-versión o maldad provienen, directamente, de la actividad más plena de la conciencia. Alcanzar el conocimiento, en Hitchcock, en cierta medida significa cruzar la frontera hacia el lado malsano de la realidad. No estar ya en el mundo como están los cuerpos de los deportistas –el jugador de tenis de Extraños en un tren, por ejemplo–, sino separado de él. Ser capaz de contemplarlo y juzgarlo, desviarlo y deformarlo. Los grandes malvados de Hitchcock lo saben. Por eso, a veces, en medio de una acción pasional, un beso por ejemplo, son capaces de distanciarse o ponerse al margen de la acción misma y, girando su mirada hacia el espectador, como hace Eve Marie Saint en Con la muerte en los talones, interpelarnos. Haciéndonos cómplices de ese crimen que, a ojos vistas, ante nuestros ojos, para nuestros ojos, se va a cometer en la persona del inocente. No pensar, por tanto, se paga. Y precisamente nosotros hemos pagado un dinero para confirmarlo, para contemplarlo. Acaso la víctima se lo merecía, por vivir en la felicidad activa de la inopia. En la alevosa, escandalosa naturalidad paradisíaca de la inconsciencia. Ese lugar al que nosotros, malditos, ya no podremos acceder.

 

Pero ese lugar es, efectivamente, el principio vital. La entraña de la vida misma. Nadie mejor que Fernando Pessoa ha sabido expresar el drama de su distancia. En el fragmento inicial del Libro del desasosiego se nos dice: “He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales”.

 

“Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía”.

 

Está visto que lo que la hermana del patinador denomina pensar demasiado no sólo se paga en el patinaje sobre hielo o el deporte de alta competición. También en esta vida, efectivamente, el exceso de lucidez se paga.

 

 

 

 

Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro, Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo y Paisaje fotográfico. Entre Dios y la fotografía. En FronteraD ha publicado, entre otros, Jornadas gastrosóficas (con Paco Bononad, Chema Cobo, Miguel Ángel Hernández Navarro y Mariano de Santa Ana), Lo destruido y la espera. Notas sobre el cine de Béla TarrHoly Morts. Notas a partir de ‘Holy Motors’, de Léos Carax

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