Ayer me llamaron “señora”, fue en la cola del cine. Sé que a estas alturas debería de estar habituada, no soy una niña, pero no me acostumbro. ¿Quién se acostumbra a tomar conciencia que ya no es la joven peripuesta que cree? Todavía peor si quien lo hizo, otra mujer de mi edad, me llamó señora con una amabilidad forzada, condescendiente casi, mientras trataba de ponerse delante de mí en la cola. Si lo que pretendía era conseguir mi empatía mostrándose educada sin entrar en discusión, consiguió lo contrario, de buena gana le hubiera mandado a paseo, y desde luego no logró colarse en el cine si era eso lo que perseguía, hasta ahí podríamos llegar.
Me han llamado muchas veces “señora” y tratado de “usted”, en Italia es normal que te llamen signora después de cumplir los 30, pero lo que más me molestó de ayer fue la condescendencia y esa sonrisilla suya al llamarme “señora” como si se le llenase la boca, como si hubiera adivinado que unos días antes había cumplido años y todavía me sentía rara, envuelta en una edad que aun siendo mía todavía no lo era, pero que lo será pronto, tan pronto los días pasen y se ajusten a mi cuerpo como un corsé.
La educación a veces tiene estos contrasentidos, más cuando se trata de la edad. Pretendemos ser amables y en vez de eso, ofendemos al otro sin darnos cuenta. Nos ponemos en guardia y sacamos las uñas. Me pasó una vez que cedí el asiento en el autobús y la señora se enfadó. Muchas gracias, pero no soy tan mayor, me dijo con una mirada que me taladró. La línea de separación entre cordialidad y respeto es tan endeble como la espontaneidad fingida. Milena Busquets lo contaba con gracia en una de sus columnas de los domingos, decía que no le importaba que la llamaran “señora” en la ferretería mientras le mostraban sartenes, pero que lo que no soportaba era la falta de respeto, ese tono desprovisto de empatía, tan común en muchos jóvenes que te tutean en las tiendas y ni te miran a la cara cuando te atienden.
Para mí peor que esta indiferencia de la que una ya se acostumbra, es el otro extremo, el colegueo porque sí, cuando te llaman “cariño” o “cielo” gente a quien no conoces en un alarde de confianza que no existe, ya sea el frutero o el vecino del quinto.
Es muy difícil conseguir la amabilidad sin imposturas, la cordialidad espontanea sin invadir el espacio del otro, y sin molestar, sobre todo sin molestar hoy en día, en que todo vale. No sé qué ocurrirá cuando sea una anciana, lo mismo me gusta que me llamen cariño en la frutería, o lo mismo no, y pongo cara de ogro cuando me cedan un asiento en el metro, o me llamen “señora” mientras tratan de colarse en el cine, como hicieron ayer conmigo. Lo sabremos pronto, no en vano el corsé de los años aprieta implacable como un collar de perlas a punto de estrangularme.