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El cosmos desordenado. Un viaje a la materia oscura, el espacio-tiempo y los sueños postergados

 

La materia oscura no es oscura 

Algunas partículas sirven como bloques de construcción, pero hay otras, como el neutrino, que son principalmente partículas del fin de los tiempos. No, no me refiero al apocalipsis cristiano: quiero decir que son, de manera literal, un producto de desintegración común en el universo. De hecho, Wolfgang Pauli planteó la hipótesis de la existencia de los neutrinos en 1931 porque las cuentas de determinadas desintegraciones radioactivas no cuadraban, y una buena manera de justificar la energía faltante era suponer que la responsable de llevársela fuese una partícula que todavía no había sido detectada. Poco después de la propuesta de Pauli, Enrico Fermi desarrolló una teoría de la desintegración radioactiva que contemplaba estas partículas, y les dio el nombre de “neutrinos”, que en italiano significa “pequeño neutrón”. Casi treinta años después de aquella primera hipótesis, Clyde L. Cowan y Frederick Reines los observaron por primera vez en lo que se conoce como el experimento del neutrino de Cowan y Reines, realizado en el reactor nuclear de Savannah River (Carolina del Sur). Los experimentos probaron la teoría de que, cuando un antineutrino como los que se generaban en un reactor nuclear interaccionaba con un protón, la reacción daba lugar a un neutrón y un positrón. El positrón, la antipartícula del electrón, entraba a continuación en contacto con este y se destruía, proceso en el que emitía dos partículas de luz de alta energía: rayos gamma. Los experimentos que llevaron a cabo en Savannah River sirvieron para detectar estos rayos gamma y los neutrones resultantes. La combinación única de dos rayos gamma y un neutrón dejaba claro que el reactor había producido un antineutrino y, de este modo, había puesto en marcha toda la secuencia de acontecimientos.

Además de difíciles de detectar, los neutrinos son algo fabuloso. No tienen carga, pero cada tipo se asocia a una pareja leptónica cargada. Esto significa que se presentan en tres sabores: el neutrino electrónico, el neutrino muónico y el neutrino tauónico. Tardamos casi cincuenta años en averiguar que los neutrinos tenían masa. Yo estaba en el último curso del instituto cuando se hizo pública la revelación. Dado que su masa es tan pequeña, son perpetuamente lo que llamamos “partículas relativistas”. Pueden desplazarse a velocidades próximas al límite universal –la velocidad de la luz–, por lo que son muy eficaces a la hora de llevarse la energía de, por ejemplo, un escenario de desintegración nuclear. Es esta característica la que hace que los neutrinos posean un tremendo interés no solo desde el punto de vista de la física de partículas, sino de la astrofísica. Uno de los lugares en los que se generan neutrinos son las estrellas, que los producen en grandes cantidades cuando estallan; un fenómeno conocido como supernova. De ahí que recurramos a los neutrinos, así como a los fotones –partículas de luz– y a las ondulaciones en el espacio-tiempo –las ondas gravitatorias–, para estudiar el universo. Seguimos sin estar seguros de cuál es la masa del neutrino y tampoco sabemos explicar por qué su masa es extremadamente pequeña, pero aun así mayor que cero. Todo nuestro conocimiento de la física nos lleva a esperar que la masa sea o bien cero, o bien algo de tamaño considerable, así que por un tiempo, como no sabíamos nada de su masa ni si poseían masa alguna, creímos que los neutrinos eran algo llamado materia oscura. Hace apenas una década, más o menos, que tenemos la certeza de que no son lo bastante pesados, y esto nos deja una incógnita sobre la mesa: ¿qué diantres es la materia oscura?

Empecemos por aquí: la materia oscura no tiene por qué ser real. El término lo acuñó en 1906 Henri Poincaré, que la bautizó como matière obscure. Veintidós años antes, en 1884, el astrónomo inglés lord Kelvin había planteado la teoría de que “muchas de nuestras estrellas, puede que la inmensa mayoría, sean cuerpos oscuros”. En la década de 1920, los astrónomos holandeses Jacobus Kapteyn y Jan Oort postularon también la presencia de algo parecido a la matière obscure a partir de sus observaciones de las estrellas de la Vía Láctea y otras vecinas galácticas. En 1933, el astrofísico suizo Fritz Zwicky afirmó que había pruebas de lo que denominó en alemán dunkle Materie, basándose esta vez en las observaciones de los cúmulos estelares. Más pruebas llegaron de la mano del astrónomo estadounidense Horace Babcock en 1939, y a esas alturas el nombre “materia oscura” había calado ya; pese a que no tenía sentido, porque el problema no era que fuese oscura, sino más bien que era imperceptible, invisible.

La distinción es relevante si tenemos en cuenta la primera prueba verdaderamente significativa de la existencia de la matière obscure, que llegó en las décadas de 1960 y 1970 gracias en gran parte al uso creativo que hizo Vera Rubin de un espectrógrafo nuevo desarrollado por Kent Ford. Este espectrógrafo descompone la luz en colores distintos, y la doctora Rubin fue la primera científica que cayó en la cuenta de que podía usarse para medir la velocidad de estrellas galácticas con una exactitud sin precedentes. Los resultados mostraron que existía un desajuste notable entre la rapidez con la que las estrellas deberían rotar en torno al centro de la galaxia (si las estrellas fuesen la única materia en la galaxia) y la rapidez a la que en efecto se movían. Si toda la masa de una galaxia está contenida en estrellas y polvo, entonces, observando cuánta radiación recogemos de ambos, podemos calcular el tamaño de dicha galaxia. Hay una bonita ecuación física que nos da la correlación entre la luminosidad –el brillo– y la masa; y otra que nos da la relación entre la masa de una galaxia y la velocidad con la que orbitan alrededor de su centro las estrellas. Se trata de una de las leyes de Newton, y se enseña en el instituto. Pero en el caso de las galaxias topamos con un problema. La masa que resulta de todas las estrellas juntas, a partir de sus velocidades orbitales, no encaja con la masa calculada a partir de las medidas de luminosidad. La velocidad orbital indica que debería haber una masa mucho mayor.

Esto indica, a su vez, que falta una cantidad enorme de materia; o, dicho de otro modo, la existencia de una materia invisible. Hay otras posibles soluciones, como que nuestra teoría de la gravedad no sea correcta (entraré en ello más adelante), pero por el momento me centraré en la idea, más popular, de que necesitamos saber dónde está esa materia que falta, porque de otro modo nuestras dos series de datos, cuidadosamente recopilados, no concuerdan. Observando los movimientos en las galaxias fue como los científicos comprendieron por primera vez que el problema de la materia faltante era un verdadero y gran problema. Pero no fue el único indicio, y existen hoy en día varias discrepancias que no se pueden explicar introduciendo en la ecuación la “materia oscura”.

La materia oscura es, en esencia, un recordatorio de la cantidad de cosas que no sabemos del universo. El modelo estándar de la física de partículas no puede darle sentido a todo. Gracias a toda una serie de medidas astronómicas, creemos –es decir, la mayoría de cosmólogos y de físicos de partículas creemos– que el 80 por ciento de la materia que hay en el universo es lo que ha dado en llamarse materia oscura. Nuestra concepción actual del universo apunta a que los constituyentes de todo lo que hemos visto hasta ahora –la materia misma de la que estamos compuestos– representa solo alrededor del 20 por ciento del total del universo. El resto es materia oscura. Y si, como nos enseñó Einstein, ampliamos nuestra definición de materia para incluir en ella la energía, el desglose es aún más desolador: el 5 por ciento sería materia contemplada en el modelo estándar; el 25 por ciento, materia oscura (sea lo que sea esta); y el 70 por ciento, energía oscura (¡ya hablaremos más adelante de eso!). Resulta que el modelo estándar no lo es todo, a fin de cuentas. De hecho, puede que solo explique el 5 por ciento del contenido de materia-energía del universo. En otras palabras: los bariones, el modelo estándar, la materia cotidiana…, ¿nosotros? somos rarísimos, una completa anormalidad. Y no me refiero únicamente a los físicos, me refiero a todos nosotros, incluidas las secuoyas, nuestro planeta, nuestro sistema solar entero. El espacio está en su mayor parte vacío, y las partes que no lo están parecen prácticamente llenas de un tipo de materia invisible para nosotros. No hemos averiguado todavía si hay algún modo de que nuestros instrumentos científicos se aproximen a ella; no sabemos si se trata de una clase de partícula o si hay más de mil. El diagrama de Venn elaborado por Tim Tait, que podemos ver en la figura 3, muestra algunas de estas partículas teóricas, pero, de nuevo, no sabemos si encierran la respuesta. Lo único que sabemos es que esa materia invisible es la responsable de mantener unidas nuestras galaxias, y que tiene un papel fundamental en la formación de la materia que sí podemos ver.

El mayor diagrama de Venn de todos los tiempos: una representación de las diferentes teorías de la materia oscura y la forma en que los modelos se solapan a través, por ejemplo, de propiedades comunes. Tim Tait, teórico y profesor de Física de Partículas de la Universidad de California Irvine, creó este esquema para ayudar a otros físicos a entender toda la serie de modelos posibles de la materia oscura. (Tim M. P. Tait).

La pregunta más obvia que se podría hacer aquí es sencillamente por qué el modelo estándar no incluye una partícula de materia oscura. La respuesta: la estructura del modelo estándar no es decisión nuestra. Estamos sometidos a los límites de las estructuras matemáticas de nuestras teorías y de los datos experimentales. El problema con la materia oscura es que no la hemos visto jamás, y en el modelo estándar, construido en torno a lo que hemos observado, no hay lugar para algo así. Además, su mal nombre, literalmente, no ayuda con las relaciones públicas. Deberíamos llamarla más bien “materia invisible”, “materia transparente” o “materia clara”. Yo voto por materia invisible o transparente, porque lo de materia clara me recuerda una racha particularmente mala en la gestión de producto de Pepsi (para los milenials y las siguientes generaciones, baste decir que la Crystal Pepsi, también comercializada como Pepsi Clear, llegó con una campaña de marketing monstruosa –incluido un cacareado anuncio en la SuperBowl– que terminó en desastre tanto para Pepsi como para un apreciado tema de Van Halen).

Por descontado, lo primero que se planteó fue si sería posible una explicación usando las partículas del modelo estándar, y durante mucho tiempo, de hecho hasta hace muy poco, los neutrinos fueron firmes candidatos. Los neutrinos no son del todo invisibles: establecen cierta interacción con las fuerzas electromagnéticas y, en consecuencia, emiten luz; pero la interacción es tan pequeña que resultan prácticamente imperceptibles. Sin embargo, lo que he aprendido sobre los neutrinos a lo largo de la última década demuestra que no pueden representar de ninguna de las maneras el grueso de la materia invisible que buscamos, por la sencilla razón de que no tienen masa suficiente. Para responder debidamente de toda esa materia que falta, cada neutrino necesitaría contar con una masa cientos o incluso miles de veces mayor de la que tiene.

En la actualidad, se considera que las investigaciones en torno a la materia oscura van “más allá de la física del modelo estándar”. Se da por hecho que esta materia invisible está formada por una partícula que no hemos observado todavía. Es, de nuevo, uno de esos problemas determinantes para un físico: puedes acabar sumergiéndote hasta tal punto que le dediques tu vida entera. Pero no fue así como terminé siendo una experta en la materia oscura. Si terminé ahí, fue por las oportunidades de investigación que había a mi alcance en un momento en el que necesitaba desarrollar alguna clase de investigación y andaba un poco perdida. Y la órbita que primero me atrapó no fue la que todo el mundo tenía en mente en aquella época, sino una algo distinta: el axión.

El axión sigue siendo una partícula hipotética, pero el modo en que se concibió conecta con otro de los problemas del modelo estándar. Resulta que el modelo estándar no solo no incluye un buen candidato que explique el movimiento de las estrellas en sus órbitas galácticas, sino que presenta también otros problemas. Uno de ellos se conoce como el problema CP fuerte, que consiste en que la formulación teórica de la cromodinámica cuántica permite la violación de la simetría carga-paridad (CP). La simetría CP es la regla según la cual las leyes de la física son las mismas si intercambiamos una partícula por su antipartícula (esto sería la simetría de carga) y la vemos a través de un espejo, como una imagen especular (esto sería la simetría de paridad). La simetría CP significa, por tanto, que, si cogemos una partícula, la sustituimos por su antipartícula e invertimos la orientación izquierda-derecha, la física actuará de la misma manera. Es, en realidad, una simetría divertida: imaginad que intercambiamos nuestras manos por la versión antimatérica de nuestras manos y luego intercambiamos la izquierda por la derecha. En circunstancias normales, es evidente que esto nos transformaría la vida, pero en el caso de las partículas esta simetría a veces se conserva.[1] No obstante, el problema de que se preserve la simetría CP en la cromodinámica cuántica se manifiesta en el momento dipolar eléctrico del neutrón. La simetría CP conservada actúa sobre el neutrón de un modo que lo convierte en una partícula con propiedades nuevas, propiedades que, por lo que sabemos, no se corresponden con los resultados experimentales. Para controlar esas dificultades es necesario modificar las ecuaciones suprimiendo los términos que dan lugar a la violación CP en las interacciones fuertes, y conseguir así que la teoría coincida con los experimentos.

En la práctica, el magnífico modelo estándar se excede en sus predicciones. El parche más útil para tratar de remediarlo es el mecanismo de Peccei-Quinn, así conocido porque lo desarrollaron Roberto Peccei y Helen Quinn en la década de 1970. Peccei y Quinn tomaron un parámetro constante de la cromodinámica cuántica y lo volvieron dinámico. Frank Wilczek y Steven Weinberg descubrieron, cada uno por su cuenta, que ese modelo contenía una nueva partícula. Algunos científicos la denominaron durante algún tiempo “higglet”, pero actualmente se conoce por el nombre con el que la bautizó Wilczek: axión.

Peccei y Quinn no tenían en mente la materia oscura cuando desarrollaron su teoría, pero resulta que las propiedades del axión lo convierten en un buen candidato a partícula de la materia oscura. Por desgracia, no sabemos todavía si la teoría de Peccei-Quinn es un simple modelo ingenioso o una buena representación del verdadero funcionamiento del universo. Una manera de comprobarlo es fijarnos en las consecuencias experimentales del modelo que nos es posible detectar. Cuando los físicos apenas llevaban unos años explorando las propiedades del axión, cayeron en la cuenta de que este poseía las propiedades básicas que atribuimos a la materia oscura basándonos en las observaciones astronómicas –potencial de existencia en grandes cantidades y movimiento lento (y, por tanto, frío)–, y con esto el axión tomó un nuevo rumbo. Esta es una de las cosas que me gustan del axión: lo necesitamos para resolver el problema de la CP fuerte y, por pura coincidencia, cumple también los requisitos para ser un buen candidato a materia oscura. La mejor baza del axión es que lo necesitamos sí o sí.

Otro aspecto fascinante es que los axiones se comportan de un modo distinto al que cabría esperar intuitivamente de esa materia ausente y pueden exhibir propiedades cuánticas interesantes. Esto se debe a que son bosones escalares, como el bosón de Higgs. Dado que a los bosones les gusta juntarse entre ellos, a veces muestran comportamientos fantásticos. Se llaman bosones en honor al físico matemático indio Satyendra Nath Bose, que fue uno de los primeros en contribuir al desarrollo de las teorías de mecánica cuántica y trabajó con Albert Einstein en las ecuaciones que describen las partículas con espines de valor entero. Una de las consecuencias de la estadística de Bose-Einstein, como se la conoce, es el condensado de Bose-Einstein (BEC), en el que un número elevado de partículas o de átomos relativamente fríos entran todos en el mismo estado de baja energía y proceden a actuar como un único superátomo. La formación de este condensado de Bose-Einstein refleja de un modo excepcional la naturaleza mecánico-cuántica de la materia, que a veces se comporta como si estuviese compuesta de partículas semejantes a bolas de billar, y otras, como olas de agua chapoteando. En el estado BEC, las partículas no solo actúan como olas, sino que estas olas se cohesionan para dar lugar a una superola; un fenómeno puramente mecánico-cuántico. En la física clásica no cuántica, las partículas se comportan como bolas de billar diminutas e irrompibles, y sería imposible que se agregaran del mismo modo que cuando son olas. El fenómeno cuántico del BEC es extremadamente difícil de reproducir en el laboratorio, y no esperamos que sea demasiado habitual en el universo, salvo tal vez en las estrellas de neutrones.

Bueno, no se esperaba que fuese demasiado habitual hasta que los físicos empezaron a pensar cómo podrían funcionar los axiones si en efecto fuesen la materia oscura. A lo largo de los últimos veinte años, ha ido quedando claro que los axiones son un ejemplo de un tipo particular de materia oscura que hoy por hoy recibe una diversidad de nombres distintos: materia oscura escalar, materia oscura difusa, materia oscura de campo escalar y materia oscura ondular. Estos nombres son todos ellos variaciones en torno a un mismo tema: “escalar” es otra forma de referirnos a un bosón con espín cero. El de Higgs es un bosón escalar, y el hecho de que lo hayamos observado nos permite confiar en la existencia, tal vez, de otras partículas escalares. El término “campo” aparece porque, cuando unimos la mecánica cuántica con la relatividad especial de Einstein, se hace necesaria una estructura matemática llamada campo para describir las partículas. Un ejemplo muy sencillo de campo escalar es la temperatura de una habitación: la temperatura tiene un valor determinado en cada punto de ese espacio tridimensional. Si usamos un sistema de climatización, la temperatura, seguramente, será más o menos la misma en cualquier punto. En el salón-comedor con cocina americana desde el que escribo estas líneas, solo encendemos la chimenea en invierno, de modo que la temperatura varía significativamente entre el sofá, que está cerca del fuego, y la mesa del comedor, donde tengo ahora mismo los pies helados. Las partículas se describen mediante un constructo matemático similar, solo que con una dosis considerable de mecánica cuántica. En algunos casos, esta clase de descripción adquiere una relevancia particular: la materia oscura como un condensado de Bose-Einstein es uno de ellos.

Que el axión pueda comportarse como un BEC significa que ¡podría haber olas cuánticas macroscópicas flotando por el espacio! Cómo de grandes, dependerá de la masa del axión, y la teoría nos proporciona mucha información sobre cuál debería ser esa masa. Tenemos restricciones surgidas de experimentos que descartan determinados valores. Y tenemos también restricciones observacionales que apuntan a un valor preferido. Yo, en mis investigaciones, he averiguado que con este valor preferido de la masa podrían haberse formado, en los albores del universo, unos BEC de axiones del tamaño de un asteroide. ¿Sobreviven en nuestros días? Esta es una duda en la que me encuentro trabajando activamente.

Pero se barajan otras escalas de la masa del axión que dan lugar a escenarios astrofísicos muy distintos, y que se vinculan a otras áreas de la física teórica. He mencionado ya que no hemos sido capaces de encajar la gravedad en el modelo estándar. Una posible forma de remediarlo es la famosa teoría de cuerdas, que propone unificar la gravedad y la teoría cuántica de campos, la estructura de cálculo tras la física de partículas. A cambio debemos aceptar que el espacio-tiempo, que hemos considerado siempre constituido por tres dimensiones espaciales y una dimensión temporal, tenga tal vez un mínimo de diez dimensiones espaciales. La teoría de cuerdas es increíblemente ingeniosa, y me gusta hacer la broma con mis amigos de que, cuando tienes tantísimas dimensiones en las que jugar, puede pasar cualquier cosa. Y resulta que pasan muchísimas. Por ejemplo, entre los numerosos subproductos de la teoría de cuerdas se incluyen los fenómenos llamados módulos, y estos módulos tienen unas propiedades muy similares a las del axión. De hecho, el axión de la cromodinámica cuántica (QCD), que es como se conoce el axión de Peccei-Quinn, forma parte de una categoría más amplia de partículas con características similares que aparecen en los modelos de gravedad cuántica: teorías que unifican la gravedad y la física cuántica.

Así, ya no tenemos entre manos un solo tipo de axión –el axión QCD–, sino toda una familia de partículas axiónicas que se conocen, por resumir, como ALP. Con estas ALP, la ola cuántica macroscópica sería del tamaño de un halo de materia oscura, que es la materia oscura que rodea una galaxia. La Vía Láctea cuenta con su propio halo, y este es mucho más grande que las estrellas visibles que alcanzamos a ver desde nuestro rincón de la galaxia. Si el halo está compuesto de ALP, otras estructuras más pequeñas, como las decenas de galaxias satélites de la Vía Láctea, tendrán una historia de formación distinta de lo que pueda haber ocurrido con otros modelos de materia oscura. Cómo de distinta exacta- mente es algo que estoy tratando de averiguar.

Y sí, existen otros modelos de materia oscura. Además de las partículas axiónicas, se ha propuesto otra clase de solución para el problema de la materia ausente: las partículas masivas de interacción débil, conocidas también como WIMP. En lugar de una partícula concreta candidata, las WIMP son un grupo que comparte las propiedades de interactuar con otras mediante fuerza débil (una de las tres fuerzas descritas en el modelo estándar) y de ser masivas (con una masa que se suele considerar de unas cien veces la masa del protón). Existen un sinfín de candidatas para WIMP, y todas ellas requieren una estructura que excede la pericia del modelo estándar. Muchas quedan englobadas bajo el paraguas de la supersimetría, una ampliación del modelo estándar de la que todavía no tenemos evidencias experimentales, a pesar de los arduos esfuerzos por parte de los investigadores del Gran Colisionador de Hadrones del CERN.

En lo que respecta a la materia oscura WIMP, no esperamos que el halo de materia oscura esté lleno de olas cohesionadas del tamaño de un asteroide o del tamaño de un halo, porque las WIMP acostumbran a estar hechas de fermiones. No pueden formar condensados de Bose-Einstein y se comportan de un modo mucho más parecido al de las partículas clásicas.

A pesar de que no me gusta hablar de las WIMP, porque no son axiones –y yo trabajo con axiones–, hay que señalar que siguen siendo una línea de investigación importante. Dicho esto, no son las únicas competidoras de los axiones. Durante un tiempo, una alternativa popular a las WIMP fueron los MACHO, siglas de objeto astrofísico masivo de halo compacto. Salta a la vista que a los físicos les encantan los acrónimos, y que los físicos que se inventaron lo de las WIMP (que en inglés significa “pelele”) y los MACHO eran casi con toda seguridad hombres. Los datos nos han llevado a descartar los MACHO a todos los efectos, pero en los últimos tiempos ha surgido un nuevo candidato popular bastante parecido.

Los agujeros negros, esos objetos extraños que predice la teoría de la relatividad en los que el tiempo y el espacio intercambian propiedades, de tal modo que una vez dentro ya no puedes salir, son candidatos cada vez más populares debido a la detección de ondas gravitatorias. Se trata de una vieja idea que en los últimos años ha cobrado fuerza. Hemos entrado en una nueva era de descubrimientos de agujeros negros, y lo que ha cambiado esta vez es la detección de ondas gravitatorias, que son ondulaciones en el espacio-tiempo que se producen cuando objetos muy masivos están en movimiento; como, por ejemplo, dos agujeros negros que interaccionan gravitatoriamente uno con otro: un sistema binario. Las ondas gravitatorias son análogas a esas ondulaciones que vemos cuando lanzamos guijarros a un estanque o un tenedor al fregadero de agua sucia. Estuvimos mucho tiempo teorizando sobre ellos, y habíamos captado incluso alguna evidencia indirecta desde los púlsares, pero no fue hasta 2015 cuando hicieron vibrar directamente nuestros detectores.

Estas vibraciones provenían de la colisión de dos estrellas de neutrones, un tipo especial de estrella que es el producto de una muerte estelar: cuando una estrella es lo bastante masiva, su ciclo de muerte da inicio con la explosión de la supernova y termina con una estrella de neutrones. Son objetos extremadamente densos –imaginad que apretujamos dos soles y medio en un espacio del tamaño de Los Ángeles– y están compuestos casi en su totalidad de neutrones, lo que nos lleva a pensar que dentro de ellos deben de producirse fenómenos físicos de lo más divertidos, lo que podríamos resumir como una “sopa caliente de quarks”. Y también tremendamente curiosos, porque se trata, en esencia, de laboratorios espaciales de cromodinámica cuántica, y si les metemos demasiada masa, colapsan en forma de agujero negro. Así pues, dado que estas estrellas son tan masivas, que dos de ellas giren una en torno a la otra en una espiral mortal genera unas ondula- ciones en el espacio-tiempo lo bastante grandes para que poda- mos detectarlas hoy en día con instrumentos especiales.

En los años transcurridos desde la primera detección de ondas gravitatorias procedentes de sistemas binarios de estrellas de neu- trones, se han detectado también sistemas binarios formados por agujeros negros y por combinaciones de agujero negro y estrella de neutrones. Estas detecciones nos han enseñado muchas cosas sobre la producción de elementos pesados como el oro que tiene lugar en las colisiones entre estrellas de neutrones, y con ellas hemos descubierto también que los agujeros negros con una masa similar a la de las estrellas –agujeros negros de masa estelar, como se los conoce– son más habituales de lo que predecían las hipótesis. Cuando los experimentos y las observaciones contradicen la teoría, aparecen nuevas preguntas y las cosas se animan. Cada vez más físicos se preguntan: ¿y si la materia negra no es en absoluto materia, sino más bien bolsas de espacio-tiempo gravitatorio y extremadamente distorsionado? ¿Por qué tendría tantos agujeros negros el universo? Hay otro motivo que hace especial esta materia oscura de agujero negro: es el único supuesto en el que ese “oscura” podría parecerme una buena descripción, porque tienden a absorber la luz y a no emitir ninguna.

Merece la pena pararse a considerar algunos de los patrones y de las historias en segundo plano que encontramos aquí. La física se representa a menudo como una secuencia lineal de héroes individuales (blancos, hombres) que van haciendo descubrimientos. La realidad es más compleja. A veces las teorías llegan primero. A veces son los datos experimentales los que llegan primero. Diversas personas, en lugares distintos, pueden llegar a la misma conclusión prácticamente en el mismo momento y de manera por completo independiente. Los científicos suelen discrepar, ya de entrada, sobre si algo es un problema o no. La forma de articular las cues- tiones científicas es social. Una idea puede germinar de generación en generación durante décadas antes de que alguien averigüe cómo llegar al meollo del asunto. Kelvin, Poincaré y Zwicky han pasado todos ellos a la posteridad como genios colosales de su tiempo, mientras que, misteriosamente, Vera Rubin no. En vida de Rubin, hombres más jóvenes que ella se llevaron el Nobel por hallar evidencias de fenómenos que contribuían, con una relevancia similar, a la demostración de la existencia de algo que se comportaba como una materia invisible (el premio de 2011 por la energía oscura). Otra mujer, Jocelyn Bell Burnell, vio cómo le concedían el premio a su director de tesis por la observación de la primera estrella de neutrones. Entretanto, en mis exposiciones sobre avances teóricos, Helen Quinn y Chien-Shiung Wu son las únicas mujeres que hacen acto de presencia.

Hoy en día, gran parte de mis investigaciones se centran en la materia oscura y las estrellas de neutrones, con especial hincapié en los axiones en cuanto que candidatos a materia oscura, y en las estrellas de neutrones como laboratorios de axiones. En términos generales, la carga de género que lleva la historia de estos objetos y mi labor en torno a ellos es en gran medida casual. Pero puede que no lo sea del todo. Cuando era todavía una estudiante de doctorado con dificultades para confiar en mí misma y encontrar mi lugar en la comunidad de la física teórica, pasé un día con la doctora Rubin. Casi lo primero que me preguntó al conocerla fue cómo creía yo que podía resolverse el problema de la materia oscura. Nadie me había pedido nunca jamás mi opinión sobre un problema físico importante, ni en la escuela de doctorado ni, desde luego, durante la carrera. A los físicos no acostumbran a importarles las opiniones de los estudiantes de grado, a los que no se considera, por lo común, lo bastante avanzados como para hacer una aportación útil a la conversación. En el campo investigador, la costumbre consiste en proponerle al estudiante un proble- ma en el que trabajar y esperar que le eche creatividad a la hora de aplicar técnicas conocidas a fracciones diminutas de problemas complicados. En cierto modo, lo entiendo. Sin embargo, algunas de las investigaciones más interesantes que he llevado a cabo como científica han sido en colaboración con estudiantes que indagaban, que iban más allá de la materia del curso, que hacían preguntas y encontraban hilos interesantes en el proceso. Convie- ne señalar que la física trata precisamente de eso, lo que significa que tal vez deberíamos estar planteándoles a nuestros alumnos cuestiones globales, no para extraer soluciones de ellos, sino para animarlos a que las hagan suyas.

Pero ¿y si nunca te has dado permiso a ti misma para plantearte determinado problema? Esa era la relación que tenía yo con la materia oscura en un primer momento. La concebía como un problema de astrofísica observacional, y no de teoría de partículas, y en consecuencia no me generaba un interés particular. Lo consideraba un problema importante, pero no mi problema. Vera Rubin transformó esa impresión solo con hacerme aquella pregunta. Lo que hizo la doctora Rubin fue aún más antisistema de lo que parece, porque no solo le preguntó a una estudiante cómo creía que podía resolverse uno de los mayores problemas de la física, sino que me lo preguntó a mí, una mujer de piel morena. Imagino que a algunos alumnos sí que se les pide su opinión en algún que otro momento. Vi cómo ensalzaban a unos cuantos compañeros míos, blancos, mayormente hombres, como las estrellas de la siguiente generación de físicos. Para mí quedó claro muy pronto que el claustro había decidido que yo no iba a formar parte de ese grupo especial. ¿Por qué preguntarle a alguien que nunca llegaría a nada como científica qué pensaba de la ciencia? La doctora Rubin desafió el trato que yo recibía tratándome como a una persona capaz de resolver un problema físico importante. En aquel momento, yo no trabajaba con la materia oscura y no tenía una buena respuesta que darle. No entré en la órbita intelectual de la materia oscura hasta el cabo de otros cinco años, e incluso entonces no tenía ninguna intención de convertirme en una persona que trabaja sobre el tema. Una colega me propuso que probásemos a desentrañar una hipótesis sobre la formación de condensados de Bose-Einstein con axiones. Dimos con un resulTado interesante como fruto de nuestros esfuerzos y, de pronto, me descubrí pensando, con el aliento de la doctora Rubin animándome, que yo también podía ser una de esas personas que le iban siguiendo la pista a la materia oscura.

Hoy por hoy, la materia oscura es uno de los dos grandes misterios de la física cosmológica. De vez en cuando, los científicos afirman que la materia oscura tiene, para el público general, un aire espeluznante y funesto, pero lo cierto es que solo he oído esta afirmación en boca de científicos blancos, y siempre que esto ocurre me pregunto si no nos estará dando más información, en realidad, de su noción de “oscuro” que de otra cosa. Tal como yo lo veo, la materia oscura es extremadamente benigna. Si quisiera hacernos daño, ya lo habría hecho. De hecho, nuestra propia existencia es posible gracias al papel crucial que desempeña: tuvo que aparecer muy pronto, porque es esencial para la formación de todas las estructuras del universo. El otro gran problema cosmológico, la expansión acelerada del universo, entra más tarde en escena; solo después de que la materia oscura haya ayudado a crear estructuras como las galaxias, que están llenas de estrellas, algunas con su propio sistema solar, uno de los cuales es el nuestro. Pero, por importante que sea su papel en nuestra existencia, trabajar en la comprensión de la materia oscura es un acto de fe. Como área de investigación, es un tema extraño y apasionante, porque, para empezar, hay que confiar en que no sea del todo invisible. En caso de ser perfectamente invisible, sin interacciones de ningún tipo con leptones o quarks, puede que no lleguemos nunca a detectarla directamente. Puede que nunca podamos decir: “Ahí la tenemos, justo ahí, en los datos”. Y nunca se sabe de dónde, o de quién, surgirán las ideas más interesantes.

 

Notas:

[1] Conviene señalar que la simetría de paridad tampoco se conserva siempre por sí sola. En 1956, la física nuclear sinoestadounidense Chien-Shiung Wu determinó que esta paridad no se conserva en las interacciones entre partículas gobernadas por la fuerza débil. Dos teóricos, Tsung-Dao Lee y Chen Ning Yang, ganaron el Premio Nobel gracias a esta idea, porque su trabajo predijo este resultado. Wu no vio reconocida con un premio la importancia de su labor experimental hasta dos décadas más tarde, cuando le fue concedido el primer Premio Wolf.

 

Este texto pertenece al libro con el mismo título que, traducido por Inga Pellisa, ha publicado la editorial Capitán Swing.

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