Asistir a la cena de entrega de los Premios de Teatro Valle-Inclán es un trabajo como otro cualquiera. Quizá quien vea el reportaje del evento por televisión, Internet o en la prensa, pueda quedarse deslumbrado con ese oropel que transmiten, no tanto los lujosos salones del restaurante del Teatro Real de Madrid, sino la coexistencia con tantísimos famosos en tan pocos metros cuadrados. La fama otorga poderes sobrenaturales a sus portadores; a los que todo el mundo conoce, a pesar de no haber intercambiado nunca con ellos una palabra. Si el roce hace el cariño, ¿qué oportunidades pueden abrírsenos, si nos rozamos con la manga o el codo de estos semidioses?
Contemplar en directo a tanta famosa/o acicalados de gala, es algo por lo que normalmente la gente paga; o al menos hace colas para verlos pasar en persona, con la fugacidad del rayo. Si has llegado a integrarte -por una razón u otra- en esta selecta casta, el azar de la fortuna puede situarse frente a un héroe o una diosa del mundo de los importantes. E incluso podrás intercambiar con ellas y ellos miradas directas, de ésas que están por encima de las glorias literarias o los prestigios sociales.
No se siente Faba un Julien Sorel avanzando por estos salones en penumbra, y paredes rojo sangre, que en el fondo imitan en su decoración excesiva los impromptus del lujo de Versalles. La importancia de la fama es proporcional al tiempo que logra ésta prolongarse. El prestigio es la resulta de mucha vida en primera línea de fama. Ser no sólo protagonista, sino rostro además de la noticia, es el trabajo que la actualidad pública exige. Por eso la de famoso es una profesión de alto riesgo, y por ello se respeta tanto el valor de los que la vienen detentando desde hace muchos años.
Ha la suerte Faba de encontrarse ubicado excepcionalmente en esta cena de gala del teatro español, por algún privilegio antiguo concedido por el alma de estos premios. De esta suerte, siempre termina saliendo en las fotografías del evento, o en los reportajes televisivos, por hallarse cerca de los principales. Por lealtad realiza acto de presencia teatral el crítico retirado (siempre a vueltas con la muerte, siempre a vueltas con el regreso, como le sucede a los toreros); y sonríe a todos con aquiescencia, como si estuviese en ejercicio de su antiguo oficio. En el fondo se trata de la única mentalidad crítica profesional que puede disfrutar del evento por completo. Sus colegas en activo se encuentran exiliados de la sala, deliberando en su cena privada de Jurado, sobre los finalistas que pasarán a la siguiente ronda. Se pierden así la compañía sorpresa, el conocimiento furtivo de lascivas miradas, a cambio de discutir con sus compañeros críticos.
Desde el centro de la sala, una pizpireta presentadora va informando a la selecta concurrencia sobre los finalistas que pasan a la siguiente ronda. Comparece la bella de rigor al comienzo de la cena, y mientras se sirven el primer y el segundo plato. El turno del postre se reserva para anunciar al triunfador de la velada, que se llevará -además de los 50.000 euros- un poco más de gloria, o de argumentos para darle en sus narices a los enemigos enquistados. El éxito no es más que un ajuste de cuentas entre el ganador y los derrotados. Y no se está refiriendo Faba a los otros nominados de la noche, sino a muchos otros viejos teatreros repartidos por este abarrotado salón tripartito, con falsos cenadores y balaustradas de madera pulimentada.
Resulta sugerente que las mesas principales lleven el nombre de los finalistas. Se les regala asi a cada uno un huerto blanco lleno de pliegues, donde crecen cubiertos y copas relucientes, para poder presidir la cena particularmente. Se establece un vínculo solidario entre la candidatura de la mesa y cada uno de sus comensales. Urbanidad obliga, por mucho que no se soporten o se desconozcan los implicados.
Le correspondió a Faba situarse en la mesa de Josep María Flotats. Llegó solo -como casi todos llegamos- porque no hay espacio físico para los acompañantes. Antes de ocupar su asiento, el actor se dirigió al venerable Francisco Nieva, (que pasaba por allí con Jose Pedreira,) para dedicarse recíprocamente todo tipo de afectuosas manifestaciones, sin soltarse la mano como suele hacerse -entre rivales- en ocasiones similares. Paco Nieva con su barba blanca sobre su tez morena se parece cada vez más a Don Quijote de la Mancha, en una versión mucho más dandy y estilizada. Deben ser cosas de la tierra manchega, que tira mucho entre sus naturales.
Quizás lo más sorprendente que le oyó Faba al ilustre Flotats en toda la noche, fue que si él tuviera traducidas en verso al español las obras de Racine y de Corneille, no interpretaría otra cosa; no se cansaría nunca de hacerlas. Demuestra una vez más el actor catalán su firme compromiso con la dramaturgia española, sobre todo la contemporánea. Aunque debemos ser indulgentes. El peso de una vida en el arte ya sólo está para caprichos de anciano. No es su tarea fundamentar a los nuevos autores. ¡Qué luchen ellos por su obra, que para eso son jóvenes!
El premio se otorgó -como por otra parte era esperado- a Francisco Nieva, por su trabajo como autor y director de Tórtolas, crepúsculo y telón, estrenada la temporada pasada por el Centro Dramático Nacional, en el Teatro Valle-Inclán. Cualquier reconocimiento a Francisco Nieva y su teatro, es motivo de satisfacción para este crítico “en voto de silencio”, (como ha sido bautizado generosamente por un colega de ABC, en las últimas jornadas). Nieva, con su polifacética actividad teatral, tanto desde la dramaturgia, la dirección, la escenografía o el figurinismo, es una de las figuras más ricas que ha dado nuestra escena en los últimos cuarenta años. Su imaginación, su libertad, su exquisita sabiduría y estética, tanto para la escena como para la vida, son motivos para celebrar la concesión de este premio.
Una vez que el laureado vencedor de la noche pronunció con emoción sus palabras de agradecimiento, y el Señor Ministro leyó su discurso (con menos volutas retóricas que sus colegas antecesoras en la clausura de estos premios), casi todos los asistentes, un poco más ebrios y desinhibidos que cuando entraron, comenzaron a levantarse de sus asientos, como si les corrieran hormigas por las piernas. Manifestaban una prisa extraordinaria por marcharse, sobre todo los perdedores. Sombras y brillos en las copas de cristal, restos de trufas de chocolate en el fondo de los últimos platos. De pronto todo fueron corrillos y besos entre los viejos amigos, y entre los que esa noche por azar se habían conocido. Estaba previsto que Faba tuviera a Lara Dibildos en el asiento de enfrente, y al final se encontró compartiendo mantel con la Serenísima y bella Carmen Posadas. Todo un regalo sorpresa. Mujeres tan perfectamente talladas para la Alta Sociedad, sólo parecían posibles en las novelas o en los melodramas; aunque ocasiones como éstas vengan a demostrarte lo contrario.
Tras el par de besos que le propinó a la bella con mayúscula, y unas últimas palabras suspensivas dejadas en el aire como despedida, encontrose Faba con un antiguo alumno suyo, convertido en autor revelación, premiado y estrenado por el CDN. El joven, vestido todo de negro como un viudo, contemplaba extasiado -de lejos- a Carmen Posadas. Decía que le encantaba, que no era una mujer, sino una diosa. Y al saber que había estado cenando con ella su maestro, se arrodilló ante él y le besó la mano; según él, santificada por la Posadas.
Cuando por fin pudo escabullirse del laberinto de mesas y verandas del atestado restaurante, comenzó a percibir Faba la placentera experiencia de haber superado un año más el acto. Quien sella este anual encuentro de primavera teatral en España, es Don Luis María Ansón, que en la última puerta del enclave, despide uno a uno a todos sus invitados: besando a las damas, y estrechando cordialmente la mano de los caballeros. Tocado de este vago perfume amistoso de despedida, se recorren los últimos salones comunicantes del teatro Real, camino de la salida.
Ya en la calle, las frías corrientes de aire que mandan a traición el Guadarrama, la Pedriza y Navacerrada, afilan sus cuchillos en los pescuezos de los críticos que regresan tarde a sus casas.