Se habla mucho de la crisis de la crítica literaria y estas líneas no pretenden contribuir al pesimismo. Sólo proponer una asociación que puede ser útil si nos preguntamos qué hacer al respecto: la del crítico y el prisma.
La inspiración de esta comparación surge del ensayo de un escritor que vivió con el miedo de convertirse en un crítico: Julio Ramón Ribeyro. Su temor es fácilmente rastreable en su diario La tentación del fracaso. El 11 de noviembre de 1955 escribe:
“Este año que termina ha sido para mí, desde el punto de vista literario, un año de infecundidad. Esto me hace afrontar con desconfianza mi destino literario. Debo ahora plantearme esa pregunta que siempre he temido porque me parece que en su formulación existe ya el reconocimiento implícito de un fracaso: ¿seré yo más bien un crítico?”.
Según Ribeyro, gran parte de la crítica puede llegar a explicarnos de qué está compuesta cada parte de un carro, pero nunca nos va a desvelar para qué sirve el carro. A pesar de estas reticencias, y a pesar de su miedo, recomiendo el maravilloso libro de ensayos críticos de Julio Ramón Ribeyro La caza sutil (lo ha reeditado la Universidad Diego Portales en 2012, no se editaba desde su primera edición en 1976 por parte de Milla Batres). Es Ribeyro un crítico agudo por su profundidad y su sencillez, y hay en ese volumen un buen artículo titulado ‘Del espejo de Stendhal al espejo de Proust’. Allí Ribeyro se enfrenta a dos pasajes de Rojo y negro y de En busca del tiempo perdido, donde ambos autores recurren a la imagen del espejo para explicar la creación literaria.
En la formulación de Stendhal, la novela se convierte en reflejo objetivo del mundo. Proust, en cambio, escribe que “aquellos que producen las obras geniales no son los que viven en el medio más delicado, que tienen la conversación más brillante, la cultura más extensa, sino aquellos que tienen el poder, dejando bruscamente de vivir para ellos mismos, de volver su personalidad semejante a un espejo, de tal modo que su vida, por mediocre que pueda ser mundanamente y en cierto modo intelectualmente hablando, se refleje en él, pues el genio consiste en el poder reflectante y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado”.
Ante este párrafo, Ribeyro concluye que el término espejo ha sido utilizado por Proust en sentido impropio. Un escritor-espejo, que refleja la realidad tal como es, nunca podrá convertir un mundo mediocre en una obra artística. Por ello, según Ribeyro, el término que Proust debió haber empleado es prisma, y el verbo refractar en lugar de reflejar. La novela-prisma tiene más poderes frente a la realidad. Es capaz de resumir el mundo, “lo ordena, lo corrige, lo interpreta, lo comenta, lo explica, lo enriquece (…)”.
Me gustaría llevar esta dicotomía entre espejo y prisma al terreno de la crítica literaria y defender la necesidad de una crítica que sea prisma y no espejo, la necesidad de unos suplementos culturales que, como el prisma, interpreten el mundo y lo comenten, lo enriquezcan, lo expliquen. Que no se limiten a ser un espejo que (¡precisamente sin espíritu crítico!) se contente con reflejar lo que habita a su alrededor.
Es un discurso muy habitual el considerar el suplemento literario y la misma crítica como un espejo del mundo cultural que le rodea.
En mi opinión, esta concepción, la de la crítica-espejo o el suplemento-espejo, debido a la misma esencia del concepto, provoca un desajuste: al buscar el reflejo de lo que hay, tiende a eliminar el elemento de juicio inherente a la crítica literaria como género. Y entonces la crítica ya no enjuicia, sino que se limita a reflejar, y caemos a menudo en textos algo vueltos sobre sí mismos, en textos asépticos, que cuentan lo que hay pero que no se pronuncian. Describimos, pero no interpretamos. Cuando esto sucede el lector queda, al terminar de leer una crítica, al alcanzar el punto y final, con la sensación de que conoce el argumento de la obra y algo de su contexto, pero no sabe absolutamente nada de la opinión del crítico al respecto. Y se convierte entonces la crítica en un género de escritura doblemente afectada, que se regodea en detalles pero que esconde la sencilla opinión.
Sin embargo, si escogemos la figura del prisma, la de la crítica-prisma, ésta entonces ordena, resume, interpreta… Creo que a esta figura se asocia la crítica cuando tiene interés. Me parece necesario, en estos tiempos en los que tanto se habla de la crisis de la crítica, asumir la parcialidad de la mirada del crítico (lo que no quiere decir, de ninguna manera, deshonestidad o relativismo). Me refiero a admitir, simplemente, que nos dé un juicio, que sea un crítico-prisma y no un crítico-espejo.
En el extremo de esta parcialidad y de la pasión, estarían, por ejemplo, las Opiniones contundentes, de Nabokov. Nabokov no soporta a Thomas Mann, no comprende que haya alguien que tenga la ocurrencia de leer a Freud, desdeña a Faulkner y “es capaz de reconstruir a la perfección la telaraña de las novelas de Jane Austen para concluir después que no le interesan” (Isabel Núñez).
¿Qué lector no se interesaría por las interpretaciones de Nabokov, que son juicios que podemos considerar equivocados, pero que están argumentados y bellamente escritos? La presencia del juicio sincero y desde una sensibilidad particular atrae al lector.
En este punto hay que detenerse para señalar un problema de índole práctico que, más allá de la voluntad del crítico, suele impedir el juicio. Con la crisis, es habitual la reducción de páginas y la atribución de espacios cada vez más limitados a las críticas, se dificulta la presencia del juicio, porque este enjuiciamiento, para ser serio, requiere la justificación de los argumentos que se utilizan, tanto positivos como negativos y esto requiere físicamente un cierto espacio.
Preguntaba hace un momento, y sigo manteniendo: ¿qué lector no estaría interesado en las strong opinions de Nabokov? Sin embargo, junto a ello, creo que cuando uno lamentablemente no es Nabokov la figura del crítico ha de ser modesta, quedarse en la puerta, como el centinela, comprender que no es él el protagonista de su escrito.
El buen crítico no es más que un buen lector, que tiene que escribir qué ha leído él en ese libro que tiene entre las manos, en qué momentos se ha detenido, si se ha emocionado o si se ha aburrido. Y, para ser un buen lector, ha de tener un profundo respeto inicial por aquello que cae en sus manos, asumir que su mirada es parcial, sí, apasionada, sí, pero no por ello prejuiciosa. “Hay que ser Platón con Platón, Nietzsche con Nietzsche, Marx con Marx”, me repetía un profesor de filosofía. Si no se respeta el primer momento de admiración, a solas con la obra, el crítico no podrá ser un buen lector. Creo que el enjuiciamiento que define lo que hemos llamado crítica-prisma ha de construirse a medida que se pasan las páginas, y no atosigar al crítico como una sombra desde que mira por primera vez la cubierta o el título.
Apuntes para la sesión sobre la crítica en el MUEC (UCM), 22 de mayo de 2014.
Paloma Torres es periodista. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Larga conversación en la fila siete del teatro. Contra el enloquecimiento, la crítica, La escritura inútil. El sentido de la crítica de arte, El periodismo lento, Un suicidio periodístico. Breves ensayos sobre la crítica literaria y Julio Ramón Ribeyro, la tentación del fracaso