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El cuaderno del cinéfilo reaccionario

 

“Reaccionario” es, según el diccionario de la Real Academia Española, el “que propende a restablecer lo abolido”, y, en su segunda acepción, “opuesto a las innovaciones”.

 

El cinéfilo nunca se ha considerado reaccionario; un término hoy en desuso, pero muy empleado en su juventud, ambientada en la época sombría, conocida como franquismo, cuando el llamado séptimo arte, otro término en desuso, constituía un auténtico alimento espiritual para los nacidos un poco antes y un poco después de la década de 1940.

 

Pero la palabrita, como una íntima acusación, ha vuelto a presentarse. Hoy los cinéfilos han sido sustituidos por los aficionados al cine, que no es lo mismo. Y uno de ellos, un chico apasionado y talentoso, después de una discusión sobre una película reciente, le espetó al cinéfilo que a él, en realidad, ya no le gustaba el cine, el cine de hoy, sino el que se hacía en otra época. Entonces debo ser un reaccionario, pensó para sí el cinéfilo, una revelación acompañada de otros ingredientes, como la sorpresa, la extrañeza, e incluso la alarma.

 

¿Partidario de restablecer lo abolido y opuesto a las innovaciones? Él, que vivió un momento privilegiado; cuando en la Gran Vía estrenaban Los pájaros, de Alfred Hitchcock, o El gatopardo, de Luchino Visconti; cuando se multiplicaban los movimientos de ruptura de la tradición, desde la Nouvelle Vague francesa hasta el Free Cinema inglés, pasando por los realizadores centroeuropeos o la madurez de los maestros japoneses; cuando el cine español se incorporaba también a la “novedad”, añadiendo a Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga los nombres de Carlos Saura, Francisco Regueiro, Basilio Martín Patino, Miguel Picazo; cuando la inquieta efervescencia provocada por un pasión común dividía a los cinéfilos, la estética se confundía con la ideología y la búsqueda de una sociedad más justa se expresaba en la defensa y el ataque a formas y autores desde distintas revistas especializadas: Film Ideal, en la estela de la francesa Cahiers du Cinema, con el crítico André Bazin como teórico metafísico (“El cine es capaz de captar la esencia de la realidad”); Nuestro Cine, partidaria, como la también francesa Positif, de un cine comprometido, con el italiano Guido Aristarco como gurú; y Cinestudio, de tendencia católica, equidistante entre ambas posturas.

 

En aquella época, el término “reaccionario” molestaba como el peor de los insultos; hasta los auténticos reaccionarios, una fauna abundante entonces, habría rechazado el epíteto con indignación. ¿Por qué ha aparecido la palabrita en la mente del cinéfilo talludo? ¿Merece el reproche de su joven amigo? ¿Será verdad que ya no le gusta el cine, sino sólo el que veía en su época, exclusivamente las películas que de manera tan decisiva conformaron no sólo su afición sino, cabría decir, su vida?

 

Él sigue acudiendo a las salas con frecuencia, pero reconoce que muy pocos estrenos contribuyen a fortalecer, a confirmar, a prolongar su vieja pasión. Siempre ha evitado comparar lo que aparece hoy en una pantalla con con lo que antes otras pantallas recibían, una tentación destructiva; del mismo modo que no tiene sentido acudir hoy a un teatro de ópera con Maria Callas o Mario del Monaco retumbando en el cráneo. Sin embargo, ¿qué ocurre en la mente, corazón, o alma del cinéfilo para mostrarse tan reticente, tan impermeable, incluso tan indignado ante lo que ahora tanto se celebra?

 

Porque la película que él ha encontrado fatigosa y vacía resulta que ha obtenido la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Y aquella otra, de la que a punto estuvo de desertar por su militante pretenciosidad, se encuentra en el primer puesto del aprecio de la crítica, acompañada de la cantidad de estrellas que la califican de filme excelente o incluso de ¡obra maestra! ¿Cómo explicar, en una reunión de personas razonables, que ha dejado de ver los últimos productos de Woody Allen o Clint Eastwood? Y eso que el cinéfilo ha aprendido a callarse cuando se elogia a Quentin Tarantino como el genio del momento, o cuando sus más sensatos amigos inclinan la testuz ante el último envío de Michael Haneke. No es extraño que el crudo adjetivo haya vuelto a brotar en la mente del cinéfilo. ¿Reaccionario, será verdad?

 

Entre las más llamativas paradojas de nuestro nervioso presente se cuenta el desequilibrio entre la facilidad y el desconocimiento. Nadie añora aquellos años fríos donde era preciso salir al extranjero a ver las películas no admitidas por la censura pirenaica; ahora es posible conseguir cualquier película de cualquier edad de múltiples maneras, desde la tradicional compra de un dvd hasta la opción corsaria, desde el foro especializado al canal televisivo, sin olvidar al amigo coleccionista, el kiosko convertido en filmoteca módica, o el regalo del periódico que ofrece ciclos cinematográficos sin necesidad de cupón ni cartilla. Todo al alcance de la mano, una fabulosa Cinemateca de Alejandría que, curiosamente, se corresponde con el despiste absoluto cuando no con un peculiar “analfabetismo”, sobre el que ya ni siquiera cabe escandalizarse.

 

Un actor español, comparado por su edad y figura con Alain Delon, no había oído hablar del actor francés. Pero hombre, alguna vez has tenido que verlo, no sé, por ejemplo, en El gatopardo. El joven no llegó a decir “El gato… ¿qué?”, pero confesó que no conocía la película. Tal ignorancia, un delito de “lesa cinefilia” para los espectadores de entonces, no despierta en el intérprete treintañero sino una sonrisa de incredulidad. ¿Tendría sentido contarle que el Palacio de la Música, donde se estrenó, cortaba la película con distinto criterio en cada sesión, por mor de hacerla más liviana para el público, y era preciso acudir con frecuencia para conseguir una idea más o menos completa de la obra de Visconti? No lo entendería, y no cabe preguntarse si es posible ser actor sin conocer a los clásicos, pues basta con encender el televisor para obtener una respuesta afirmativa.

 

El intérprete supuestamente vocacional no conocía a Alain Delon y la magna obra ni le sonaba, una laguna, o agujero negro, que no se explica solo como un defecto de formación. El desinterés encuentra un inquietante paralelismo, una grave prolongación, en la hostilidad.

 

En el aula de la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid se acaba de proyectar Blow up, de Michelangelo Antonioni, y un alumno indignado asegura que aquello es un bodrio y ya era un bodrio cuando se hizo. No es obligatorio que “guste” a todo el mundo obra de arte alguna, como señalaba ya Henry James hace más de un siglo, pero rechazos como el del alumno furioso indican algo más que una falta de sensibilidad o una carencia de empatía; significan que hay una voluntad, una necesidad, una exigencia de “borrón y cuenta nueva” frente al cine que puede llamarse clásico. Ahora lo que se hace es otra cosa, aunque, curiosamente, esa otra cosa se encuentra en un continuo diálogo, en recurrente forcejeo con las películas que no conocía el guapo actor y que tanto encolerizaban al estudiante que rechazaba a Antonioni. El cine se encuentra embarcado técnica y temáticamente en un rumbo en principio muy alejado del conocido y admirado por la generación del cinéfilo. Pero si las películas de hoy se observan con paciente y desprejuiciada atención no será difícil descubrir cómo responden a una tradición que se mantiene y que no deja de nutrirlas, aunque a menudo se sirvan de ella para negarla. Al padre, a la madre y abuelos, se les niega y olvida, supuestamente, pues acaban resultando resistentes como rocas, firmes como un árbol centenario. Poco más de cien años tiene el cine y continúa, a pesar de los propios cineastas, fiel a sus raíces.

 

El cinéfilo acepta como gesto de humildad el calificativo de “reaccionario”; se le ha ocurrido comprarse un cuaderno, algo distinto al de su lejana juventud, aquel en que apuntaba todas las muchas películas que veía entonces. En el nuevo cuaderno, quizá sin hojas susceptibles de ser manchadas con un borrón de tinta, procurará observar su amado cine no como un personaje que se ha echado a perder, el anciano que ha crecido mal, sino como un ser vivo que continúa fascinando y respirando, embaucando y distrayendo, irritando y encandilando. Eso sí, sin el esplendor y “exclusividad” de antaño.

 

El cine ya no es el espectáculo primordial, hoy corre a la zaga de otros entretenimientos; no sólo la televisión y los deportes, también y quizá sobre todo, la infinidad de ingenios que permiten a los ciudadanos llevar en el bolsillo un resumen o compendio de los aparatos y lugares del pasado: el teléfono, el telégrafo, la cámara fotográfica, la enciclopedia Espasa e incluso las salas que proyectaban películas, de estreno, reestreno y sesión continua.      

 

 

 

 

Álvaro del Amo (Madrid, 1942) estudió Derecho, pero le faltó una asignatura para licenciarse pues se encontraba en la Escuela Oficial de Cinematografía, donde sí se tituló en Dirección en 1968. Cine, teatro, literatura, crítica y música han sido el comunicado paisaje que ha procurado transitar, siempre favorecido por azarosas circunstancias. Últimamente ha publicado un libro de relatos (Crímenes ilustrados), adaptado y dirigido la versión teatral del guión de la película  Amantes, en el que intervino, así como una dramaturgia de tres zarzuelas que iniciaron el género. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, La construcción del cinéfiloLos “pagafantas” triunfan en el cine y La obra maestra. Sobre “La cinta blanda” de Michael Haneke.  

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