Puedo oler el final de la era. Está en la brisa nocturna que pasa por la 121 y barre con suavidad el humo de los cigarrillos, se lleva las palabras con una delicadeza olvidada. Está también en los hombres solos y abandonados y en las mujeres solas e invisibles que el final de la era va dejando por las calles de esta ciudad, legiones de paseantes amnésicos que no recuerdan el camino de vuelta a la casa que una vez habitaron. En su mirada de incredulidad está, ya en fase embrionaria, el inicio de un tiempo nuevo que va asomando por la esquina de la 121 con Amsterdam. Un tiempo mejor, no cabe duda.
No hay otra manera de entender las reacciones psicóticas del poder, la maquinaria silenciosa que ya está fabricando las botas para los asesinos de la próxima guerra que, a su vez, serán asesinados por armas más grandes o más precisas. Saben que esto se hunde y se van a llevar a unos cuantos por delante, todos los que puedan, antes de pegarse el tiro en el búnker. Pero no hay que alarmarse. La brisa trae buenas nuevas: nosotros, los de siempre, poblaremos el Nuevo Mundo y volveremos, por esa incomprensible manía de sobrevivir, a plantar alimentos sencillos y nutritivos y a mirar a la Estrella Polar para orientarnos en la noche. Y a llorar a los muertos. Y seguiremos admirándonos ante la belleza de Velázquez, Bach, Goya, Mozart, Kafka, Conrad o un niño pintando una gran verdad, con rotulador permanente, en el sofá. Todo lo que merece la pena, ése será nuestro equipaje.
«Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido». Cierto, pero la frase que sigue dice que un día espantaremos al miedo, como hemos hecho tantas veces en el pasado.
Un hombre viene subiendo por la acera. Un hombre alto y negro que se detiene para decirnos que él vivió en el edificio, que su niñera vivió en el edificio y que, ahora, nada de eso existe. Ni ese edificio, ni él mismo. Sus amigos de la infancia fueron Ronald McDonald, Stephen King, Steven Spielberg y el coreógrafo que le regaló a Michael Jackson el baile de Thriller. Todos vivíamos y jugábamos en esta calle. Éramos cinco jóvenes negros, dice. Los cuatro jinetes del Apocalipsis fueron sus amigos y él, esta noche, parece el Mesías. Un elegido que rechaza los Camel y acepta los Marlboro, conocidos aquí como cowboy killers. También hay buen humor y risas y chistes al borde del abismo. Fuma con nosotros y repite que él vivió aquí, en el corazón de la Columbia University antes de que la Columbia University fuera lo que es ahora. No sé muy bien qué, realmente.
Me doy cuenta de que ahora somos un cuarteto y de que la gente necesita compañía y, entonces, pasa otra vez la brisa y nos lleva a dormir un sueño largo y reparador.