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El cuento de la corbata

 

He visto a Albert Rivera muy enfadado en el Congreso con el triste atajo del doctor Sánchez. He de reconocer que la perseverancia en la indignidad (obligada tanto por la perseverancia como por la indignidad: él lo ha llamado en este caso “técnica parlamentaria”) de nuestro más renombrado doctor me hace desfallecer en ocasiones de aburrimiento. Es en ese aburrimiento generalizado y extendido por España donde el doctor Sánchez debe de tomar el impulso justo para pasear un rato por los pasillos de la Moncloa, para admirarse de sí mismo, antes de volver a sus perseverancias y a sus indignidades. Por eso, distraído como un niño, he visto a Albert Rivera y me he fijado en la corbata que no llevaba. La corbata da la impresión de que permanece en el Congreso como símbolo del bipartidismo, símbolo del que descreen, sin embargo, cada vez más socialistas. Yo estaba pensando que el motivo por el que no se ponen corbata los diputados es precisamente el motivo por el que deberían llevarla. El desaliño en la indumentaria me lleva a pensar inconscientemente en el desaliño interior de los políticos, y en que los privilegios que ostentan obligan al menos a ponerse una corbata que les apriete un poco, a pesar de que incluso se haya descendido en esta cuestión. ¿Qué menos que una camisa de mínima propiedad? Una vez vi a Rufián llegar tarde a la sesión del Pleno con sus zapatillas, su cazadora vaquera (como las de Lastra) y las manos en los bolsillos de lo que parecía un pantalón de chándal, y pude escuchar el sonido de sus pisadas sobre el lodo, mientras subía las escaleras, ensuciándolo todo de camino a su escaño. El caso de este sujeto, por supuesto, es diferente (ese escaño suyo es perfectamente imaginable lleno de chicles y de mocos pegados por debajo de la mesa), pero también podría ser el resultado último de una distopía que comenzara una tranquila mañana cualquiera, cuando un audaz diputado decidió no ponerse la corbata.

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