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El cuento de la escalera

—¿Quién eres tú? – le preguntó el Diablo.

—Soy plebeyo de nacimiento y todos los andrаjosos son mis hermanos. ¡Oh, qué fea es la tierra y qué infeliz la gente!

Así hablaba el joven, de frente erguida y puños apretados. Estaba en pie frente a la escalera, una escalera alta de mármol blanco con vetas rosadas. Su mirada estaba fijada en la lejanía, donde, como olas revueltas de un río crecido, hacían ruido las gentes grises de la miseria. Se agitaban, por momentos estallaban, erguían un monte de agrietadas manos negras, trueno de indignación y gritos еnfurecidos mecían el aire y el eco se disipaba lentamente y solemnemente como cañonazos distantes. Las muchedumbres crecían, venían entre nubes de polvo amarillo, siluetas individuales resaltaban cada vez más claras en un común fondo gris.

Venía un anciano inclinado hasta el suelo, como si estuviera buscando su juventud perdida. De su ropa desgastada se agarraba una niña descalza, mirando la gran escalera con sus ojos plácidos, azules como escabiosas. Miraba y sonreía. Y detrás de ellos venían unas figuras deshilachadas grises y andrajosas, figuras secas que cantaban en coro una larga canción fúnebre. Alguien silbaba agudamente con sus labios; otro, con las manos en los bolsillos, se reía en alto y en sus ojos ardía la locura.

—Soy un plebeyo de nacimiento y todos los andrajosos son mis hermanos. ¡Oh, qué fea es la tierra y qué infeliz es la gente! ¡Oh, vosotros allá arriba! – Eso hablaba el joven, de frente erguida y puños apretados en forma de amenaza.

—¿Odia a los de arriba? – preguntó el diablo con astucia inclinándose hacia el joven.

—Voy a vengarme de esos reyes y príncipes. ¡Me vengaré de ellos cruelmente por los hermanos, por mis hermanos, que tienen caras amarillas como la arena y que gimen más lúgubres que una ventisca de diciembre! ¡Mira a sus carnes desnudas y sangrientas, escucha sus gemidos! ¡Yo me vengaré por ellos!¡Déjame pasar!

El diablo sonrió:

—Yo soy guardián de los de arriba y sin un soborno no los voy a traicionar.

—Yo no tengo oro, no tengo nada con que sobornarte… Soy un joven pobre andrajoso. Pero estoy determinado en poner mi cabeza.

El diablo sonrió de nuevo:

—¡Oh, no, yo no quiero tanto! ¡Dame solo tu oído!

—¿Mi oído? Con mucho gusto… ¡Ojalá nunca escuche nada más, ojalá!

—¡Seguirás oyendo! – le calmó el Diablo abriéndole camino – ¡Pasa!

El joven echó a correr, saltó tres escalones a la vez, pero la mano peluda del Diablo lo tiró:

—¡Basta! ¡Párate para escuchar como gimen tus hermanos allí abajo!

El joven se detuvo y puso la oreja:

—Qué extraño, ¿por qué de repente ellos empezaron a cantar alegremente y a reírse tan despreocupadamente?… – y de nuevo echó a correr.

El Diablo lo volvió a parar.

—Si quieres subir tres peldaños más, ¡me tienes que dar tus ojos!

El joven agitó desesperado su mano.

—¡Pero entonces, no podré ver ni a mis hermanos, ni a aquellos de los que quiero vengarme!

El Diablo:

—¡Tú seguirás viendo! ¡Yo te daré otros ojos mucho mejores!

El joven subió tres peldaños más y miro hacia abajo. El Diablo le recordó:

—Mira a sus carnes desnudas y sangrientas.

—¡Dios mío! ¡Es tan extraño? ¿Cuándo consiguieron vestirse tan bien? ¡Y en vez de con heridas sangrientas están adornados con maravillosas rosas color escarlata!

Cada tres peldaños el Diablo tomaba su pequeño soborno. Pero el joven andaba, dándolo todo, solo para poder llegar allá y vengarse de los obesos reyes y príncipes.  Faltaba solo un escalón, solo un escalón más y estará arriba para vengarse por sus hermanos.

—Soy un plebeyo de nacimiento y todos los andrajosos…

—¡Joven, solo un peldaño más! Solo un peldaño más y te vengarás. Pero siempre pido un soborno doble por este peldaño: dame tu corazón y tu memoria.

El joven agitó de nuevo la mano:

—¿El corazón? ¡No! ¡Eso es demasiado cruel!

El Diablo, autoritariamente, se rio a carcajadas:

—No soy tan cruel. A cambio, te daré un corazón dorado y una memoria nueva. Si no aceptas, nunca conseguirás pasar este último peldaño y nunca te vengarás de tus hermanos, aquellos que tienen rostros como arena y gimen más lúgubres que las tormentas de diciembre.

El joven miró en los irónicos ojos verdes del Diablo:

—Pero seré el más infeliz. Me quitas todo lo humano.

—¡Al contrario! – ¡el más feliz! – ¿pero? Estás de acuerdo: solo el corazón y la memoria.

El joven se quedó pensativo, una sombra negra se tendió en su cara; en su frente arrugada se derramaron gotas de sudor revueltas, apretó los puños de rabia y dijo entre dientes:

—¡Qué así sea! ¡Tómatelos!

Y como una tormenta de verano, furioso y enfadado, con los cabellos negros flameando, pasó el último peldaño. Ya estaba en la cima. Y, de repente, en su cara radió una sonrisa, sus ojos empezaron a brillar con una alegría silenciosa y sus puños se relajaron. Miró a los príncipes y reyes, que estaban festejando, y miró abajo, en donde lloraba la gente gris y andrajosa. Observó, pero ni siquiera un músculo de su cara tembló, estaba clara, alegre, satisfecha. Él ya veía abajo gentes festivamente vestidas, los gemidos ya eran himnos.

—¿Quién eres tú? – preguntó con voz ronca y mañosa el Diablo.

—¡Yo soy un príncipe de nacimiento y los dioses son mis hermanos! ¡Oh, qué bella es la tierra y qué feliz es la gente!

 

 

 

Hristo Smirnenski (llamado Hristo Dimitrov Izmirliev) es uno de los grandes poetas búlgaros que, a pesar de vivir poco tiempo, produjo mucho. Nació el 17 de septiembre de 1898 en Kukush – hoy Kilkis en Macedonia, norte de Grecia –. Murió de tuberculosis poco antes de cumplir 25 años, el 18 de junio de 1923. Entre medias, las dos Guerras de los Balcanes, preludio de la Gran Guerra, provocaron la huida de su familia a Sofía. En 1915 hizo su debut literario estando en la universidad, en el periódico satírico K’vo da e (Todo vale). Pocos meses después del estallido de la Revolución de Octubre de 1917, mientras en el país se intentaba evitar la influencia de las ideas comunistas, publicó su primera colección de poemas Raznokalibreni vazdishki v stihove i proza (Suspiros de varios tamaños, en verso y prosa). Entre 1918 y 1920, influenciado por las violentas revueltas contra el rey Fernando I y el turbulento período en Sofía, Smirnenski fue miembro del consejo editorial del periódico popular Bulgarin y publicó en la revista literaria semanal Red Laughter del Partido Comunista. Esto último, junto a su inscripción en la Liga Juvenil Comunista y en el Partido Comunista de Bulgaria, fueron un punto de inflexión en la línea creativa de Smirnenski. Sin embargo, en el final de su vida, su obra fue más allá del mero compromiso político e ideológico mostrando una humanidad desinteresada y un afán por expresar la necesidad de luchar por un cambio en el mundo. A día de hoy su obra sigue siendo relevante, como es el caso de este Cuento de la Escalera que Smirnenski dedica a todos los que digan – y no serán pocos – “eso no tiene que ver conmigo”.

 

 

 

Georgi Sofyiski es un bohemio trotamundos entusiasmado con la Península Ibérica, su geografía, naturaleza, historia, cultura, comida y gente. Intenta, a veces sin éxito, capturar migajas de verdad y vida a través de palabras en distintos idiomas.

 

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