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Acordeón¿Qué hacer?‘El cuervo’, entre el alambre de ‘The wire’ y el ‘Nevermore’ de...

‘El cuervo’, entre el alambre de ‘The wire’ y el ‘Nevermore’ de la ‘Carta robada’, de Edgar Alan Poe. ‘Moby Dick’ y la caza de un innombrable Capitán [Trump]

Para Anaïs y Mickey, porque todavía creen en la belleza, que es bondad.
En recuerdo de nuestro paseo por el Kröller-Müller

 

Romanticismos corvinos a lo Edgar Alan Poe

¿Estamos todavía en una época romántica, mientras nos columpiamos en el yoyó-ismo que suspende al sujeto en lo más alto de su vanidad, dopado por los artificiales guiños electrónicos de las redes sociales que aumentan proporcionalmente su adrenalina a costa de los supuestos seguidores de su ombliguismo? Esta ego-epistemología evoca aquel émbolo que subía y bajaba sin cesar, y que los más duchos hacían levitar sobre sus cabezas como si de un trapecio se tratara ‒el más difícil todavía‒, lo que hizo las delicias de nuestros abuelos, padres y de nosotros mismos, cuando se volvió a poner de moda al final de la década de los sesenta en el pasado siglo ‒ha llovido‒.

De acuerdo a una de las explicaciones más tradicionales, lo romántico habría roto con la idea del espejo de la razón natural e ilustrada donde se fijaba el mundo bien ordenado para ser alterado con la potente proyección de la creatividad de la lámpara de la libertad a través del foco del yo. Sin embargo, no podemos ver este proceso como un hiato absoluto ya que la preeminencia del yo vino precedida de un cambio cualitativo en el acceso del sujeto al mundo sensible a través del sensualismo del filósofo Francis Bacon y el empirismo de John Locke, como nos lo mostró el hispanista Russell P. Sebold. Y así, uno de nuestros ilustrados más reconocidos, José Cadalso, en sus Cartas marruecas, utilizó la estrategia de la condescendiente indagación racional vía el buen salvaje, presente en tantos modelos europeos, como las Cartas persas de Montesquieu, y el perspectivismo de las voces epistolares entre la mirada de un yo que ya penaba por la imagen de unas Españas donde faltaba ciencia y sobraban superstición e intolerancia.

O bien en sus Noches lúgubres, su alter ego, Tediato, se desesperaba en la cripta de la iglesia por su amante ida, lo que nos puede también evocar uno de esos poemas emblemáticos que marcan aquella época: The Raven (El cuervo). Su autor, Edgar Allan Poe, falleció de una forma trágica en la ciudad de Baltimore durante unas elecciones, una noche de octubre de 1849, víctima de un delirium tremens tras la bebida ingerida a cambio del tráfico con su voto. La comparación no es baladí, porque El cuervo como poema apunta, en su conocido verso y leitmotiv ‘Nevermore’, a la paradójica, sistemática e inerme repetición del tiempo y sus variantes.

Mientras tanto, en uno de los pioneros cuentos de Poe, The Purloined Letter (La carta robada), el ojo del detective Dupin apunta a que los fenómenos inexplicables de la naturaleza sólo están desordenados accidental e inesperadamente, mientras nos contemplan abiertamente ante nuestra perpleja vista incapaz de advertir lo habitual de su inexistente rareza. Posteriormente, Nietzsche en diferentes momentos de su abigarrado pensamiento aforístico, y luego Marc Twain, hablaron del eterno retorno y de las rimas de la historia, respectivamente. Y en español, Antonio Machado en sus Nuevas canciones nos entregó un certero verso-proverbio para explicar la paradoja metafísica de cronos: “Hoy es siempre todavía”.

Quijotes del abismo y Sanchos del bienestar

Algunos aún creen, a pesar de la tozudez de la historia, de que su curso puede ser revisado en el momento de la concreción filosófica y política occidental de los supuestos derechos naturales del yo defendidos por pensadores como Thomas Hobbes o Jean Jacques Rousseau. Gracias a una atrevida epistemología, en El amanecer de todo, de David Graeber y David Wengrow, se aportan fuentes y ejemplos indígenas críticos de la jerarquización que supuestamente rompió el modelo igualitario de caza y recolección empeorado por las diferencias provocadas por la agricultura sedentaria y el comercio que dividirían irremediablemente a clanes e individuos. Así las mentes ilustradas habrían ocultado dichos orígenes para formular una ingenua y primitiva edad de oro perdida. Otros, como Yuval Noah Harari, nos quieren convencer de la utilidad del modelo evolutivo universal y contentar con algunos de los beneficios en los tiempos que corren (Sapiens, Homo Deus), aunque nos advierta sobre los peligros de la expansión posthumanista de la Inteligencia Artificial (Nexus).

Pero John Gray ya habría predicho en Falso amanecer las trampas del modelo neoliberal globalizado para reforzarlo en Los nuevos Leviatanes con un diagnóstico catastrofista ante la prevalencia ocultadora de los árboles del wokismo, emanado de los think tanks universitarios de las universidades de la Liga de la Yedra, entre otras, y jaleado por la nueva izquierda tras las interseccionalidades de ecofeminismo, género, raza o sexualidad, y la recurrencia del discurso del borrado, cancelación, trauma y seguridad que nos impedirían ver los árboles de las diferencias opresivas de las clases sociales. Este giro acarrearía el final de la indagación del ser romántico del liberalismo para dar paso a una guerra de las identidades de la que se están aprovechando los autoritarismos iliberales y populistas al estilo de ese Innombrable presidente electo de los Estados Unidos. En 2016, parodiando un siglo más tarde a Juan Ramón Jiménez, escribí que nuestra inteligencia no podía infectarse con su nombre exacto, pero una tozuda “sinrazón” nos ha condenado a sufrir de nuevo su ‘Nevermore’ ultramontano (El Trumpazo y la náusea).

Se consolidaría así la idea del agotamiento del paradigma ilustrado, en parte, por nuestra singladura en la nave de la globalización aupada sobre la potencia excepcional de un capitalismo arrastrado por la postdigitalización anunciada y guiada por la artificial gracia de una inteligencia robótica, emanada de replicantes de nuestro yo que nos muestran y vaticinan mejoras excepcionales para la especie: trasplantes y recreaciones de órganos ya muy satisfactorios, terapias de prolongación vital ante el aniquilamiento de nuestros neuronas, reducción exponencial de la mortalidad por enfermedades que creíamos incurables como los diversos cánceres, búsqueda de vida humana en el más allá planetario, intentos de crear una agricultura que acabe con hambrunas, plagas y epidemias, o herramientas de tratamiento de la información que seleccionan y jerarquizan teóricamente lo pertinente, aunque sin que se pueda detectar, ¡ay!, su falsedad, mientras suplantan los intercambios interpersonales.

Llegaría casi a producirse un reordenamiento de nuestra captación del conocimiento por el que el nuevo engendro del yo re-pensante, un ingente deus ex machina sin fondo nos abocaría a la pasividad, al adormecimiento y anulación de nuestro yo cognoscente. Seríamos, como en el trasgo clásico más puro, un receptáculo vaciado e incapacitado para la acción y el pensamiento crítico ante la omnipresencia de los algoritmos. Tal nuevos diosecillos del Olimpo robótico, nos propondrían como visión y gestión del mundo prefabricado por… otro cenáculo privilegiado de conspiradores del Brave New World aliñados con aceites de la ciencia ficción practicada ahora por los hackers reconvertidos a favor de la robótica de Sillicon Valley. Se manifiestan, según Michel Nieva, en las novelas ciberpunk como Snowcash, de Neal Stephenson, donde se acuñó el término metaverso. Decidirían en otro Fahrenheit 451 cómo arderán nuestras médulas en el espejo de un universo reduplicado en el que sólo ¿resistiría? un romántico puñado de Antígonas y Sísifos, unos Winstons Smith y Julias, unos Johns y Leninas, unos don Quijotes y Sanchos, en apartadas ínsulas como nostálgicas Atlántidas. Pulularían como tribus en mitad de bosques con apagón electrónico provistos de algunas colecciones incompletas de enciclopedias Britannica, Espasa o Larousse impresas, desechadas hasta por una Thinkpol de las redes, cuyo etéreo newspeak sería indiferente a estos materiales predigitales, cierta y diariamente cada vez más incompletos, pero más pre-posthumanos.

A estos resistentes, les quedaría la utopía de la magia, la supuesta sorpresa entre la escasez, en periferias que aspirarían a compartir supuestos beneficios entre su colectividad de renovados cazadores-recolectores de lo incompleto e inesperado: nuevos indígenas de lo esencialmente humano borrados por la rapiña postdigital, otro ‘Nevermore’ en la era posthumana del nuevo amanecer de todo. Aunque al modo de la anciana freidora de huevos en la tela de Velázquez, de maravillosa luz sobre la poesía de lo cotidiano, expuesta en la National Gallery of Scotland en Edimburgo, sus habitantes alternativos terminarían por perder casi toda su dentición acosada por el desgaste y el descuido del tiempo, pero se deleitarían con el genuino gusto de la naturaleza más cercana y la posibilidad de reciclar, otra vez humana más que humanamente, su curso.

La falsa moral de los condescendientes de la globalización

Y todo eso mientras los cenizos de turno nos aguan la fiesta con amenazas reales de apocalipsis, de cambios climáticos cuyos protocolos de contención casi nadie respeta, con la presencia rampante de fenómenos atmosféricos crecientes e inusitados, de la imposibilidad de distinguir entre verdades y paparruchas, y desde luego, la nula desaparición de las guerras y conflictos. Sólo que supuestamente serían más selectivos ahora, y hasta menos mortíferos en su frecuencia y resultados, pero con una potencia de fuego que no elimina a pesar del visor de la muerte electrónica, los desastres periféricos de sus impactos ‒véase la última carnicería en Gaza o Líbano, ojo, no la única‒. Échese otra mirada ad hoc sobre Sudán, Tigray, Ucrania, Yemen, el conflicto que califican de baja intensidad de Casamance en Senegal, la década larga en Siria, la represión en Afganistán …

Lo que eufemísticamente se llaman daños colaterales, como si de una alineación de futbolistas se tratara, parecen solo tocar a los que corren la banda, dejando a los del centro libres de impactos. Son los que económicamente se conocen como países desarrollados, pertenecientes a diversos acrónimos (Gs, Brics, Brics+…) frente a un constructo llamado Sur global, de donde además vienen todas las calamidades, en particular las de los flujos migratorios mixtos. Se trata de otro eufemismo de nuestra capacitada época yoísta-nombradora para ponernos una venda en los ojos y mirar para otro lado, mientras los xenófobos, racistas y reaccionarios de todo pelaje, urbi et orbi, de nuevo claman a favor del rechazo al otro.

En línea con John Gray, para la fundadora del partido germano BSW (Por la Razón y la Justicia), la “oximorónica” conservadora de izquierdas, Sahra Wagenknecht, no sólo se trata de que las teóricas clases populares que votaban a las izquierdas se hayan vuelto reaccionarias. O que sean un hatajo de “deplorables” como las calificó la sobrevalorada Hillary Clinton, o de los que se mofó Barak Obama o Joe Biden, actitudes que critica Michael Sandels en La tiranía del mérito. ¿No sería que parte de estas izquierdas se han transformado en colectivos de “engreídos” que viven razonablemente bien gracias a la globalización que ha apartado a tantos otros desfavorecidos de sus beneficios y privilegios: cosmopolitismo, cultura, educación superior, poder adquisitivo, ¿seguridad habitacional, laboral y sanitaria?

Mientras, los campeones de la condescendencia se parapetan tras políticas identitarias de lo woke, también pueden colgar como renovados comités de salud pública un sambenito de intolerancia, a cualquier disidente que busque vararse ante lo fluido, o que ose reivindicar su derecho a una heterosexualidad sospechosa de todas las discriminaciones y normatividades, o se sienta identificado sin espíritu de culpa con sus orígenes europeos que se tildan estructuralmente de eurocéntricos, racistas, xenófobos y/o colonialistas, o no blanda sin recelos la enseña del ecofeminismo y de la supuesta paridad liberadora para cualquier minoría, o no emplee un lenguaje artificialmente incluyente que suele ignorar la más elemental historia de la evolución de la lengua, y en el caso de la española, confunde género gramatical neutro en su uso de la convención del masculino con representación de género…

Simultáneamente, los precariados reales se mueven entre la supervivencia cotidiana, la inflación, el paro endémico, los desahucios, el desempleo, la incomprensión ante la incesante liquidez identitaria de los afeites y disfraces, o el recelo ante los inmigrantes en general dispuestos a trabajar por salarios inferiores con escasa o nula cobertura social, lo que suele hasta beneficiar a esos perdonavidas de la izquierda identitaria bien pertrechada, mientras se transforman costumbres y geografías de los antiguos barrios de siempre.

El Baltimore de Francis Scott Key, ‘The Star Spangled-Banner’ y ‘El puente sobre el río Kwai’ como síntomas de la crisis globalizada

En el Baltimore donde feneció Poe, en la frontera de la bahía del Chesapeake, antes conocida como de Santa María, en la nueva Andalucía o antigua tierra de Ayllón, donde existió cierta presencia española en la lejanía del siglo XVI, según lo han relatado mis colegas, Carmen Benito-Vessels o Gerardo Piña Rosales, ocurrió hace varios meses uno de esos accidentes catastróficos, de carácter casi impensable: el colapso por impacto naval del puente bautizado con el nombre de Francis Scott Key, autor de los patrióticos versos que luego se utilizaron parcialmente en el himno de los Estados Unidos: The Star Spangled-Banner (El estandarte de las estrellas). Este desastre se podría ver como una abyecta metáfora de un ‘Nevermore’ en torno al deterioro occidental del paradigma socialdemócrata. El poema se compuso en 1814, durante la guerra en la que la joven república estadounidense ya hizo sus pinitos imperialistas para arrebatar territorios canadienses a su antigua madrastra británica. Su autor fue un abogado-poeta de contradictorio vida y obra, como muchos de los padres fundadores (Washington o Jefferson) de una república esclavista, que no una democracia, fundada sobre la separación de poderes y el control del voto y la ciudadanía. Francis Scott Key también era dueño de esclavos, aunque abolicionista, pero defensor del reenvío de los africanos -seres inferiores- a su continente originario. Desde el promontorio situado en el parque nacional dentro del fuerte McHenry, en la península de Locust Point (La Punta de la Langosta), los visitantes habrían podido contemplar hace casi nada el paso de los buques rozando con sus mástiles el fondo de la prolongada madeja de acero sostenida sobre cuatro pilares principales ¿e intuir que quizás un día, una nave dejada de la mano de otro capitán Ahab –retornaremos a la metáfora de Moby Dick‒ se estrellaría para colapsar instantáneamente su veladura en la bahía?

Otra analogía puede ser la de ese supuesto puente sobre el río Kwai volado con un tren cargado de soldados y pertrechos japoneses en la selva de Birmania por los comandos aliados, y que se precipitaba ante nuestros estupefactos ojos cinematográficos, correas de transmisión de nuestras lámparas imaginarias sobre una inmaculada pantalla. Corría el año 1958 cuando los jurados de la Academia de Hollywood debieron quedar impresionados por aquellos efectos visuales de la voladura del engendro de madera construido ex profeso para la película de David Lean. Le otorgaron hasta siete estatuillas frente a formidables rivales meta-judiciales como Witness for the Prosecution (Testigo de cargo), de Billy Wilder, con un engreído, sarcástico e indomable Charles Laughton y una inesperada Marlene Dietrich, junto a los doce del elenco semi teatral, con Henry Fonda a la cabeza, de Twelve Angry Men (Doce hombres sin piedad), dirigida por Sydney Lumet.

Puentes exquisitos entre el centenario del surrealismo y el ‘Discurso sobre la dignidad del hombre’

Tan repetitivos como habituales son los hundimientos de estructuras colgantes, para sorpresa de nuestra ignorancia yoísta, dopada por las ficciones que pueden cercenar nuestra visión de la historia. Por ello, invito a los lectores a darse una cura de humildad ‒la misma de la que he disfrutado cuando he comprobado los miles de accidentes producidos en torno a puentes, de los que se tienen estadística y datos fiables, a partir del siglo XIX‒. Por no imaginar la cronología completa de colapsos, desde cuando reinos como el indio de Ayodhya, o imperios como el inca o el romano, supieron negociar vados y cortes en el terreno para tender, aquél sus cuerdas, o levantar éste sus imponentes construcciones con arcos que hoy calificamos con el epíteto románico derivado, mientras que estas se remozaron con ingenierías más tardías como las medievales, y en particular, las de los alarifes árabes, como en el puente sobre el Henares en Guadalajara.

De regreso al colapso de una rampa aérea entre dos montículos separados por el aire, un río, un brazo de mar, los bordes de un extraordinario valle, el inusitado y reciente impacto por parte de un buque con bandera de Singapur, cargado de contenedores, pareció un acto surrealista. Casi evocó el centenario del primer manifiesto de André Breton, debido al nombre traficable, Dali, de dicha nave a la deriva durante la noche cerrada del 26 de marzo de 2024 contra uno de los emblemas arquitectónicos de la potencia industrial estadounidense, inaugurado el 23 de marzo de 1977.

Si confundiéramos y le añadiéramos un acento como al divino Dalí, tal cadáver exquisito, le podríamos echar la culpa hasta a esos catalanes de Port Lligat, Cadaqués y Figueres, al estilo de la obsesiva fijación antiseparatista del unitarismo españolista ultramontano más visceral, necesitado de la antítesis discursiva de sus homónimos carlistas periféricos del siglo XXI. Ambas posturas siguen alimentando tertulias inanes y panfletos trufados de anécdotas de tres al cuarto, con los que se pavonean supuestos humanistas independientes que desprecian cuanto ignoran (Antonio Machado). Estos sirven como intelectuales orgánicos del cualquier tiempo pasado fue mejor, o discursean sobre la polarización de las emociones que ellos mismos fomentan con sus ideas hegemónicas e inamovibles de nación originaria y cierra… contra los aspirantes de los fets diferencials que, a su vez, se saltaron los matices de cualquier debate territorial.

Buena hora para antídotos como el Discurso sobre la dignidad del hombre de Giovanni Pico Della Mirandola con su defensa de la discrepancia, la diversidad cultural y religiosa y el enriquecimiento vital a partir de la diferencia, entre las máximas délficas, Nada en exceso y conócete a ti mismo. Obliga a navegar el cauce de la decencia, de la duda y respeto al discrepante, para apartar toda dialéctica de maximalismos binarios en debates políticos u otros, que evidentemente se inician entre la dissensio.

Falacias del ‘Nevermore’ y del Exilio Business

Y esto nos retrotraería a otra falacia del ‘Nevermore’, tantas veces mentada con el manido sonsonete sobre la terapéutica necesidad de conocimiento de los anales para evitar su maldita repetición, deformada expresión secuestrada a George Santayana, un pensador hispano-estadounidense de la generación del 98. Anda en boca, entre otros, de la descendencia adscrita a los genes de la memoria de las víctimas guerra-civilistas patrias. En torno a algunas de estas, tras tantos años de indigna sepultura y exhumación pendiente, hasta se vierten odiosas invectivas o negacionismos varios contra sus molestos espectros en el tiempo presente. Frente a tal indecencia, se puede esgrimir legados de resistencias varias en el exilio o el interior, como los sencillos adoquines de la memoria con los que podemos tropezar en calles europeas, para contrarrestar el blanqueo exculpador del presente. A su vez, la pesada y engorrosa carga de los pasados sucios y sonrojantes de nuestros legados familiares, poco encomiables tras su cotejo con la historia, pueden mostrar la doble cara de Jano. En El monarca de las sombras, la historia del abuelo franquista de Javier Cercas, o en su celebrada Soldados de Salamina, prevalecen la tradición del honor del clan o las contingencias del valor cultural del legado intelectual. Por ello, suelen ser la excepción relatos como Entre hienas, de Loreto Urraca Luque, que inciden éticamente en la búsqueda de la reparación a través de la victimidad. Esta autora abre en canal la memoria de su abuelo, el victimario Pedro Urraca Rendueles, un cazador de rojos en la Francia ocupada, encargado, entre otros menesteres, de trasladar a la víctima, Lluís Companys, desde París hasta Hendaya, para su muerte segura en la España franquista.

Así, como seguro e inquebrantable antídoto antitotalitario, no existe memoria democrática alguna para el presente o futuro, entre la entelequia de su arbitraria temporalidad y su extensión como herramienta educativa de valor ilustrado, para inocularnos contra cualquier negatividad de lo nunca-siempre visto de lo humano, o impedirnos tropezar x veces en la misma piedra. Lo vuelve a probar el ascenso de aquellos que defienden posturas intolerantes, hasta en países como Alemania, Austria, Países Bajos o Francia, donde teóricamente existen protocolos y espacios memoriosos como supuestas vacunas para evitar antiguas malignidades. La moral más virtuosa puede ponerse al servicio del horror nos advierten en Tejer el pasado, Sarah Gensburger y Sandrine Lefranc, o lo que hace casi tres décadas ya califiqué de Exilio Business.

El Baltimore de los Liberty Ships 

Precisamente, entre los hitos de la construcción de aquel puente de Baltimore, advertiríamos que algunas de sus memorias culturales han globalizado la ciudad por circunstancias ajenas a los deseos de algunos de sus habitantes. Por ejemplo, en el más allá de un floreciente comerciante procedente de China, el cual en el siglo XVIII estableció una plantación trabajada por esclavos, en un barrio hoy habitado por jóvenes gentrificadores, con empleos bien remunerados en el área metropolitana de Washington D.C., y cuya pronunciación inglesa, “Canton”, se acercaría a la de county o condado, como el del barrio de Dundalk donde ocurrió el colapso naval de marzo de 2024. En época no tan lejana, albergaba Canton y otros barrios en las riberas de la desembocadura del río Patapsco, los hoy casi obsoletos astilleros de la antigua Bethlehem Key Highway Shipyard, donde se botaron aquellos Liberty Ships de 9.000 toneladas que transportaron, primero, pertrechos, y luego a tantos liberadores estadounidenses a partir de 1942 hacia la Europa en guerra de 1939. Uno de los tres sobrevivientes de aquellos patitos feos (Ugly Ducklings), luego mejorados por los Victory Ships a partir de 1943, el SS John W. Brown, todavía ancla en los muelles de Canton.

La conmemoración ochenta se acaba de llevar a cabo en las sangrientas playas de Normandía, tan alejadas del Omaha o Utah natales, donde perdieron la vida tantos boys, apodados como GI, Galvanized Iron (Hierro Galvanizado), irónica carne de cañón, descendientes de/o antiguos emigrantes desde aquel continente asolado por totalitarismos del siglo XX: comunista ‒y no socialista como paparruchea el actual presidente argentino, Javier Milei‒ y nazi-fascista. Entre aquellos boys, algunos privilegiados salvaron su vida por haber conservado el idioma del enemigo o del amigo por liberar, y ser destinados, como Henry Kissinger, a la depuración de los servicios de inteligencia totalitarios ‒los míos mejor que los del enemigo soviético para la Guerra Fría‒, cuyas ideologías vuelven a emerger hoy desde Italia al Volga.

El Francis Scott Key y el retorno del folletín

El derrumbado puente Francis Scott Key de Baltimore, proyectado en la época de la guerra del Vietnam, momento de eclosión de la guerra cultural que se acrecienta hoy entre supuestos tradicionalistas y progresistas, fue como otro primer vaticinio del agujero en la línea de flotación de aquel imperio estadounidense tras el New Deal y la Segunda Guerra Mundial. Otra de esas rimas prolépticas y analépticas, con esa jerga de los semiólogos estructuralistas y post-estructuralistas franceses con que la izquierda universitaria estadounidense, buscó oscuras referencias etimológicas griegas para hablar, simplemente, de la proyección al futuro o al pasado. Todo para pasmarse entre los pocos, en contra de la simplicidad estilística de un Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez ‒ “Al secreto más raro, recto, por un camino franco”‒, pero tan atacado por su incomprendida exigencia en pos de la mejoría, siempre presente en el saber popular de la “aristocracia de intemperie”.

Mientras nuestra modernidad creía surcar el instante del yo entre la perseverancia, la permanencia y lo duradero de la mejor naturaleza confuciana: un sueño de los ilusos. Y así parece reflejarlo el diálogo cantonés, que comentaremos ulteriormente, sobre la antigua e ida seguridad laboral proletaria, entre dos personajes de una serie de series: The wire. Modelo para la narrativa visual por entregas de hoy, heredera del folletín decimonónico que en España cultivaron de Francisco Fernández y González a la cúspide de Benito Pérez Galdós.

Las series se consumen bulímicamente, y en su suspense, herederas de la emoción de la mejor épica, están hoy concebidas, en parte, para algunos incapaces de sostener la mirada fija en una tarea por encima de escasos minutos. Se manifiestan como otras lámparas del egocentrismo actual, un receptáculo revertido hasta a través del foco de un teléfono móvil ‒la pantalla reducida para resaltar la micro presencia del uno‒. Onanismo visual frente al fenómeno colectivo de la sala de cine o el café, donde se intuía la poesía de las sombras blancas del cinematógrafo cantado por Luis Cernuda “en los mares del sur”, sobre aquellas improvisadas sábanas a las que nuestros padres enviaban nuestros sueños infantiles, las cuales podían incendiarse con el calor de los proyectores de los hermanos Lumière…, a los que parece brinda un amoroso homenaje En la alcoba del sultán (2024), del cáustico Javier Rebollo, director que aprecia incorrecciones culturales como Ciudadano ilustre (2016), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, escrita por André Duprat, y creadores de la caústica serie Bellas Artes (2024).

‘The wire’, entre el alambre de David Simon y los Diez de Hollywood

Para esa memoria insondable, pozo de misterios irresueltos, la surrealista catástrofe del Dali nos sitúa también en el terreno familiar del Baltimore Sun, uno de esos emblemáticos diarios estadounidenses que ha perdido su longeva independencia informativa para abrazar las causas de la especulación e intereses empresariales y de los impactos gustativos digitales. En él, un antiguo periodista forjó a finales del siglo pasado su reputación a través de la investigación por entregas como marca de un profundo trabajo de campo, sostenido por la tenacidad y la independencia. Me refiero a David Simon, creador de The wire, uno de los escasos guionistas-productores que han conseguido inmortalizar su nombre entre la bulimia visual.

¿Cuántos recuerdan al elenco de los de Casablanca de Michael Curtiz, o a los perseguidos por el macartismo apodados Diez de Hollywood, entre los que estaba Alvah Bassie? Aquel guionista de Objetivo Birmania había logrado salvar su vida tras jugársela al tablero de la contienda española, en la Brigada Lincoln, y ser represaliado, junto a sus colegas, con penas de cárcel superiores a un año por no desvelar información sobre la solidaridad de comunistas estadounidenses que habían financiado un aparato de rayos X y diverso material para el Hospital Varsovia de la ciudad de Toulouse. Allí, pioneros del antiguo Hospital de la Santa Creu de Barcelona trataron con terapias y protocolos integrales de cuerpo y espíritu a los sobrevivientes españoles del mundo concentracionario nazi, inmortalizados por Robert Capa.

Alambres y alambradas 

A problemas de violencia, corrupción y degradación por la droga entre policía y delincuentes, obstrucción de la solidaridad laboral y tráfico de personas, navajazos municipales, hundimiento del sistema educativo público y cobertura periodística, respondía la multifacética serie The wire, considerada mundialmente como una joya de las series televisivas. Su traducción literal, nos puede dar la palabra ‘alambre’, aunque apunte en su multifacético inglés, a un juego semántico, cuyo contenido como mensaje telegráfico nos permite también espiar a alguien, es decir hacer un seguimiento judicial-policial a través de un hoy obsoleto e innecesario cable telefónico de cobre, o sostenerse en el que colgaba entre dos postes para otra ristra de posibles córvidos del ‘Nevermore’, o el pájaro de la melancolía que cantaba Leonard Cohen en Bird on the Wire. Pero wire también evoca divisar la cinta de llegada con la incertidumbre del resultado de una carrera, poder encerrar a bestias animales o humanas como en los campos que inauguraron los españoles de Weyler en Cuba, manipular y sostener a marioneta o acróbata, y trasladarnos por su continente fónico como sinécdoque y casi onomatopeya de la interrogación why sobre las causas y las consecuencias de cualquier acto indefectiblemente ligado al tiempo de la historia y a las causas del espacio. Y por ello, las aves modernas posadas en sus cables seguirían evocando los augurios de los arcanos, de acuerdo a su vuelo, ciegos vaticinios para las sibilas de turno. Interpretaciones ad hoc para la bandada de aquel trigal de Van Gogh, tres días antes de su muerte, con los tonos oscuros de su primera paleta presente entre las sufrientes figuras de pueblo en sus cuadros del museo Kröller-Müller, dentro del escultórico oasis de un parque artístico como homenaje a la Bahaus, en una casi germánica Holanda.

El alambre del Cinturón del Óxido

Y al regresar a la intraducible The wire, en su segunda temporada, a mitad del año 2003, uno de sus protagonistas, el policía Jimmy McNulty, había sido degradado a la patrulla marítima en la desembocadura del río Patapsco. Gracias a la serie, por lo menos, se aprendió a deletrear el nombre indígena (reflujo de agua) del caudal que fomentó la primera industrialización de Baltimore en torno a molinos de cereal, fábricas de clavos y herraduras, o las botaduras de los afamados clippers para el contrabando de carne esclava africana que recuerda Los pilotos de altura de Pío Baroja, o de la calle cercana a la de la casa-productora del propio David Simon. El personaje de ficción, un irlandés cabezota y buen bebedor, está condenado a aburrirse en las aguas fluviales que dan a la bahía del Chesapeake, teóricamente enmarcadas por la majestuosidad del puente desaparecido, cuya faraónica construcción se inició en la época en que ciudades industrializadas como Baltimore, que habían atraído a finales del siglo XIX a una muy importante migración afroamericana del sur, entraron en la referida crisis que acabó con la presencia obrera en tantas urbes del hemisferio norte.

En esa escena, McNulty ha sido enviado junto a su compañero de desdichas en la patrullera policial, Claude Diggins, a remolcar un yate de recreo que ha perdido su fuerza propulsora en el canal de paso del tráfico de la bahía al río y al puerto de la ciudad, justo a la altura del fuerte Armistead. Se trata de otro lugar emblemático que evoca el nombre del jefe de la defensa de Fort McHenry en la contienda de 1814. Aquel atrincheramiento defensivo estuvo activo entre 1897 y 1901 ante el posible ataque de la flota española en el entorno del anticipado conflicto cubano-hispano-estadounidense en esa antigua Bahía de Santa María. Todo ello parece aprovecharlo Simon para situar en el discurso antes referido de los dos personajes y en el epígrafe del estibador Little Big Roy –Ain’t never gonna be what it was (Nada va a ser lo que fue)‒ algunas de las causas por las que Baltimore, parodiando corvinamente a Poe en un nuevo ‘Nevermore’, se había hundido junto al Rust Belt o Cinturón de Óxido de los Estados Unidos industrial del New Deal. En esas aguas estancadas, ha pescado sus votos el presidente electo, a partir de ese colapso socioeconómico que convirtió una de las ciudades más pujantes de la construcción naval en un deshecho del paro, de la droga y del crimen.

El discurso de McNulty, cuyo padre había perdido en 1973 su trabajo, sito en los alrededores del puente, y en 1978, el tío de su compañero, mostraba la obsolescencia de la continuidad de Parménides, la desaparición de las válvulas de seguridad laborales y sindicales que habían determinado la permanencia interfamiliar de la vida de los ancestros de ambos personajes acogidos al bienestar productor del New Deal, frente a los riesgos en el egocéntrico baño del Heráclito neoliberal globalizado, sin salvavidas socialdemócratas.

Himnos nacionales con letras de barro 

Y por ello, el hundimiento del puente ratificó la posible arrogancia intuida por Simon al comienzo de este episodio titulado Ebb Tide (Bajada de la marea), ante la construcción de un engendro sobre la bahía de the towering steep  (el imponente promontorio, de Fort McHenry), dice el himno nacional, Star Spangled-Banner. Este maneja las referencias habituales a un supuesto humanismo racionalista vencedor sobre el que habrían emergido los principios nacionales de la tierra de los libres y el hogar de los valientes, temas y retóricas presentes en los tres himnos compuestos en torno a las tres primeras constituciones liberales (Estados Unidos, Francia, con la Marsellesa, y España con el Himno de Riego).

En todos ellos, surgen las aspiraciones a la liberación ante la esclavitud por el otro: No refuge could save the hire and the slave (No hay refugio para mercenarios y esclavos); Contre nous de la tirannie (La tiranía contra nosotros); Blandamos el hierro que el tímido esclavo/ del libre, del bravo, la faz no osa ver (…) volemos, que el libre por siempre ha sabido del siervo vencido su frente humillar. Pero todas las letras escondieron la presencia de la esclavitud en lo propio, o la destrucción de las poblaciones indígenas, mientras ensalzaban la cultura y retórica del conflicto y de las guerras justas. Y en el caso estadounidense, aparecía el respaldo divino, presente hasta en el lema de su moneda: Then conquer we must, when our cause it is just (…) in God is our trust (Luego conquistar debemos cuando nuestra causa sea justa (…) en Dios está nuestra confianza). Un conjunto sarcásticamente negado por la posterior violencia civil engendrada por el porte de armas, o la pauperización de ciudades como Baltimore con su racismo, tráfico de armas, de drogas y de personas.

Tráficos migratorios entre crisis endémicas del capitalismo 

Precisamente, esa segunda temporada de The wire se fija en la migración dopada por las mafias locales y planetarias vía mujeres del este europeo, víctimas de crímenes de lesa humanidad, etc., obligadas a la prostitución esclava para el bienestar de consumidores y clanes del tráfico. Simon, un hombre cáustico, por no decir catastrófico, no deja títere con cabeza: ni siquiera a los sindicalistas portuarios que han perdido el norte solidario de su gremio, y trafican con influencias políticas y corrupciones varias empujados por el declive comercial portuario y el borrado de su Locust Point popular, ante la traslocación de bienes y servicios a las economías del Sur global, en las que se benefician los mismos perros con distinto collar del homogeneizado glocapitalismo financiero interior y exterior.

Es otro retrato fidedigno de la evolución cíclica de las crisis del sistema cuya depresión económica mundial de 1929 ya fomentó la polarización vía los medios de comunicación de entonces (prensa y radio), y que aumentó tras el colapso de las Prime de 2008, y la COVID de 2020 por conductos audiovisuales y redes sociales de hoy. Las intervenciones en el abastecimiento monetario de los bancos centrales han evitado ahora otro cataclismo, pero han sobredimensionado maltusianamente las diferencias socioeconómicas, crecidas por el efecto de la rapidez multiplicadora de la ingeniería financiera-digital, particularmente después del confinamiento pandémico. Este ha beneficiado aún más a los ahorradores y rentistas confinados de los servicios frente a los obligados precariados malgastadores de sus primeras necesidades, y ha aislado aún más a los seres en bandos y banderías, entre bulos afines y crispaciones varias. Es un universo de la prisa de acuerdo a la evolución de los flashes de la sociedad del espectáculo que nos alejan de los referentes antrópicos gracias a formalizaciones deformadas sin pausa.

La crisis económica que tocó a Baltimore a partir de 1970 ha ido gentrificando [aburguesando] los antiguos barrios obreros que tocaban al puerto –así lo anuncia perspicazmente la última imagen de la segunda temporada de The wire, respecto de Locust Point‒. Lugares que ocuparon emigrantes griegos, italianos, españoles venidos de la Cuba castrista, centroeuropeos (alemanes, polacos, ruso-ucranios) mientras que los de la emigración afroamericana sureña hacia el noroeste, lejos de parques y del agua como nuevo lugar de asueto y de turismo, han seguido degradándose, y ahora sufren la competencia de la presencia latina ‒las víctimas del puente todas fueron trabajadores de mantenimiento procedentes de las otras Américas‒, tema de la presión migratoria tan candente en Occidente.

Baltimore: analogías españolas

En ese sentido, el cambio en Washington D. C. que también ha ido expulsando de la zonas noreste y sureste del Capitolio a sus minorías afroamericanas industriales, mientras se han construido edificios de apartamentos y de oficinas entre las carcasas de las industrias locales desaparecidas, nos puede servir de comparación para la rivalidad socio-económica y política de Barcelona y Madrid y el sorpasso de la última.

Antes del hundimiento industrial, Baltimore era una de esas urbes medias de Estados Unidos que le hacían la competencia a rivales emblemáticas como Washington D. C., Wilmington, Filadelfia, Nueva York o Boston. Además, estaba apoyada por una importante infraestructura de educación superior, la Universidad de Johns Hopkins, entre otras, con su prestigioso centro médico, o el conservatorio de Peabody. Para la Barcelona postfranquista que miraba fuera de las fronteras españolas hacia los Estados Unidos, Baltimore representó un lugar de intercambio para las instituciones universitarias y hospitales de la ciudad condal. Para rehacer la zona del puerto olímpico barcelonés en 1992 ‒el Moll de la Fusta‒, el alcalde Pasqual Maragall, antiguo becado Fullbright en Johns Hopkins, se fijó, entre otros, en el frente marítimo del Inner Harbor (Puerto Interior) frente al barrio de Federal Hill (La Colina Federal), revitalizado por el emblemático alcalde y luego gobernador demócrata de Maryland, William Donald Schaefer. Sin embargo, como ocurre hoy con Madrid frente a Barcelona, Washington D. C. ha absorbido con mayor flexibilidad el nuevo dinamismo de la economía de servicios digitales, frente al hundimiento de la industria en Baltimore, o su receso en Cataluña. Así los tejidos urbanos y económicos crecen inflados por el flujo que representa la capitalidad nacional con ricas periferias, respectivamente, del estado de Virginia o Maryland, o la megalópolis hacia el norte madrileño.

Perennes cuervos: populismos en el alambre 

De regreso al tema migratorio, que el presidente electo ha agitado con excelentes resultados electorales, y promesas incumplibles de blindar los miles de kilómetros fronterizos con México, poco ejemplares son también las respuestas condescendientes sobre el espinoso tema en el viejo continente. Tras el alambre por aquí, se esconde la Fortaleza Europa, con teóricos líderes que se dicen socialistas, como el presidente español, Pedro Sánchez, cuyo mandato ha sido fundamental para el Pacto de Asilo y Migración aprobado por la Comisión Europea en 2024. Su subtexto destaca unas necesarias salvaguardas para las personas necesitadas, ¿como las púas de terceros en Marruecos, Túnez o Turquía, para la externalización de la suerte de tantos refugiados caídos por las simas de la globalización? Hoy defienden dichas prácticas la mayoría de los socios europeos, mientras se saca partido de otras memorias democráticas que pueden recordar en España a los perseguidos y exiliados propios de ayer, pero no a los menesterosos de fuera de hoy.

Una cuestión es la memoria de uno y otra la ajena, una el socorrido sonsonete del pasado casi ido y otra el presente de un porvenir desconocido, como ya nos advirtió el Estagirita sobre el vacío temporal. Pero “ande yo caliente…”, y sigamos trazando líneas imaginarias que cornejas y descendientes sobrevuelan sin advertir sus límites, o agravemos la necesidad de esgrimir papeles “mojados” desde cayucos y pateras que tantas veces no llegan a ninguna parte sino a buscar las llaves de la nada en el fondo de los mares… O cuidemos que aquellos admitidos en nuestras jaulas del oro occidentales, producto en parte de nuestras antiguas y satisfactorias rapiñas coloniales, vengan para literalmente cuidar los egos de nuestras cuartas edades…

Evidentemente, lo del yo corvino romántico es una simple cuestión cultural y la procesión va por barrios. Para tradiciones orientales, como la japonesa, el cuervo (karasu) representa también la fuerza de la colectividad ancestral, el amor a la familia al expresar su gratitud filial, con la capacidad de prolongar la vida de los semejantes a través de una cultura del ikigai, o del propósito vital y del cuidado activo de la paja ajena y no de la viga propia (el yuimaro), como lo da a entender la longevidad de los habitantes de Okinawa ‒no japoneses en origen, pero mezclados étnicamente‒. Y el cuervo de Esopo o de la Fontaine con su pico adulado no es la milana bonita del Azarías de Los santos inocentes de Miguel Delibes, el Jim manufacturero de You Can’t Take it with You (Vive como quieras, 1938) en la adaptación cinematográfica de Frank Capra, los proveedores de alimentos del profeta Jeremías, las cornejas que graznan en Soria fría, Soria pura de Antonio Machado, o la mascota de “ravens” (cuervos) que nombra al equipo de fútbol americano de Baltimore, o las aves que alimenta Robert Kennedy, Jr., otro excéntrico candidato antivacunas de estas pasadas elecciones.

Casi nada nuevo para la “echacorvería” de la que otro maestro de la ciencia corvina, Max Aub, alias Máximo Ben Albarrón, nos hubiera ya advertido en su apócrifo Manuscrito cuervo, trucado manual sobre la imperfección humana y el final de guerras y alambradas. En 1955, aquel tratado alegorizaba las sospechas ratificadas hoy por las incoherencias del universalismo y los excesos que se pueden cometer en su nombre, cuando además se le aplican dosis de nacionalismo para elegidos, frente a la disolución cosmopolita de la persona que experimentaba el propio Aub: “¿Qué soy? ¿Alemán, francés, español, mexicano? ¿Qué soy? Nada”.

Populismos del ‘Nevermore’ 

Tras los malos augurios del regreso de la intolerancia pegada al miedo de la pérdida de los privilegios del castillo occidental, vuelven a asomarse los populismos del viejo cuño del ‘Nevermore’. Y si no que se lo pregunten a todos los que están votando por opciones hipernacionalistas, en España desde Vox hasta Aliança Catalana, en Italia a Giorgia Meloni, o en Francia al Frente Nacional de Marine Le Pen, etc., disfrazado de Reagrupamiento que se enfrenta a otro Frente Popular liderado por Jean-Luc Mélenchon, motejado como LePenchon. Por aquí también aflora la quilla del antisemitismo exacerbado por la guerra en Gaza, y del populismo de grado cero no sólo arrastrado por el sonsonete de lo colectivo, sino por el marco de la gente homogénea frente a la casta, sin supuesta mediación que refrieron en España vía Ernesto Laclau y Chantal Mouffe los de Podemos et al. populismos a los que se han apuntado en diversos grados desde derechas extremas con sus nacionalismos varios teñidos de ultraliberalismos del bulo, izquierdas con sus variopintas agrupaciones, y centros de teórica derecha e izquierda, obligados a cortejarlos, respectivamente, desde la unidad constitucional hasta el estiramiento de sus exigencias programáticas para la conveniencia gubernamental. Populismos de pura cepa en una sociedad de las redes que ha eclipsado a la galaxia Gutenberg con el abandono generalizado de los estudios de humanidades, especialmente de la historia y la literatura, de sus cronologías, causas y efectos.

Algo de todo esto ha facilitado en 2024 esta victoria de un condenado por sus pares, no sentenciado, cuyo desprecio por el espejo ajeno es proporcional al descomunal yo de su egolatría. Es sabedor de cómo unos cuantos votos censitarios que aspiran a asemejarse a su descomunal hiper-masculinidad pueden inclinar a su favor el alambicado sistema electoral presidencial liberal-esclavista de Estados Unidos que algunos todavía siguen creyendo se decide por sufragio universal directo. En 2020, ya reclamó insistentemente un puñado de papeletas en Georgia para cambiar la suerte general de los comicios. Aunque nada de ello le impidió retar a un presidente de la cuarta edad cuya disminuida capacidad cognitiva finalmente le apartó de la carrera a la Casa Blanca, metáfora sobre lo ajado del sistema, La maquinaria del partido demócrata ha vuelto a fallar como cuando en 2016 frenó la plataforma de Bernie Sanders. Ahora se han obviado unas primarias ¿donde candidatos renovadores que hubieran podido plantear algún pegadizo lema de recambio? ¿Alguien se acuerda del progresista “We are not going back” (No vamos a retroceder) de Kamala Harris mientras su campaña se clausuraba con Lady Gaga cantando ‘God Save America’?

Del ‘Star Spangled-Banner’ de Baltimore a la Declaración de Independencia de Filadelfia en Pennsilvania

Simbólicamente, fue en Pensilvania donde Donald Trump estuvo a punto de ser asesinado el 13 de julio pasado, durante un mitin de campaña en el condado suburbano de Butler, en el oeste del estado. Históricamente, Filadelfia, la ciudad de la Campana de la Libertad (Liberty Bell) que puede volver a resonar 250 años más tarde, el 4 de julio de 2026, ya no se encuentra en un estado mayoritariamente pro-demócrata. Se trata al contrario de unos de esos «indecisos» donde se han resuelto decisivamente estas elecciones, con sus preciosos 19 votos electorales.

Por Pensilvania y sus dos condados decisivos para esta elección como Erie y Northampton, donde como en Baltimore, reinaba Bethlehem Steel, corre el Cinturón de Óxido, afectado por la desindustrialización y la relocalización globalizadoras, hoy algo mejorado por el tema del gas de esquisto, a cuya extracción por “fracturación hidráulica” se oponía Kamala Harris, frente al proteccionismo y ultraliberalismo desregulatorio de su adversario que ha manejado la inflada cifra de medio millón de puestos de trabajo en un mitin en Erie. Pero ya sabemos desde España y vista la tragedia de Valencia, como se las gasta la nueva derecha con las cuestiones climáticas. Y pregúntenle a ese precariado apartado de las políticas identitarias de la nueva economía por quién prefería votar, junto al centro rural con poblaciones agrícolas blancas, frente a un Este urbano formado por una gran metrópolis y centro de educación superior como Filadelfia y mi alma mater de la Universidad de Pensilvania, con núcleos de población afroamericana, emigrantes latinos y árabes, comunidades judías, colectivos feministas proabortistas. Un perfecto mosaico para reflejar la trinchera cultural entre tradicionalistas republicanos y supuestos progresistas demócratas post 1968 que han luchado por adjudicarse lo que quedaba del antiguo voto sindical obrero que fidelizó Franklin Delano Roosevelt para los Demócratas con el New Deal. Como la pionera The wire, Mare of East Town, dirigida por Brad Ingelsby, y American Rust, de Dan Futterman (2021) se habían sumergido en los males de esta heterogénea clase social abandonada a su suerte y que se proyectó simbólica y cinematográficamente con Rocky. Los nostálgicos de la saga, y en particular, de esta cuarta entrega, peregrinan hasta el Victor Café, sito en el antiguo Filadelfia italiano del sur: en realidad, un antiguo garito más que centenario de ópera y gramófono de La Voz de su Amo, que hoy da de comer a jóvenes camareros de género fluido que aspiran a una carrera en el bel canto.

Los días del pasado de las elecciones estadounidenses. Chicago: puerta a la Casa Blanca

Las convenciones presidenciales del Partido Demócrata de los Estados Unidos cada cuatrienio suelen dar bastante juego al cuarto poder falto de noticias estivales en julio o agosto. Y Chicago suele ser la ciudad, en la que, al borde de la alargada lengua lacustre del Michigan, se reúnen los delegados para seleccionar la candidatura para la Casa Blanca. En esta puerta al vientre de los estados centrales, o lo que paradójicamente se califica como Medio Oeste, sigue operando la poderosa maquinaria del Partido del asno de Andrew Jackson. De allí fue congresista y senador Barak Obama, o reinaron en el consistorio de la ciudad ventosa, los Richard Daley, saga familiar de padre e hijo sheriff-alcaldes, cuando las ciudades estadounidenses eran todavía cabezas del supuesto Melting Pot (Crisol) que distribuía el poder de los grupos étnicos conectados a los partidos: Fiorello Laguardia en Nueva York, o Frank Rizzo en Filadelfia, italianos; Edward Joseph Kelly de Chicago o David Lawrence de Pittsburg, católicos e irlandeses; el afroamericano Tom Bradley en Los Ángeles; o Ed Koch, un judío polaco, antigua némesis de un ascendiente Donald Trump… Chicago, la ciudad donde Trump erigió una de sus mega torres, preferida también para sus convenciones por el partido del Elefante, símbolo de su valedor de Illinois, Abraham Lincoln, cayó en desgracia en 1968, cuando la convención demócrata cambió algunas tornas electorales. Ya en 1944, la maquinaria del Partido de Franklin Delano Roosevelt, había impedido que el izquierdoso vicepresidente, Henry Agard Wallace, fuera su posible sustituto tras su fallecimiento en enero de 1945. Así, Harry Truman, un conservador de Missouri, inauguraría lo que Wallace calificó como el Siglo del Miedo (Century of Fear), entre otros, con el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Japón.

Cualquier tiempo pasado puede ser un indicio. De Lyndon Johnson en 1968 a Joe Biden en 2024

El Partido de John Kennedy no regresó a la ciudad de Chicago para celebrar una convención hasta 1996, cuando tornó a seleccionar a Bill Clinton, y ha vuelto a demorar su retorno hasta el presente de Kamala Harris y Tim Waltz, tras el progresivo deterioro cognitivo de Joe Biden. Dicho cambio de rumbo recordaba el mal fario de la ya mencionada convención de 1968, en la que Hubert Humphrey, entonces vicepresidente de Lyndon Johnson que había renunciado anteriormente a la reelección, derrotó por exiguo margen al senador Eugene McCarthy, de Minnesota, como Tim Waltz, un candidato representante del ala izquierda del partido tras el asesinato de Robert Kennedy, y en medio de los episodios de violencia racial que se sucedieron tras el asesinato de Martín Lutero King.

De un inoxidable Nixon frente a George McGovern a un innombrable frente a Kamala Harris. “A mí no me eche la culpa, soy de Massachusetts” (“Don’t blame me, I am from Massachusetts”).

Aquella convención plagada de conflictos en su interior y alrededores, no impidió la posterior victoria de Richard Nixon, el cual había prometido falsamente acabar con la Guerra del Vietnam. En aquel año, ésta había mostrado una de sus peores caras con la total destrucción de la bellísima ciudad imperial de Hue durante la ofensiva de principios de año del Vietcong, que acabó con los falaces informes de la buena dirección del conflicto que había realizado el general William Westmoreland. Cuatro años más tarde, la guerra no había acabado. Al contrario, en el otoño de 1972, Nixon aceleró el programa de bombardeos sobre Vietnam del Norte y el secretismo de las negociaciones de Henry Kissinger con Hanoi, cuando el candidato demócrata George McGovern, senador de Dakota del Norte, había prometido a las tres de la madrugada de una disputadísima convención en Miami, cuando la inmensa mayoría de los estadounidenses ya estaban en brazos de Morfeo, si elegido presidente, repatriar a todos los soldados estadounidenses desde aquella península de Indochina a los noventa días de la investidura de su mandato.

Nada pudo resultar peor para aquella candidatura demócrata, cuando poco después la prensa reveló que el candidato a vicepresidente, Thomas Eagleton, otro senador de Misuri, sufría depresiones clínicamente tratadas. Su sustitución por Sargent Shriver, cercano a los Kennedy y ligado a programas sociales como el Peace Corps, no impidió la mayor derrota de un aspirante demócrata en unas elecciones presidenciales. De la responsabilidad de otorgarle cuatro años más a un presidente que posteriormente tuvo que dimitir, precedido de su segundo de a bordo, Spyro Agnew, ex gobernador de Maryland, solo se salvaron el estado de Massachusetts y el Distrito de Columbia, donde los votantes otorgaron su confianza a los perdedores. Y tanto fue así que durante varios años, automóviles con matrícula de dicho estado, llevaban en sus parachoques una pegatina que leía: “A mí no me eche la culpa, soy de Massachusetts”.

Y todo aquello ocurrió mientras ya se conocían las noticias del intento de espionaje y detención de un grupo de personas relacionadas con el Comité para la Reelección del Presidente (Nixon) en la sede del Partido Demócrata en el Distrito de Columbia, ubicada en el famoso edificio del Watergate. Pero ninguna de aquellas noticias junto a la continuidad de la guerra en Indochina con operaciones no autorizadas por el Congreso en Laos o Camboya, y las sospechas de manipulación electoral por parte de los republicanos tras el Watergate, hizo cambiar el voto de la mayoría de los estadounidenses.

Durante aquella primera elección presidencial de 1972 en la que fui testigo directo, concluí que ninguno de los baremos que suele esgrimir la prensa europea, o los analistas alejados de la realidad estadounidense, o los prosélitos pro-demócratas en la actualidad, pueden explicar las particularidades de un sistema electoral y de un trasfondo ideológico tan alejado de programas políticos, económicos, sociales, educativos, culturales, que se puedan analizar con datos empíricos de la razón. Claro que, en la actualidad española, se puede afirmar que dichas premisas también campan por su ausencia, cuando parece preferible enfangar personalmente a los supuestos enemigos que debatir con adversarios políticos sobre los problemas de los ciudadanos: institucionalización de las formas iliberales del trumpismo vacías de referentes salvo del populismo en las redes sociales.

‘Moby Dick’ y el capitán Ahab de 2024

Estamos ante el repetido escenario electoral censitario e iliberal de grado cero que se gestó en la Constitución estadounidense de 1787, y que apunta a los defectos del sistema confederal por el que tanto suspiran algunos mal informados y supuestos progresistas en España, ideal para este nuevo exacerbado Innombrable capitán Ahab, epítome del fanatismo, que también ha esgrimido el doblón de su fortuna como supuesta recompensa para la captura de Moby Dick, mientras le acompaña con dosis de admiración otro Peleg, uno de los dueños del ballenero Pequod, mimetizado en J. D. Vance, el vicepresidente electo republicano, esperado continuador de la doctrina innombrable. El Ahab de 2024 se ha reencarnado abyectamente como “hombre grandioso e impío”, a pesar de perder en 2021 una pierna contra la mole blanca del Capitolio, la Moby Dick de la democracia contra la que ya envió a sus chalupas de arponeros anticonstitucionales, y de cuya responsabilidad parece haberle inmunizado el Tribunal Supremo, con la estrategia tradicional de blindaje encubridor del tercer poder a favor de las satrapías y dictaduras. Mientras, ha logrado lanzar al ballenero Pequod -representante de los treinta estados de la Unión cuando Henry Melville escribió su novela- contra un futuro puente tipo Francis Scott Key, de reconstrucción y posible rebautizo con nombre más woke, en parte, gracias a los cien millones de dólares de las aseguradoras del Dali, según anunció el primer gobernador afroamericano de Maryland, Wes Moore.

Para este Ahab reencarnado sólo serviría para que lo cruzaran los espectros de la migración latina descontrolada y sus precariados pluriempleados sin cobertura social, a los que han insultado sin miramientos sus adláteres racistas, blanco preferido junto a los ciudadanos puertorriqueños, cuyos residentes isleños no pueden ni votar en las elecciones presidenciales. Colectivos que representan la hipócrita amenaza a la pureza de la Gran América evocada en el ‘Star Spangled-Banner’, la cual, sin la presencia de sus aborígenes casi exterminados, de sus esclavos, de sus anexionados, de sus inmigrantes, no habría podido ser, desde luego, ni libre, ni valiente. Esta se explayó en el mitin del Madison Square Garden del 29 de octubre que evocó el de los pronazis del American Bund del 20 de febrero de 1939. Se pertrechan desde la libertad de expresión de la Primera Enmienda de la Constitución, la que permitió a uno de los golpistas del 6 de enero de 2021, fotografiarse sin reparos con una camiseta antisemita que se jactaba del “Campo de Auschwitz” y su lema, “El trabajo te hará libre”.

La falsa conciencia de la izquierda bien-a-lista. La Biennale 2024: ‘Foreigners Everywhere’ y el pabellón de España 

Nos encontramos sobre un techo de cristal para las democracias globales en esta guerra por la hegemonía cultural gramsciana, utilizada como eficaz boomerang por el populismo reductor de la ultraderecha. A este giro, algo ha contribuido la obsesión de una izquierda denunciadora, aupada en la superioridad moral que se ha tornado campo de minas contra si misma –véase el reciente episodio de un diputado español cancelado tras ser cancelador del supuesto sexismo de la derecha‒. Se han acumulado agravios para garantizar máximos réditos para sus diversos adeptos, con una estrategia aprendida en lecturas del Antiedipo de Gilles Deleuze y Félix Guattari, vía la revolución y esquizoanálisis deseantes y fluidos de la transexualidad libidinal superior, que nunca se cancela y que no fosiliza al yo, en su permanente defensa de los diferentes. En el espacio público, ahora el yo se manifiesta no con lo que le asemeja en la supuesta igualdad de los derechos comunes donde además se hallan petrificadas las identidades normativas, sino por lo que le distingue y separa. Así se alejaría de la conformación de ese pacto social de mayorías frente a la compleja simultaneidad de una suma populista de identidades en competición por sus diferencias, donde nuevos comités de salud pública pueden expedir certificados de limpieza antirracista, cultural, decolonial, ecofeminista, libidinal, migratoria …

Suelo coleccionar imágenes de imágenes de narcisistas devoradas por prácticas de reduplicación ante imágenes supuestamente desconstructoras, sobre todo en muestras que se esfuerzan presuntamente por descolonizar nuestra ignorante conciencia, como la que reúne en la Biennale de Venecia 2024 a todo un grupo de artistas marcados por el lema: Foreigners Everywhere, título que también incide en el turismo de masas que invade ciudades-selfies como Venecia. Es ejemplar el Pabellón de España, de cuya Pinacoteca Migrante, curada bajo Agustín Pérez Rubio, se ha encargado la artista española de origen peruano, Sandra Gamarra Heshiki. Esta busca desenraizar la tradición museística hegemónica-universalista-eurocéntrica a partir del cruce entre sociología, política, historia del arte, biología y literatura, respecto de la representación de colonizadores y oprimidos desde el Descubrimiento a la Ilustración. Frente a la supuesta construcción de imágenes monolíticas del futuro estado-nación, se desemboca tras un vía-crucis estético-antropológico-ecológico purificador en un Jardín migrante, nuevo edén liberado del yugo colonial en el que se expresan con una supuesta morfología neutral “otres no visibilizades” (lenguaje que los autores de la cartelería parecen considerar inclusivo) para desarmar las estructuras del colonialismo y proponer una institucionalidad crítica del racismo, sexismo, migración y extractismo (nada más y menos).

Por esa sociedad del espectáculo que se aleja en una representación, de acuerdo a la fórmula de Guy Debord, y gracias al pago de más de un centenar de euros para franquear su entrada, más el gasto del viaje, alojamiento y manutención en una de las ciudades más caras del mundo, se pasea una abrumadora mayoría de visitantes de origen caucásico, a cada cual más histriónicamente ataviado con esmerado cuidado ad hoc, mientras que les “verdaderes otres” se vinculan al subservicio de las cafeterías, que previo suculento pago, alimentan a estes hambrientes extranjeres descolonizades.

Es la isotropía artístico-social que, por ejemplo, también remarqué en la magnífica muestra en la primavera de 2023, Juan de Pareja, Afro-Hispanic Painter del Museo Metropolitano de Nueva York, en la que, además, se reivindicaba la pertinente figura del Afro-caribeño Arturo Schomburg, impulsor de una pionera pesquisa sobre el ayudante de Velázquez, liberado luego de sus herrajes. Pero en esta escasamente visitada exposición frente a otra masificada y con numerus clausus sobre Van Gogh, sobre todo, brillaban por su ausencia los visitantes y teóricos semejantes del antiguo artista cautivo, sin embargo, muy dominantes en los servicios restauradores de la pinacoteca. A su vez, el subtítulo de la muestra, Pintor afro-hispano, destacaba un esfuerzo de cumplir con la cuota integradora de artistas de origen no europeo, mientras se le amputaba al creador la riqueza cultural de su diversidad respecto de su condición morisca-bereber, oriunda de Antequera.

De vuelta a la Biennale, y sentados ante un bien ganado refrigerio mientras se deleitan en alguna perorata tras recorrer las gigantescas salas del Arsenale, llenas de ocurrencias varias, ¿recordarán estes extranjeres algún dato relevante para su propio ser entre, por ejemplo, los relatos de migrantes de laberínticos itinerarios sin destino fijo, que cartografía la ya antigua pero didáctica instalación (2008-11) del franco-marroquí Boucha Khalili, The Mapping Journey, junto con una constelación de estrellas sobre serigrafías que apelan a la relación entre astronomía y mitología? Sus mapas trazan la arbitraria itinerancia de tantos vagabundos, obligados al permanente zigzag entre dispares obstáculos, sin desde luego capacidad alguna para descolonizar-se in persona, o a algún privilegiado de los que hemos pisado la Biennale, mientras recuperamos nuestras abrumadas miradas de arte al por mayor. The Mapping Journey sobre una itinerancia cartográfica europea y española por ejemplo declara: “Y me fui a Girona, directamente al aeropuerto sin dinero, sin nada…”. Así nos confesamos y comulgamos, nos retratamos con plena libertad estética por el cenáculo bienal dentro de la Italia de Meloni y de muchos de sus socios europeos, mientras se trafica simultáneamente con mensajes xenófobos y anti-migratorios, y los innombrables orbi et urbi se mofan, con cierta lógica, de la hipocresía salvadora de los bien-a-listas.

La globalización iliberal y la vaciedad del signo fascismo 

Estos mensajes trocean debates necesarios que inciden con obsesión mercantilizada en la última novedad, azotados por la autoflagelación y culpabilización expiatorias de estancas dicotomías entre opresores y oprimidos, supuestos discursos dominantes y marginales, asignados a las respectivas banderías de derechas e izquierdas. Las respuestas reaccionarias aprovechan estas incoherencias para fomentar así vía la descontextualización tergiversadora la deshumanización de la otredad a través de una posverdad alienante de la que ya nos avisaron otros testigos de los totalitarismos en Europa, como Joaquim Amat-Piniella, Max Aub, Hannah Arendt, o Primo Levi.

Algunos dicen que, cuando este presidente electo se refiere al enemigo interior, se basa en los peores ejemplos del franquismo, o hablan de sus rasgos fascistas. Hasta la palabra apareció en los labios de su oponente, algo excepcional en la política estadounidense. Pero para tantos votantes, el término estaba desprovisto de su significado histórico ‒¡se tildó de ello a Franklin Delano Roosevelt en los años 1930!‒. Pero no hace falta cruzar el charco para encontrar el lenguaje de dominación, de exclusión, de discriminación, de violencia, de machismo, que esgrimen el político vencedor y sus corifeos. En particular, ya lo exhibió el que probablemente es su modelo histórico: el primer presidente populista de los Estados Unidos el general Andrew Jackson y fundador del partido demócrata. El hombre que se proyectó como defensor del pueblo contra las élites de Washington, el que unió intereses particulares y favores políticos a sus amistades para que acrecentaran su riqueza, como lo hizo el mismo, excluyendo y arrebatando tierra a los indígenas y declarando sin ambages, la superioridad de la civilización occidental, representada por el hombre blanco, frente al atraso estructural de indígenas deportados y esclavos africanos. Ese mismo Andrew Jackson, cuya efigie preside los billetes de 20 dólares, los más comunes en el intercambio fiduciario estadounidense y que el Innombrable se negó a reemplazar durante su mandato. O también encontramos el espejo de James Buchanan, el presidente, que dejó a la nación, en vías de la guerra civil en 1861, tras cabildear a favor de la autonomía de los estados para decidir la cuestión esclavista, de la misma forma que se ha dirimido el derecho al aborto como decisión estatal, borrado por el Tribunal Supremo como ley Federal.

Frente al federalista Abraham Lincoln y su liberación de los esclavos a pesar de su reticencia sobre el tema de la igualdad, el presidente electo también imita a Teddy Roosevelt y su egolatría denunciada por Mark Twain, o Harry Truman y su obsesión anticomunista a pesar de su buena opinión sobre Stalin, tan cercana a la buena relación actual con Putin, o los planes de paz ad hoc de su yerno, entre Israel y varias satrapías musulmanas, como un Jimmy Carter que logró el acuerdo entre Israel y Egipto en 1979.

Con estos repetidos ejemplos, los equipos de comunicación junto a la Inteligencia Artificial al servicio de diversos Innombrables han asaltado, ocupan, o pueden alcanzar los poderes máximos de estados democráticos: en Austria, Argentina, Brasil, Estados Unidos, Francia, Hungría, Países Bajos, Venezuela, etcétera. Saben manipular con celeridad de relámpago sus mensajerías de la desinformación. Y así el mercado de las redes sociales ha hecho pasar a tanto ojo creador por la aguja del ombligo gustista y lo ha ovillado en el onanismo del yoyó seguidista donde brilla por su ausencia el espejo de las certidumbres desnudas en su raíz. Manda la autosatisfacción de lo que parece congeniar con lo semejante, o lo más impronunciable de la tribu, con aspiración deseante hacia fantasmas del capital cosificador, vacía o sin ápice de pensamiento crítico o de realidad, como el terraplanismo.

Es la amenaza de que en Francia regrese al poder un partido descendiente del pétainismo, cooperador en la deportación y exterminio de 85.000 judíos o envío de antifascistas a campos de concentración nazis como Mauthausen o Buchenwald, o los norteafricanos propios en la Argelia colonial, que alguna historiografía francesa todavía barniza con la nomenclatura de internamiento. La estrategia de su lideresa, Marine Le Pen, para más escarnio, de nombre republicano, blanquea en aras de su apellido, a vuelapluma, el pasado. Utiliza la misma estrategia con que se conformó el fascismo francés de aquella época, estudiado por Zeev Sternhell, con el simulacro antiparlamentario del boulangisme, a partir de 1885: ni derechas, ni izquierdas. Aunque en Europa, tras Abascal, Meloni, Orban, Le Pen, etcétera, algunos nos dicen que como con el vecino alemán que se llevaron por comunista ‒del poema del pastor protestante Martin Niemöller‒ no volveremos a llegar al judío que exterminaron los nazis. Pero ya Jacobo, el experto cuervo maxaubiano, nos advertía en 1955 que “el bulo es el principal alimento de los hombres. Crece con inaudita rapidez. Basta una frase, y ya es todo: corre, envuelve, gira, domestica, crece, baraja, entrevera noticias y figuraciones, busca bases, da explicaciones, resuelve cualquier contradicción: panacea”.

El nuevo Omphalos 

Recordemos que, para Estrabón, fue el choque en vuelo de dos cuervos enviados por Zeus desde los extremos de la tierra, el que marcó mediante una piedra el emplazamiento del ombligo del mundo de entonces: el Omphalos, en Delfos, donde Apolo y Afrodita eran servidos, respectivamente, por cuervos y cornejas. Por lo que, en una lógica de progreso, el centro del mundo, espejo del racionalismo apolíneo estaría condenado a manifestarse en un eterno ‘Nevermore’ como yo dionisíaco de la percepción de su reflejo.

Sin fijarnos en cierta arrogancia que destilaba José Ortega y Gasset cuando suspiraba por cabezas que pudieran entender la totalidad de una anagnórisis historicista, no perdamos de vista su diagnóstico ante el totalitarismo facilitado por la técnica de la segunda revolución industrial que hace un siglo ya había logrado alienar a la masa camino de los mataderos totalitarios, de los que terminó renegando George Orwell al comprobar la desnudez del yo en el reflejo de la in-decencia común… Nos encontramos ante una distopía postindustrial-digital-posthumana, que Michel Onfray ha estudiado a través de la desaparición del Ánima cognoscitiva, y que Yuval Harari predice (Nexus) nos puede llegar a dominar. ¿O bien para abrazarnos a la boya del náufrago, se puede soñar con enderezar el mando de la nave sin timón, y evitar su impacto contra los pilares y consiguiente hundimiento del puente de la historia del paradigma ilustrado-liberal? Está amenazado por las catástrofes regresivas del progreso, exacerbadas además por el tsunami del capitalismo financiero mundial sobre el que surfean los Innombrables de todo pelaje: ¿otro ‘Nevermore’ de la tesis novena sobre la historia de Walter Benjamin?

Tragedias y farsas de “Es la economía, estúpido”

Tras la batalla de Inglaterra de 1940, en que los Spitfire británicos, evitaron la posterior invasión de la isla por los nazis, Winston Churchill, famoso por su capacidad para elaborar citas memorables, declaró que “nunca tantos habían debido tanto a tan pocos”. Pero no sólo de la aritmética censitaria electoral de algunos pocos estados claves ha dependido la abyecta suerte de bastantes más globalmente. La repetición electoral del vodevil de 2016 que terminó en un fallido golpe de estado en enero de 2021, esta vez ha sido por una clara mayoría en el voto universal. No queda ni el recurso al pataleo para superar la herencia del Committee of Unfinished Parts (Comité de las Partes Inacabadas) de la Convención constitucional de 1887 que no pudo decidir si la presidencia de la nación era cuestión del Congreso, de los legisladores estatales, o la gente, frente a ese algo más del Comité Electoral ante un segundo esperpento que se levanta.

Por un lado, en 2024, los más han apostado weberianamente por una ética de la responsabilidad basada en la realidad de “es la economía, estúpido” con el eficaz lema de Bill Clinton. Y se les ha prometido trabajo contaminante, proteccionismo del América para los americanos, y lo bueno y lo mejor de las reducciones de impuestos basadas en el aumento siempre constante del rendimiento: a los jubilados, a los precariados de la economía uberizada y desregularizada, y sobre todo a los hipermillonarios. Y además ha basculado el control del Congreso y Senado a manos republicanas. Que nadie imagine un proceso contra el nuevo presidente, el cual fue exculpado en dos anteriores por el Senado, mientras que no habrá tensiómetro para medir la presión sobre ese juez federal en Nueva York que debe dictar sentencia tras la condena por jurado contra el presidente electo en el juicio de Stormy Daniels, cuya evidencia ya ha sido rechazada por el Tribunal Supremo.

Por otro lado, los menos se han quedado varados en principios que no se perciben como fuentes de bienestar en una sociedad hipermercantilizada: de las mujeres para decidir su derecho a regular su cuerpo y para ser iguales frente a la nueva oleada de machismos; de migrantes, venidos y por venir, que siempre han contribuido al bienestar de las poblaciones de acogida; de un futuro robótico posthumano por regular; del regreso a criterios de información y debate basados en datos y hechos comprobables y fidedignos. Hace tiempo que la dignidad de Pico Della Mirandola fue desplazada en las aulas por la lógica de la econometría de las supuestas plusvalías del pensamiento, o por la obsesión de lo woke que ha nutrido de falsa conciencia a los no precariados de la hegemonía cultural beneficiados por la globalización, los cuales parecieron también olvidar las lecciones de Marx sobre el posible impacto social y cultural vinculado, en el presente, a la precarización de una economía robotizada y uberizada.

Si Hollywood ya supo vender el espectáculo sus películas con finales rosas, donde todas las utopías eran posibles, cómo no iba a tener el que se cree el más guapo del barrio su sitio en la cúspide de la arena política narcisista de película B en bucle. Así este país que ya eligió por dos veces a un irrelevante actor con el nombre de Ronald Reagan, se ha vuelto a mimetizar con peor gusto, con uno de la telebasura. La evocación de Marx, que, a través de Engels, nos señaló que la tragedia se podía repetir en farsa ha quedado plenamente probada y superada.

Ha triunfado la reacción primaria y ofensiva del divino espectáculo que ruge en los estadios del fútbol de este país ‒no olvidemos los ultras de los nuestros‒ donde chocan los gladiadores del casco, petos y perneras de la hipermasculinidad… con los que Luis García Berlanga ya jugaba en una escena censurada de su Bienvenido Mr. Marshall. Mientras, se ha reencarnado la supuesta distopía anticipada por Hollywood en Civil War de Alex Garland (2024), o The Plot against America de Philip Roth (2004), cuya serie televisiva debió quedar sepultada entre las avalanchas adormecedoras de las cataratas de la inatención visual. La tozuda y estúpida realidad no nos entregará esta vez un docudrama salvador con el título liberador de un verso de Luis Aragón sobre “la mujer (como) futuro del hombre”, o el largo metraje que hubiera querido filmar hoy Frank Capra: Mrs Harris comes to Washington.

Esperpentos al ‘digito modo’

Ramón del Valle-Inclán en Luces de bohemia a través del visionario Max Estrella desde el madrileño callejón del Gato, adelantó genialmente que el esperpentismo lo había inventado Goya, sin que por ello obviemos precedentes literarios del Libro del buen amor o la mirada quevedesca. Es decir, que la realidad del alma de los héroes clásicos, frente a la perfección divina, estaba ya deformada por la hamartia explicada en la Poética aristotélica, o defecto de la esencia antropocéntrica. Además, en la imagen esperpéntica nos topábamos con la sistemática deformación de toda representación de lo real, fuera cóncava o grotesca, o convexa y estilizadamente modernista. Por ello, Max Estrella, en línea con el esoterismo pitagórico tan caro al pre-Borgiano Leopoldo Lugones, señalaba que la perfección representativa se podría encontrar gracias a un cálculo celeste: La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Pero la estética del heterónimo del genial escritor gallego, que se hundía en el Averno, no podía permitirse aspirar a ascender hacia la perfección intuida más allá de las torres de Dios, poetas de Rubén Darío. El esperpento obligaba éticamente a distorsionar (…) la expresión en (…) el fondo del vaso (o) el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España (…) una deformación grotesca de la civilización europea.

Para darle un perverso giro suplementario que prolongaría la lucidez imaginaria de don Ramón, y en el caso de las redes que generan los actuales esperpentos cibernéticos, son los planetarios paseantes del Callejón del gato los que deforman motu proprio dichos espejos cóncavos y/o convexos encarnados en los azogues post-analógicos, los cuales alambican recíprocamente las conciencias de los propios usuarios mediante su uso e implícito espionaje gracias a su propia adicción y expresión algorítmicas.

Tras el legado minoritario de los liberales estadounidenses de 1887, tan alejado de los exaltados de Cádiz en 1812, estos sí, radicales defensores etimológicos de la libertad, el yo replicante además se pliega voluntariamente a la manipulación del capitalismo financiero a lo Elon Musk que ha logrado crear, a través, por ejemplo con su control de la red X, la copia robótica de otra república de selectos decisores a lo 1887 que de nuevo mueven los hilos de la casi totalidad de los usufructuarios pero excluidos que creen todavía ejercer un control sobre su propio yo y destino.

Los Innombrables de la Tierra así pueden hacer tabula rasa con el mensaje de la catástrofe (precariedad económica real para muchas personas, miedo a la otredad, guerras culturales contra principios de igualdad que retan paradigmas de poder masculinizados…), y prometen buldozearla para erigir abyectamente manidas utopías de la grandeza para beneficiar a las minorías financieras donde, desde luego, no cabrá la enorme mayoría de los que les prestaron los sentimientos de su ilusión electoral. Por las redes, surfea la exaltación futura de las banderas victoriosas que prometían los fascismos históricos para los suyos: con el anticipado amargo despertar ante aquella nada tras el vómito y resacas etílico-digitales provocados por el oleaje de las peores pulsiones de un yo adicto al narcisista ovillo de su propio ojo, ajeno al proverbio machadiano: “El ojo que ves no es,/ ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve”.

¿El ‘déja vu’ de otra Atlántida mediterránea? 

En consecuencia, hoy se encuentra comatosa la pulsión hacia la libertad en la que teóricamente se inspiraron los ilustrados franceses a partir de aquel mundo colonial, descrito por los nuevos David: Graeber, ya fallecido, y Wengrow, en El amanecer de todo. Sería una expresión del romanticismo terminal del yo de la resistencia de los buenos salvajes reencarnados en la descolonización identitaria y material frente al pillaje digital, medioambiental, poblacional, bélico, y el espejo de la velocidad desenfrenada de los post-ilustrados del todo vale de la inteligencia robótica al servicio del iliberalismo

Pero entre algunos de los agujeros negros de este tratado de la renovación de una historia del mundo a partir de utopías americanas, ambos autores parecieron haber obviado en el área cultural donde se han hallado los primeros rasgos de la escritura, las marcas de la continuidad al-andalusí para la gestación del pensamiento mediterráneo sobre la libertad. Este no desapareció en la Edad Media, según lo atestaba Giovanni Pico Della Mirandola con su defensa de la potencialidad infinita del camaleón del ser en busca de las antiguas Atlántidas. Por ello, no habría que haber esperado a la supuesta deuda sobre la primigenia bondad natural postulada por intelectuales coloniales, y asumida pero difuminada por pensadores europeos de la ilustración. Y también hubiera merecido que se mencionaran los valores del humanismo cosmopolita que se orienta, para la constitución de una sociedad universal, a través de principios naturales del ius communicationis, argumentados por el dominico Francisco de Vitoria: los de migración, ciudadanía, domiciliación y convivencia, también presentes entre aquellos intelectuales indígenas americanos que según Graeber y Wengrow se plagiaron posteriormente.

¿Se habrían entonces moderado los ríos de estupefacción decolonial de los lectores-Dupin de turno ante esta novedosa Carta robada y su inesperado choque de aves que buscaba emplazar otro Omphalos moderno de la especie? ¿No se trataba simplemente de otro graznido en pico corvino sobre el alambre del espejo de la repetición de un “Nevermore” libertario, que además hoy 6 de noviembre de 2024 ha vuelto a croar su mala suerte ante la amenaza de los peores e Innombrables augurios del orbe?

 

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