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El debate está por comenzar: ¡música, maestro!

 

a la memoria de Luis Ignacio Helguera, poeta,

editor de Pauta y autor de El atril del melómano

 

Estamos, todos, millones, quienes apostamos ya no por un cambio sino por —como lo describió el cronista Fabrizio Mejía Madrid en un rápido pero certero tuitazo— un proceso de ruptura que redirija los destinos del país (los que están no merecen seguir), a un par de días del tercer y último debate en vivo entre los candidatos a la presidencia de México.

 

Ha sido un proceso largo, pre-campañas y campañas, y particularmente ruidoso y estridente. Algunos comentaristas de la televisión han hecho leña del árbol caído y han sostenido interminables, ridículos, repetitivos y lamentables debates en vivo con el primer representante de cualquier partido en la contienda con el que se topan.

 

Viene un proceso importantísimo, en el que se juega el que debería ser la recuperación, misión imposible, del buen nombre de la política y de la creencia —a diferencia de los estadounidenses o de los italianos, quienes prefieren elegir a un mentecato y desentenderse de la res publica—, que todavía tienen millones de mexicanos en que su país puede ser un mejor país, un país menos desigual, un país menos violento, un país más justo.

 

Antes de que empiece ese concierto nacional, yo convoco desde mi estudio, muy a la Quevedo, rodeado de mis libros, algunos doctos, otros cuestionables —aquí encontrarán de todo, desde libros que me sirven para vivir, hasta otros que me producen vómito—, propongo que nos detengamos un momento para escuchar música.

 

Sí, leyeron bien: música, y si de la llamada clásica, mejor.

 

Me viene esta idea porque en mi biblioteca hay una cantidad respetable de títulos acerca de compositores, directores de orquesta, intérpretes, escritores y filósofos que han escrito sobre música y, no podían faltar, esa especie proveniente del mejor hedonismo: los melómanos.

 

Extraña condición: el melómano no tiene por qué ser un músico profesional, ni un musicólogo doctorado en Cornell, ni siquiera es requisito que sea escritor.

 

El melómano es un melómano. Así, melómano sin, a dios gracias, adjetivos, expresión sobada hasta el delirio y la conveniencia en esta y otras temporadas electorales.

 

Quizá todos llevemos un melómano adentro. Quizá la música es parte de nuestro ADN, de nuestra genética cultural. En 1938, el legendario director de orquesta Wilhelm Furtwängler escribió, en Sonido y palabra, que “música y poesía, provenientes dos mundos distintos entre sí, dos ríos que brotan de manantiales distintos y, sin embargo, a diferencia de otras artes, pueden entablar una relación amorosa, confluir en un gran río.”

 

Es a ese gran río al cual el melómano le es dado sumergirse por gusto, por la búsqueda del placer, por el agobio de una melancolía, por cualesquiera razones, y salir del río convertido en otra persona.

 

Escuchar música y leer comparten eso: te cambian la vida, para bien o mal, no pude seguir siendo la misma persona después de la lectura de Catulo —“Odio y amo. Tal vez preguntes cómo puedo hacerlo. No lo sé, pero lo siento así y me torturo—, de Homero —“Musa, díme del hábil varón que en su largo extravío,/tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya,/conoció las ciudades y el genio de innumerables gentes.”—, de Teognis de Mégara —“Ah, Cirno, ésta es aún nuestra ciudad, pero es otra su gente.” —, de Nietzsche —“La limosnera mayor es la cobardía”…

 

De igual manera, el tiempo dedicado a la música es, según la discípula de Heidegger en Friburgo, Jeanne Hersch:

 

«Intentemos en primer lugar representarnos el tiempo tal como lo vivimos en nuestra vida cotidiana, cuando no pensamos en él: por ejemplo, una tarde en la que nos sentimos felices de ir a un concierto por la noche, o bien después del concierto, cuando regresamos a casa y nos preparamos para la mañana siguiente. A este tiempo lo llamo práctico, simplemente porque se estructura en torno a las posibilidades que tengo de tomar una decisión o de actuar, por lo tanto, en torno a mi presente.

 

El presente es la única dimensión real del tiempo que nos da una cita real con el mundo.»

 

Lleva razón Héctor Vasconcelos cuando, en su libro Perfiles del sonido, publicado por el Fondo de Cultura Económica en una bien cuidada edición (2004), nos advierte desde un inicio a sus escuchas —él mismo posee una sólida instrucción musical— y lectores acerca de la crisis que, dice en su argumento, tiene sumergida a la música culta. Ustedes perdonarán, pero vale la pena extenderse en la cita:

 

«La música llamada “clásica” está en una encrucijada. Tal vez sea una crisis irreversible que la convertirá algún día —¿en 50, 100 años?— en un arte sólo apreciado y practicado por unos cuantos: aquellos que sigan encontrando en ella algo que ni las otras artes escénicas o plásticas, ni la poesía, logran dar plenamente. Es decir, la expresión de estados anímicos, ¿ideas?, anhelos e impulsos, éxtasis y epifanías, que no son adecuadamente traducibles al leguaje hablado o escrito. Es cierto que entender o participar de este arte metaverbal ha sido siempre el dominio de los menos, pero desde que la música occidental se consolidó en el alto Renacimiento, y pasó por una extraña e inigualada cúspide entre principios del siglo XVIII y principios del XX, no había descendido su popularidad, ni se había reducido el papel que ocupa en la cultura en general, como ha ocurrido en las últimas décadas.

 

Varios son los indicios de esta profunda crisis. Aunque los conciertos importantes y las grandes casas de ópera están con frecuencia llenos, el conjunto de públicos que asisten a estos eventos, como proporción de la población total, es cada vez más pequeño Basta considerar que ningún concierto clásico —ni siquiera los “tres tenores— puede ni remotamente provocar la afluencia de público que ocasiona un buen concierto de música pop […]

 

Pero la música culta enfrenta hoy en día otro problema que quizá sea más grave. A lo largo de las últimas décadas, los grandes públicos se han divorciado, en términos generales, de la música seria contemporánea. Éste es un fenómeno nuevo y sin antecedentes conocidos en la historia. En la época de Beethoven y de Mozart —y ciertamente en la de Bach y Haendel, y Rameau y Lully—, los públicos de aquellos días disfrutaban la música de esos compositores y asistían con entusiasmo al estreno de obras que con frecuencia habían sido terminadas el día anterior. No preferían oír la música de tiempos pasados. El público de un concierto en Viena en 1800 quería oír la última obra de Beethoven o de Haydn o Salieri, y no necesariamente hubiese preferido oír una obra de Monteverdi o Palestrina, mucho menos aún de Machaut o de William Byrd. El interés estaba centrado en la producción musical del momento. No es el caso de los públicos actuales […].

 

La música “clásica”, pues, está en crisis. Pero no fue siempre así […] Antes de la televisión, la gente asistía a los conciertos y a la ópera rutinariamente. La política musical solía ser parte de los asuntos públicos al punto que determinar quién dirigía la Filarmónica de Berlín o la Ópera de Viena era una cuestión de alta política, que con frecuencia traslucía el Zeitgeist del momento.»

 

Que me sea perdonada la vanidad de la cita; ocurre que no hay una sola palabra en lo (des)escrito por Vasconcelos que, efectivamente, no capture en esencia el Zeitgeist de esta época que vivimos.

 

Algo similar, me digo a mi mismo, sucede con la literatura, no viene al caso abundar en ello aquí; acaso decir que las únicas bibliotecas públicas que he visto a reventar son la principal de Nueva York, sobre la Quinta Avenida, cuando multitudes entran a ella sea para descansar de los pegajosos días del verano, sea para usar la señal de internet gratuitamente, y la Harold Washington, en pleno centro de Chicago, refugio ideal para los homeless que huyen de las célebres ráfagas de viento helado de la ciudad de los Anchos Hombros.

 

Lo cierto es que, como bien plantea en su libro Perfiles del sonido Héctor Vasconcelos, el trasunto de los cambios históricos de la vida cotidiana que tienen que ver con la música, como igualmente lo ha demostrado Tim Blanning en su enciclopédico estudio El triunfo de la música. Los compositores, los intérpretes y el público desde 1700 hasta la actualidad, han resultado quizás de manera inevitable. Ahí están la televisión, las estaciones de radio que trasmiten basura noticiosa o del mundo del espectáculo las veinticuatro horas del día, la mala, si no es que ausente, formación musical de niñas y niños, no se diga la adicción dura de Millenials y adultos infantiloides a las pequeñas pantallas lumínicas de sus iphones, sus Samsung Galaxy y demás chucherías digitales.

 

Algo en las profundidades debe explicar estos cambios, esta creciente insensibilidad —pues quien es incapaz de disfrutar no digamos a un compositor arcano como Arcangelo Corelli, sino a los muy populares Vivaldi y Mozart, que todavía suenan en los elevadores que nos llevan de un piso a otro en edificios rezagados de la nueva ola de arquitectura inteligente y su omnisciente música lounge que se escucha hasta en los sanitarios.

 

Algo muy profundo en este sentido permea de arriba abajo a una Era —industrial, digital, cuarta revolución industrial—en la que las multitudes se trasmutan en “hombres sin mundo”, y quienes, escribió Günther Anders,“están obligados a vivir dentro de un mundo que no es el suyo; dentro de un mundo, que, a pesar de estar producido y mantenido en movimiento por ellos con su trabajo cotidiano, no está construido para ellos ([Soma] Morgenstern), no está-ahí para ellos; dentro de un mundo, para el que ellos han sido pensados, utilizados y están ahí, pero cuyos estándares, aspiraciones, lenguaje y gusto no son los suyos, no les están permitidos.”

 

Indicios de una crisis irreversible sin duda abundan, como bien argumenta Héctor Vasconcelos.

 

Sin embargo, si afino el oído alcanzo a escuchar el agua del río, Wilhelm Furtwängler dixit, que corre bajo el manto de la creciente insensibilidad y —no muy— sutil brutalidad del mundo digital.

 

Es cierto, la llamada música culta vive, al parejo que otras artes, una crisis de orden quizás irreversible, como leemos en las primeras páginas de Perfiles del sonido, de Héctor Vasconcelos. Y sin embargo, todavía suena El canto de las sirenas, el descomunal libro de Eugenio Trías que, hasta el 2017, llevaba cinco ediciones, y se trata de un tomazo de mil páginas.

 

De igual manera, Glenn Gould no ha dejado de ser el “rockstar” del piano, quizás el mejor intérprete de Bach y acerca de quien se produjo un excelente y premiado documental hace algunos años. Johannes Brahms es una figura que recorre las páginas de Perfiles del sonido. Yo que pronto partiré de la ciudad en la que he vivido y trabajado los últimos tres años, asistí devotamente a las sesiones que durante tres semanas la Detroit Symphony Orchestra dedicó al Festival Brahms, bajo la batuta de su prestigiado director Leonard Slatkin. Fui testigo, como dice Vasconcelos, de cómo se llenaba a tope la hermosa sala de conciertos de la orquesta ubicada en Midtown Detroit, Woodward Avenue, chicos y grandes asistiendo por igual.

 

Muchos años antes, cuando viví en Chicago, coincidí con el periodo en que Daniel Borenboim era director artístico y de orquesta de la Chigago Symphony Orchestra. Tuve el privilegio de entablar una amistad con uno de los hombres más geniales y a la vez más sencillos que conozco. De vez en cuando nos escribimos: Shalom Dany, Shalom Bruno. En esos años el doble cargo de Dany lo absorbía por completo. Ahora se ha vuelto un innovador en la difusión de la música y los grandes compositores en internet; basta ver sus fantásticos programas “5 Minutes On…” donde explica con detalle y tacto pedagógico tal o cual pieza, a manera de invitación a entrar al mundo de los grandes compositores por la puerta grande de la pantalla digital, o bien en la serie “Parallels&Paradoxes”, en la que Borenboim invita lo mismo a actores que a músicos de otros géneros, gente proveniente de otras disciplinas para conversar de música y arte.

 

Una auténtica delicia, especialmente para quien ha escrito en su libro Music Quickens Time, que, a la manera de un Wittgenstein, está “firmemente convencido de que resulta imposible hablar de música”.

 

Lo mismo respecto a Yo-Yo Ma, a quien Vasconcelos dedica un brillante ensayo que comienza con una pregunta clave acerca de la identidad de este chelista mundialmente conocido: “¿De dónde es Yo-Yo Ma? ¿Es estadounidense?, ¿chino?, ¿o acaso francés? […] Entre los intérpretes ocurre lo mismo: ¿cuál es la nacionalidad (no en el sentido legal) de Mehunin, de Lorin Maazel o de Arrau?” Y concluye a la altura multicultural y abierta de quien conoce a fondo los sinuosos ríos de los que habla Wilhelm Furtwängler, en otras palabras a la altura de los protagonistas e invitados al banquete de sus Perfiles del sonido: “No sólo la respuesta tendría que ser ambivalente: es irrelevante.”

 

Y en efecto: ¿quién es Yo-Yo Ma? ¿El chelista excepcional? ¿El intérprete impar de las fugas y suites de Bach? ¿El creador de ese proyecto multi-disciplinario y alucinante que yo conocí de primera mano en mis años de Chicago y que casi dos décadas después todavía continúa con vida, The Silk Road?

 

Sí, hay una crisis en la música y en prácticamente todas las artes. De hecho, parecería que el principal nutriente que mantiene en vida a las artes son, precisamente, las crisis.

 

En días pasados fue noticia mundial el suicidio del chef, viajero incansable y célebre conductor de televisión, Anthony Bourdain. La Organización Mundial de la Salud reporta que cada año mueren casi un millón de personas y que el 78% de éstos ocurren en países de renta media y baja. Adicionalmente, la OMS informa lo que todo mundo sabe: el suicidio está estrechamente vinculado a trastornos como la depresión, además de experiencias relacionadas con conflictos, desastres, violencia, abusos, pérdidas y sensación de aislamiento.

 

Después de los doce años en que dos distintos gobiernos nos ha impuesto, por sus propios intereses, una guerra contra el narcotráfico que ha convertido el país en un cementerio, casi resulta un milagro que las víctimas “colaterales” de la idiótica guerra y sus familias no se estén suicidando en masa.

 

Está demostrado que la música es un potente medicamento antidepresivo. En el caso del locutor de la estación de música clásica de la BBC de Londres, Radio 3, Stephen Johnson, quién lo dijera, escuchar la más bien lúgubre obra de Dimitri Shostakovich, lo salvó de una condición bipolar que padecía desde los trece años y que, con el transcurso del tiempo empeoraba, hasta casi destruir su vida y la de quienes estaban alrededor de ésta. Ahí está su testimonio, un impecable ensayo de 150 páginas, How Shostakovich Changed My Mind. Una joyita editorial que no hay que perderse, le interese o no a uno la bipolaridad y sus consecuencias en la vida cotidiana de una persona, escuche o no uno al gran y trágico compositor ruso del siglo XX.

 

Perfiles del sonido, de Héctor Vasconcelos es un libro de estilo claro y preciso, que es como, según yo, se escriben los libros en verdad complejos. Se trata de un libro que apunta hacia una crisis profunda de la cultura, no sólo musical, del siglo XXI. Pero también es un libro que apuesta todas sus cartas contra el desaliento y a favor de la esperanza.

 

Así sea.

 

Vamos a necesitar de ambas apuestas y de la mejor mano a partir del próximo 1 de julio. Tenemos, diría Jeanne Hersch, una tremenda cita real con el mundo.

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