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El desafío del Mal. Reedición de ‘El camino de la libertad’, 30 años de democracia en España

 

Se acaba de reeditar en España un documental grande e importante, cuya exhibición debería ser obligatoria en las escuelas y las universidades: El camino de la libertad (1978-2008), de Victoria Prego y Elías Andrés. Más que dos periodistas, dos arqueólogos. Como demostraron en el ineludible La transición, del que éste es continuación cronológica. En un vídeo promocional del 2008, cuando los capítulos se entregaron sucesivamente con el diario El Mundo para conmemorar los 30 años de democracia, decía la autora: “No tengo huella de mi propia vida y eso tiene una ventaja esencial: no intento que la Historia justifique mi propia biografía. Intento relatar los hechos tal y como creo que se vivieron en el momento en que se vivieron y no pretendo interpretarlos a la luz de años posteriores porque eso es trampa”. La retrospectiva, sabemos desde Eric Hobsbawm, es el arma secreta de los historiadores. Pero con un considerable escollo: la falacia narrativa. Tratándose del rastreo y organización de miles de horas de imágenes sobre un período especialmente convulso de nuestra historia, se comprenderá mejor el mérito de esos periodistas que, como Prego y Andrés, no acaban por pereza contándonos su propia vida y resbalando por la pendiente del make sense.

 

La crónica de estos años arranca con un seiscientos en el alba electoral de 1977 y se cierra, tras una mutación gigantesca, con el triunfo de la selección española de fútbol en Viena en 2008. En medio están el 23F, la OTAN, la reconversión industrial, el suntuoso 92, el crimen de Estado y el terror islámico. Para los nacidos en 1978, casi una autobiografía. Contribuye decisivamente el que el documental incluya todo lo que se ve en un telediario, pero sin la fragmentación y la frivolidad que obligan a llenarlo diariamente. La principal característica de estos años es, sin embargo, el chantaje sinuoso del nacionalismo. Su precio de sangre. Uno de los aciertos de los autores es mostrar una y otra vez al llamado Arnaldo Otegui ante el enésimo atentado de ETA en todo su esplendor. ¡Qué grado de desfachatez! Tiene que ver con el que en mi opinión es el momento supremo de concordia de este período: la respuesta ciudadana posterior al asesinato de Miguel Ángel Blanco.

 

Todas las virtudes de la crónica de Prego y Elías –sobriedad, elegancia, potencia– refulgen en este 1997. Un ejemplo: Se cumple el plazo dado por los terroristas. Un avance informativo de TVE recoge que se ha encontrado una persona con un tiro en la cabeza en Lasarte. La ambulancia llega al hospital. Los familiares creen que se trata de un tiro superficial y suben felices al coche. El espectador no da crédito. Hasta que se da cuenta de que Prego ha dejado volar esa cometa para tirar del hilo después: la realidad, corrige sobre otro plano del hospital, es que el concejal ha sido encontrado con dos tiros en la nuca y no hay ninguna esperanza. ¿Un recurso de la ficción? En absoluto: un recurso de la verdad, que se lleva mal con el directo. El final es sencillamente magistral. El espectador se ha acostumbrado (¡desde 1977!) a que la voz de Prego le susurre al oído cuál ha sido ese camino hacia la libertad. Pero nunca esperaría encontrársela en la pantalla, hablándole de frente durante la manifestación madrileña: “A lo largo de estos años, 816 personas, vascas y no vascas, han sido asesinadas. Pero si en algún instante pudiera tener sentido decir que todas esas muertes […] no han sido en vano. Ese momento es éste”. He visto varias veces el capítulo y la emoción no mengua. El zulo de los terroristas. El rostro de José Antonio Ortega Lara. De repente, suena una gaita y un tranvía entra en la estación de Ermua. Se detiene. Y el tiempo con él.

 

En cuanto a la aprehensión de este período democrático, el documental plantea, sin embargo, una paradoja agobiante. En noviembre se cumplirán cuarenta años de la muerte del dictador. Desde la transición, este país disfruta del mayor período de estabilidad y progreso de su historia. No obstante, en determinados momentos y frente a la montaña de cadáveres, el espectador no lo juraría. El desconcierto dura varios capítulos. Hasta que recobra la razón y recuerda que el periodismo es el lugar de los muertos. No hay interrupción comparable. Desde este punto de vista, las buenas noticias se parecen más a una continuación. Puede hacerse la prueba con las portadas más o menos históricas de cualquier periódico, incluso extranjero. Se advertirá que a diferencia de la muerte y la corrupción, el hombre descifra el genoma humano o pisa la luna sólo una vez. Y que España sólo es una nación enfrentada, como cualquier otra, al interminable desafío de extirpar el Mal.

 

 

 

 

Sergio González Ausina (Dénia, 1978) es periodista. Ha colaborado en El Mundo, El País y Factual y es autor de El periodista y la obsesión. En FronteraD ha publicado ¿Qué vas a hacer con todo esto? Una historia familiar del suicidio y mantiene el blog Cruce de caminos.

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