Si insisto en retornar sobre el psicoanálisis, su latir paradójico, su vida frágil, es porque otra de las cosas que creo imprescindible decir es que es una práctica ajena al universo de la salud mental como a la de la obligación. El psicoanálisis no es obligatorio, no es una indicación médica. Se analiza quien lo desea. Por esa razón puede abandonarse y retomarse, no retomarse nunca más, o no abandonarse, o abandonarse cuando el eco del decir deja de escucharse, si es que eso sucede alguna vez.
En un análisis alguien paga y alguien cobra, menos por capricho, avaricia o generosa templanza, de una y otra parte, sino por el cálculo (que hará o no un sujeto) entre el valor de lo que pierde y el saber que gana. Si se está dispuesto a jugar ese juego, sospecho que convendría también decir que no parece imprescindible pagar para ganar algún saber pero sí que este dispositivo opera según esa lógica, con las excepciones de rigor (pueden suponerse momentos de una vida en los que alguien se vea imposibilitado de pagar) por una pérdida a la que es necesario atender, tratar, descifrar. El psicoanálisis es también la elaboración de un saber sobre la pérdida.
Escribe Paula Galhardo sobre «El tiempo del consuelo», de Michael Foessel: «¿Qué es lo que justamente hemos perdido los Modernos? La consolación adquiere entonces un significado histórico: el tiempo del consuelo es el nuestro y toda la cuestión es la de saber en qué consiste la pérdida que lo constituye. La posición de Foessel se encuentra en una línea sutil, puesto que no se trata de abrazar la nostalgia de un saber metafísico y de un mundo ordenado que no existe, ni de escamotear la pérdida. No hay retorno a las certidumbres artifciales y nostálgicas (como las que fundan los repliegues identitarios), ni tampoco se trata de ‘reconciliarse’ con la pérdida y obedecer a los imperativos de la resiliencia. Es aquí donde aparece una figura centra, la del desconsolado».
El consuelo, que interesa a la religión y a ciertas psicoterapias, antes de ese desplazamiento, pertenece al campo de la filosofía, donde Foessel intenta reubicarlo, acaso para sacarlo del plano de la esperanza, de la espera, de los resultados. En ese sentido, importa al psicoanálisis: en la medida que se trata de la elaboración de un saber sobre la pérdida. El consuelo, o la consolación no busca escamotear la pérdida sino precisarla. Así, se opone a las dos alternativas contemporáneas, «las diversiones y otros objetos para la ‘felicidad’, y una retórica de la resiliencia» que empuja al sujeto a reconciliarse consigo mismo y volverse, otra vez, operativo.
Pero ese sujeto, el de las promesas (sanitarias, teológicas, conductistas), en la edad de la nada es inconsolable, implica una pura queja, una demanda infinita, un sacrificio sin consuelo, lejos del psicoanálisis. «El desconsolado conserva la inquietud y la insatisfacción que eran la base de la demanda de consuelo (o consolación) para extraer de la pérdida una postura ética».
Lo que Freud llama ilusiones, el porvenir de las ilusiones, sigue su rumbo y como tal, no parece razonable bastardearlo: lo que podría esperarse de alguien que puede vivir sin ilusiones (digámoslo exagerando) es justamente entender los cantos de sirena menos como ilusiones que como modos de arreglárselas frente a las desavenencias y la pérdida, que al desconsolado lo alcanzan pero soporta, sin por eso establecer una jerarquía o una escuela de estoicismo. El problema quizá cambia cuando los cantos de sirena pretenden imponerse por la fuerza.
Ese es otro asunto. El intento de asesinato del psicoanálisis conoce muchos capítulos y está lejos de haber concluido.