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El descrédito de lo heroico

1. El coraje de denunciar lo colectivamente dañino y enfrentarse a la autoridad que lo ordena o al difuso clima social que lo consiente puede entrar en el terreno de lo supererogatorio. Y hoy el rechazo de ese gesto heroico y del riesgo que comporta se toma como algo absolutamente natural: al fin y al cabo, vivimos tiempos en los que “la supervivencia ha ocupado el lugar del heroísmo como cualidad admirada” (A. Bloom). Se olvida así  que la conducta que rebasa el deber no es exigible, pero sí muy recomendable.

 

Si la invocación al deber suena ya mal, ¿para qué mencionar lo que está más allá del deber? Lo que supera el ámbito del deber ha perdido paradójicamente su valor. Como no es obligatorio, ya vale menos; lo no exigible no es ni siquiera admirable, sino más bien ofensivo por el temible desafío que lanza a nuestras conciencias. Al final, cada cual llega a jactarse de no tener madera de héroe, de ser alguien a quien no se le deben pedir costosos esfuerzos ni grandes empresas. Solicitarlo no sólo iría más allá del derecho; sería también una falta de tacto o un vicio moralista. La cobardía llega a entenderse como reacción del todo natural y justificada. Al héroe no se le mira con admiración; cada vez más se le mira con resentimiento, pero sobre todo con sospecha. No es un tipo de fiar por lo mucho que nos exige y nos humilla. Hay como una conjura de los antihéroes o de las personas  normales. Y es que la nuestra es una sociedad que mina los ideales del largo plazo y de la totalidad. “Es contraria a que se sacrifiquen satisfacciones presentes para lograr objetivos lejanos (…). Y, en segundo lugar, cuestiona el valor de sacrificar satisfacciones individuales en aras del bienestar de un colectivo o de una ‘causa’ ” (Z. Bauman).

 

2. Pero una cosa es que la cobardía pueda disculparse como defecto tan común y otra, situada unas cuantas leguas más lejos, que llegue a postularse como virtud. El autor de El escudo de Arquíloco condensa su actitud, ya lo vimos, en “la positiva valoración de la huída como la única decisión prudente cuando se siente la vida amenazada” (I, 16). Más parece que esta ética de la huída sea una huída de la ética.

 

Arquíloco confesaba haber abandonado su escudo, no a propósito ni loco de contento, sino “mal de mi grado”. Que el poeta añadiera luego su satisfacción porque así conservó su vida, suena a una fórmula racionalizadora  para reprimir o sublimar después la vergüenza de haber perdido su arma. Otro traductor deja ese mismo verso así de claro: “…cuando en la huída olvidé mi escudo, ¡vergüenza me da decirlo!” (Porrúa. México 2002). Su comentarista Aranzadi, en cambio, propone arrojar armas y bagajes como primera providencia. Pero es el caso que calificar esa disposición “cobarde, escapista e insolidaria” como una actitud ética envuelve nada más que un provocador sinsentido. Ofrecer una ética para desertores (otro nombre para los  espectadores) como mandato universal, es decir, desacreditar por completo la valentía y confundir la cobardía con la prudencia…, equivale a la pura inversión de estos valores.

 

3. Más atrás quedó en el aire la cuestión de cuál era el límite a partir del cual puede hablarse de “vida amenazada”, para así delimitar la justificación del miedo a morir o incluso del derecho a matar en su defensa. Pues lo común es exagerar la coacción como el presunto fundamento del miedo que impidió al cómplice activo o al pasivo (el espectador) haber mantenido un comportamiento más digno. Hay miedos que invitan a ponerse la venda antes de que asome siquiera la probabilidad de la herida.

 

Otro subterfugio para ejercer la cobardía con buena conciencia es proclamar a cada instante que todos somos víctimas potenciales del terror organizado (el más próximo, el de ETA), que sobre todos nosotros se cierne una parecida probabilidad de ser blancos de un atentado mortal, que convertirse en víctima es cuestión de pura suerte. Ahí están las declaraciones del diputado nacionalista vasco Erkoreka en entrevista a EL PAIS el 29 diciembre de 2002. A la pregunta de “¿…a qué se debe que compañeros de otros partidos tengan que llevar escolta y usted no?”, el hoy portavoz parlamentario del PNV tuvo la osadía de responder: “Sí; a la arbitrariedad de quien fija los objetivos de la pistola, que hasta en eso es caprichoso”.

 

Los efectos que así se persiguen -y se consiguen- saltan a la vista: el descrédito de las víctimas reales, lo indiscernible de las razones de unos y otros o la equivalencia de las causas políticas que se dirimen. Aferrados a esta argucia, los espectadores tienen que seguir protegiéndose y bastante hacen con aguantar.

 

 Igual de llamativa es la facilidad con que la opinión pública justifica desde el pago de la extorsión a una organización terrorista hasta cualquier otra medida que procure garantizar la seguridad personal. Se da por supuesto que el «estado de necesidad» del amenazado exime de cualquier otra reflexión; que a nadie debe pedirse y de nadie debe esperarse actos heroicos. Sorprende la naturalidad con que la gente acoge lo mismo la demanda criminal que la respuesta habitual hecha de vergonzosas concesiones. Una vez más H. Arendt ya nos había puesto en guardia contra «la ingenua creencia de que la tentación y la coacción son una misma cosa, y que a nadie debe pedirse que resista la tentación». En definitiva, se contempla el problema en clave privada, no pública: el ideal de ciudadanía parece sencillamente excesivo.

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