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El deterioro de la ‘marca España’ en América Latina. Puertas giratorias: connivencia entre poder político y multinacionales

 

Cuando, en abril de 2012, Cristina Fernández de Kirchner anunció la expropiación de YPF, el Gobierno español se apresuró a asegurar que defendería “los intereses de cualquier empresa española que está en el resto del mundo”, como lo expresó el ministro de Industria, Energía y Turismo, José Manuel Soria. Los dirigentes del Gobierno y de Repsol, en una lectura hecha casi en clave patriótica, aunaron sus voces al calificar la decisión de la Casa Rosada como un atentado a la seguridad jurídica. En España, la decisión del Gobierno argentino se leyó como una afrenta; al otro lado del océano, la expropiación del 51% de YPF, la petrolera estatal que fue privatizada en 1992, se entendía como una deuda pendiente del Estado que ni siquiera la agresiva prensa opositora se atrevió a criticar más allá de cuestiones de forma.

 

Pasada la tormenta, surge la pregunta de si tendrían razón los argentinos para alegrarse tanto, y los españoles para indignarse, con la expropiación de YPF. Pese a las amenazas del Estado español, a Argentina pronto le salieron novias para explotar las recién descubiertas reservas de petróleo y gas de Vaca Muerta, en la provincia patagónica de Neuquén, con la polémica técnica de la fractura hidráulica o fracking. El socio escogido por Argentina fue Chevron-Texaco, una compañía prófuga de la justicia ecuatoriana, que condenó a la petrolera a pagar 7.000 millones de euros por veinte años de vertidos contaminantes en la selva amazónica. Es más: la Corte Suprema de Argentina anuló el embargo decretado por un juez para pagar la multa a Ecuador, al mismo tiempo que YPF y Chevron llegaban a un acuerdo sobre Vaca Muerta que otorga notables privilegios a la petrolera norteamericana. Las comunidades mapuches que durante años plantaron cara a Repsol no parecen haber mejorado su situación.

 

¿Y del lado español? El sólido apoyo diplomático brindado a las corporaciones por los políticos de uno y otro signo y también por el Rey, embajador en todo el mundo de las empresas españolas, contiene un argumento implícito: que el bienestar de esas compañías privadas redunda en el bienestar de la sociedad española en general. “El efecto goteo”, que dicen los economistas. Sin embargo, Repsol, como casi todas las empresas que cotizan en el Ibex 35, elude pagar impuestos en España a través de una trama de empresas filiales localizadas en paraísos fiscales. En un cuestionario remitido a esta reportera, Repsol admite que dos empresas de su entramado societario están radicadas en territorios con beneficios tributarios. “Una sociedad está constituida en Bermudas y se dedica a actividades aseguradoras; la otra está constituida en las Islas Caimán y se dedica a actividades financieras”, si bien, asegura Repsol, la presencia del grupo en esos paraísos fiscales obedece a “legítimas razones de negocio y no a un propósito de limitar la transparencia de sus actividades o de aplicar prácticas indeseables –mucho menos ilegales– en materia fiscal u otras”.

 

Sacyr también tributa en paraísos fiscales, pero ha contado con el apoyo de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero (socialdemócrata) y de Mariano Rajoy (conservador). Hoy, tras la polémica desatada en Panamá por las obras de ampliación del Canal, el caso Sacyr ha puesto en entredicho la llamada marca España. La constructora española encabeza el Grupo Unidos por el Canal (GUPC), que exigió a la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) sobrecostes por 1.200 millones de euros para terminar las obras por “costos imprevistos”. La ACP se negó a lo que calificó de “chantaje” y las obras llegaron a paralizarse. Esos “sobrecostos” rondan el 50% del total presupuestado por Sacyr y sus socios, que en 2009 ganaron el concurso para realizar la monumental obra con una oferta de 2.243 millones de euros, muy por debajo de lo presupuestado por la favorita, la estadounidense Bechtel. En aquel momento, no pocas voces tacharon la oferta temeraria a la baja, es decir, un precio por debajo de los valores reales de mercado, y por tanto abocado al incumplimiento del contrato. También extrañó a algunos que el Estado panameño confiara una obra tan decisiva para el país y para el comercio internacional a una empresa que ya tenía problemas financieros. Bechtel afirmó que el presupuesto de GUPC no daba “ni para el hormigón”. La embajada de Estados Unidos en Panamá, que ejerció una enorme presión para dar la vuelta a aquella decisión, aseguró que “Sacyr está considerada en bancarrota y está siendo apuntalada por el Gobierno español”. Para la embajada, la victoria de Sacyr era “desconcertante”.

 

Pese a las fundadas dudas sobre la solidez de la oferta, el Gobierno de España, entonces presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, ofreció en todo momento un sólido apoyo a Sacyr: el secretario de Estado de la Presidencia viajó a Panamá para certificar que los negocios de la firma española en aquel país tenían la categoría de contratos de Estado. Más aún: pese a los informes contrarios de los técnicos de la aseguradora pública Cesce (Compañía Española de Seguros a la Exportación), el Estado español concedió un aval de unos 150 millones de euros. De modo que los españoles pagarían los platos rotos en caso de que las obras no llegaran a buen puerto.

 

El Ejecutivo de Rajoy mantuvo firme ese apoyo, y para demostrarlo la ministra de Fomento, Ana Pastor, visitó las obras del Canal en septiembre de 2013 y recalcó que la obra serviría para crear empleo tanto en el país centroamericano como en España. Eso, aun cuando Sacyr ha tenido prácticas como anotarse en su balance de 2012 los millones que ahora le exige a la ACP, un claro caso de “contabilidad creativa”, en opinión de Pedro Ramiro, coordinador del Observatorio de Multinacionales Españolas en América Latina (OMAL). Ante la erosión de la marca España, Pastor decidió viajar a La Meca, en Arabia Saudí, donde el precedente de Panamá crea inquietud por las demoras en las obras de construcción del AVE llevada a cabo por un consorcio formado por empresas como Renfe y OHL.

 

El futuro sigue siendo incierto para las obras del Canal y sus consecuencias para las cuentas públicas. El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, propuso recientemente apoyar financieramente a Sacyr para evitar un agujero mayor en las cuentas públicas, que podría llegar a los 3.447 millones de euros si la empresa llegara al concurso de acreedores. Los mayores riesgos derivan de las ayudas a autopistas radiales de Madrid.

 

 

Mapa modificado por FronteraD en base a original de Wikimedia Commons

 

 

La Lex Mercatoria 

 

El apoyo estatal a las transnacionales españolas no viene solo de acciones diplomáticas, sino también de la legislación e incluso de ayudas económicas directas. Según un reciente informe de Intermón Oxfam (IO), el apoyo público a inversiones privadas en el extranjero se ha multiplicado en los últimos años hasta alcanzar en 2013 los 4.215 millones de euros, casi el triple que lo que se destina a la ayuda oficial al desarrollo. Además, la nueva política de cooperación coloca a las empresas como un eje clave: cada vez más, investigadores y ONG (organizaciones no gubernamentales) denuncian la deriva “empresarial” de la ayuda al desarrollo, que a veces termina convirtiéndose en un “instrumento generador de deuda externa”. Lo denunciaba recientemente la presidenta de la Coordinadora de ONGD, Mercedes Ruiz Giménez: “La política pública de cooperación está siendo golpeada de manera persistente, y lo poco que queda de ella se entrega progresivamente a la gestión del Ministerio de Economía y Hacienda”. Ruiz Giménez cree que la reforma del Fondo de Promoción al Desarrollo (FONPRODE) le asestará el golpe de gracia a la ayuda al desarrollo.

 

Para Intermón, lo más grave es que las empresas que reciben dinero público no cumplen unos mínimos requisitos de transparencia y respeto de los derechos humanos y laborales. Es el caso, añade IO, de Pescanova en Nicaragua: la empresa se benefició de los créditos de Financiación al Desarrollo (FAD) que el Gobierno español concedió a Nicaragua, y mantuvo a sus trabajadores con jornadas de doce horas sin descanso, en pésimas condiciones higiénicas.

 

¿Por qué brinda el Gobierno apoyo a las empresas sin exigir nada a cambio? Pedro Ramiro apunta a las puertas giratorias: En los últimos años 24 ex cargos públicos en España, la gran mayoría de PP y PSOE, pasaron a formar parte de empresas del sector eléctrico como Endesa, Abengoa, Iberdrola, Red Eléctrica de España, Repsol, Acciona o Gas Natural Fenosa, entre otras. Recientemente, de golpe se sumaban cinco históricos del PP al consejo de administración de Eneagás, entre ellos Isabel Tocino y Ana Palacio, en un momento en el que el Ministerio de Industria debe decidir la nueva regulación gasística que será decisiva para la compañía.

 

La legislación española no lo impide: la ley de incompatibilidades se limita a pedir a ministros y consejeros de Estado que dejen pasar dos años entre su actividad parlamentaria y su desembarco en los consejos de administración de las empresas. Pero muchas veces, ni siquiera eso se cumple: fue el caso de la exvicepresidenta Elena Salgado, que no tardó ni tres meses en fichar por Endesa Chile después de dejar el Gobierno. En el caso de Sacyr, las opacas relaciones entre empresas y gobiernos son aún más evidentes: la empresa figura entre los donantes ilegales del Partido Popular, según los papeles de Bárcenas, la causa sobre la presunta contabilidad B del PP que investiga el juez Pablo Ruz.

 

Esas puertas giratorias no son una particularidad del caso español. Un total de 150 organizaciones y movimientos sociales de América Latina, Europa y Canadá han suscrito una declaración conjunta en la que cuestionan la validez de los códigos de carácter voluntario para las empresas que, como el Pacto Global y los Principios Ruggie, está promoviendo la ONU. “Este tipo de iniciativas son promovidas por personas que se mueven entre el sector privado transnacional y el sector público, para defender los intereses corporativos”, señala la declaración, que denuncia “la corrupción de la puerta giratoria” y el poder de los lobbies que se han instalado en los pasillos de las Naciones Unidas. El Pacto Global y, en general, el auge de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) promueven códigos voluntaristas sin carácter vinculante; las legislaciones de los estados eluden plasmar con claridad las obligaciones de las empresas que invierten en el país; y tampoco el Derecho Internacional relativo a Derechos Humanos dispone de mecanismos jurídicos para garantizar su cumplimiento. Las transnacionales que lideran la inversión extranjera directa (IED), en cambio, sí han sabido armarse de un sistema legal que protege sus intereses: es el llamado Derecho Comercial Global, que las voces más críticas han bautizado como Lex Mercatoria. La ley de la mercancía globalizada. El economista Jeffrey Sachs lo resumió así: “[Tenemos] una cultura de impunidad basada en la expectativa bien comprobada de que los crímenes corporativos son rentables”.

 

Esa “arquitectura legal” brinda protección a las inversiones de las multinacionales, tales como los tratados de libre comercio (TLC) y los tratados bilaterales de inversión (TBI). Estos tratados son vinculantes y las empresas los hacen valer a través de instancias que velan por su cumplimiento, como el Sistema de Solución de Diferencias de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en el que un gobierno puede procesar a otro por poner trabas al régimen de liberalización comercial, o el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), del Banco Mundial, donde las empresas pueden demandar a los estados por incumplimientos de contrato. Apenas un ejemplo: el CIADI se apoya para su arbitraje en los TBI y TLC, pero no en las legislaciones de los países ni mucho menos en el derecho internacional en materia de derechos humanos.

 

“Existe un problema global, un conflicto creciente entre los convenios que firman los estados y las multinacionales y las leyes nacionales. Es una cuestión que no puede esperar”, afirma Mario Jursich, director de la revista colombiana El Malpensante. Frente a esta situación, cada vez más, surgen iniciativas de las comunidades para hacer frente a esa impunidad: desde el Tribunal Permanente de los Pueblos a la Campaña Global Desmantelemos el Poder Corporativo, emprendida por 150 organizaciones, su principal demanda es crear un tratado con obligaciones vinculantes para las transnacionales. Como señala Jursich, “las soluciones son muy simples y, a la vez, muy complejas. Se trata de establecer reglas claras de lo que se puede hacer y lo que no, porque ha quedado en evidencia que, muy a menudo, a las transnacionales poco les importan las consideraciones sociales y ambientales; incluso, su actitud es desafiante frente a las leyes del país, como ha pasado con Sacyr en Panamá”. El periodista colombiano propone “revisar la normativa y articular bien a qué se compromete el inversor en el país”. Claro que, “para poner eso en práctica, tendrían que superarse las barreras de los poderosos lobbies con los que cuentan esas empresas”.

 

 

¿Es necesaria la IED? 

 

Tanto el FMI como muchos gobiernos defienden que la atracción del IED (inversión extranjera directa) no solo es necesaria para el desarrollo de un país, sino que sirve de termómetro para el estado de su economía. Pero no todo vale. Para Mario Jursich, “la idea de rechazar la IED per se es obtusa, pero debe acompañarse de prestaciones y obligaciones muy claramente establecidas, y en la legislación colombiana no lo están”. El periodista colombiano pone el ejemplo de Unión Fenosa en Barranquilla. “Las explicaciones del consorcio sobre el no pago no sirven, porque se supone que la empresa que entra, compra también los problemas de aquí, no sólo los beneficios”, argumenta. La pregunta es si la entrada de capital español sirvió para mejorar la gestión de los servicios públicos. No lo creen así la inmensa mayoría de los entrevistados a lo largo de esta investigación. “En el caso colombiano, todas estas empresas llegaron ofreciendo dos promesas básicas: mejores servicios y tarifas más baratas. Y no se ha cumplido, o no se han satisfecho las expectativas. Las empresas españolas llegaron con la intención de hacer competencia y rápidamente vieron que era mejor plegarse al statu quo de las empresas que ya estaban allí establecidas”, señala Jursich, y concede dos excepciones: el trabajo editorial de Planeta y del Grupo Prisa.

 

Como reconoce un informe del Real Instituto Elcano, la mala imagen que tienen las empresas españolas para muchos ciudadanos latinoamericanos se debe, en gran parte, a que se asocia la IED de origen español a las privatizaciones de empresas públicas que se malvendieron en gobiernos a veces muy cuestionados, como es el caso de la Argentina de Carlos Menem. Lo cierto es que la mayor parte de la IED española se destinó a comprar empresas que ya existían, y no a crear otras nuevas, y en muchos casos esos procesos se saldaron con despidos. Los latinoamericanos perciben además que las empresas españolas optan por españoles expatriados para los puestos de mando. Aunque el punto más crítico lo apunta Jursich: “El comportamiento de las multinacionales, no sólo españolas, difiere sobremanera aquí de lo que hacen en sus propios países. Telefónica tiene estándares de calidad en Colombia que serían impensables en España, y los problemas en el servicio son causas de incordio constante”. La telefonía y los servicios públicos canalizan el descontento, no sólo en Colombia. En Argentina, Edesur, filial de Endesa, protagonizó junto con Edenor los apagones que acompañaron a la ola de calor de 2013. No era una excepción: en Buenos Aires, los cortes de luz son muy frecuentes; pero esta vez la situación llegó a tal punto que las empresas concesionarias se llevaron el rapapolvo de la presidenta Cristina Kirchner, que les instó a invertir una parte de sus beneficios en mejorar las infraestructuras. No extraña entonces que el 83% de los mexicanos se opongan a la privatización de la petrolera Pemex.

 

Las malas prácticas de las empresas españolas en América Latina afectan a la marca España, pero es mucho más que eso. Jursich observa en Colombia “una animadversión creciente hacia España”, más grave si cabe en un país que el periodista describe como “uno con los que tradicionalmente sentía más vínculos culturales y emocionales”. Lo explica así: “Existe en América Latina un antiespañolismo latente entre quienes se sienten heridos por lo que supuestamente nos hicieron los españoles 500 años atrás; esto es delirante, pero entronca con esos reclamos de hoy, que sí tienen razón de ser. Los españoles harían bien en tomárselo en serio”·

 

 

La Colombia que vende Prisa 

 

Lo dijo el Rey Juan Carlos en una reciente visita a Santiago: “Chile ha entendido muy bien que el ahorro acude a los países que respetan la seguridad jurídica y huye de aquellos en los que reina la arbitrariedad”; no como Argentina o Venezuela, se sobreentiende. Por eso, aseguró el jefe de Estado español, Chile está a la cabeza en “libertad económica y facilidad para los negocios”. La pregunta es hasta qué punto tener un marco jurídico estable y atractivo para las empresas, como los de Colombia y Chile, es necesariamente positivo para un pueblo, o apenas para unos pocos.

 

Colombia condensa muchas de las contradicciones del continente. El economista venezolano Moisés Naím ha descrito en sus textos una historia de éxito que comienza con la presidencia de Álvaro Uribe Vélez y se mantiene con Juan Manuel Santos: “una transformación casi milagrosa”, dice Naím, por la que Colombia pasó de estar dominada por el narcotráfico a codearse “con Chile o Brasil en la lista de países de mayor éxito en América Latina”. Uribe consiguió arrinconar a la guerrilla, logró un crecimiento del 5% del PIB anual y una disminución notable del desempleo y la pobreza: del 56% al 45%. Sin embargo, la comparación resulta difícil de establecer cuando el mismo año en que Uribe fue elegido, en 2002, se modificó la metodología para calcular la pobreza.

 

“Colombia es el país más prometedor de América Latina”, sentencia Ruchir Sharma, responsable del departamento de mercados emergentes del banco de inversión Morgan Stanley. Sharma llama “la nueva costa del oro” a la franja del continente suramericano donde, en su opinión, se están tomando las decisiones económicas correctas: México, Perú y Colombia, que junto a Chile formaron la Alianza del Pacífico. Colombia, sostiene Sharma, lo tiene todo para ser “una nación de éxito”, pues “la situación política es muy estable, parece que hay voluntad de reelegir a Santos y él está muy centrado en conseguir el acuerdo de paz” y ejecutar un “plan muy ambicioso de construcción de infraestructuras”.

 

Sin embargo, esa Colombia que venden Morgan Stanley y el Grupo Prisa en sus foros es muy distinta de la realidad que describen sindicalistas y activistas de derechos humanos en un país que, pese a las negociaciones de paz con la guerrilla más activa del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), dista mucho de estar en paz. El presidente, Juan Manuel Santos, mientras con una mano quiere convertirse en el político que resolvió un conflicto enquistado desde hace sesenta años, con la otra quiere demostrarle a sus enemigos políticos, los que le rebasan por la derecha, que sigue teniendo la mano dura que demostró en sus tiempos de ministro de Defensa con Álvaro Uribe, esos tiempos que hacen de él uno de los máximos responsables de ese horror que bautizaron ‘falsos positivos’: la matanza, a manos de militares, de campesinos inocentes que se disfrazaban como bajas de la guerrilla. Una tragedia, todavía impune, que tampoco menciona Moisés Naím cuando se pregunta “por qué un expresidente tan exitoso recibe tantos ataques”.

 

A día de hoy, el Gobierno se reúne con dirigentes de las FARC en La Habana, pero en Colombia se sigue matando a sindicalistas y activistas sociales: el 29 de diciembre asesinaron en Sucre al concejal del Polo Democrático Gilberto Daza; el 4 de enero fue asesinado Ever Luis Marón, dirigente sindical de Barranquilla; un día más tarde, el dirigente agrario Giovany Leiton moría en el Chocó. El último informe de Human Rights Watch recuerda que el drama de los desplazados sigue sumando 150.000 víctimas cada año y que los paramilitares siguen presentes en 167 municipios del país, según cifras de la propia policía. Muchos campesinos siguen doblemente amenazados por paramilitares y guerrilleros.

 

El foro de inversión patrocinado por Prisa –que, a través del grupo Caracol, tiene importantes intereses empresariales en Colombia–, eludió temas incómodos. Acudieron altos cargos de multinacionales como Gas Natural, Indra, Ferrovial o Telefónica. La optimista visión del país que se ofreció la condensaba El País en su crónica del evento: “Colombia ha despegado. El país latinoamericano ha alcanzado un crecimiento del PIB superior al 5% en el último trimestre de 2013, ha logrado contener la inflación y el desempleo, ha experimentado un incremento en las exportaciones y ha reducido la pobreza. Pero su mayor logro ha sido convertirse en un país atractivo para los inversores extranjeros…”.

 

Colombia es ya un país atractivo para el capital extranjero, con un marco jurídico estable, seguro y atractivo para los inversores, y para las clases medias y foráneas que ahora pueden viajar por carretera por todo el país sin exponerse a la violencia de los guerrilleros. Pero cada año, 150.000 colombianos, en su mayoría campesinos, son expulsados de sus territorios y abocados a vagar por el país en busca de un barrio de chabolas donde comenzar de cero. El país ha despegado, pero no para todos, y los movimientos de resistencia contra las represas, la megaminería o el acaparamiento de tierras se hacen fuertes, aunque sus miembros saben que con ello están exponiendo sus vidas. Colombia vende una paz que ya da sus dividendos; el problema es que a los de abajo no les caen ni las migajas.

 

 

“¡El agua es nuestra, carajo!” 

 

Y entonces, ¿es positivo para un país contar con “un marco jurídico estable”? Así responden desde el OMAL (Observatorio de las Multinacionales en América Latina): “Las corporaciones, los gobiernos donde éstas tienen su sede matriz y las instituciones financieras internacionales recurren con frecuencia al principio de seguridad jurídica, para defender los intereses empresariales ante los posibles cambios políticos que puedan introducir mayor control sobre sus actividades”. El mejor ejemplo es el caso de Bolivia. En enero de 2006 llegaba a la presidencia un indígena, por primera vez en el país con mayor población nativa de América Latina. Evo Morales alcanzaba el poder con la promesa de llevar su país progresivamente al socialismo, y con un compromiso claro: recuperar para el Estado las empresas de servicios públicos que fueron privatizadas en los años 90. Los informes de la Oficina Comercial de la Embajada de España en La Paz dieron la voz de alarma: “La falta de seguridad jurídica y unas reglas de juego poco clara desincentivan la IED en Bolivia”. Morales cumplió su promesa: primero expropió Andina, filial de la entonces Repsol YPF, en 2008; en 2012 le llegaba el turno a una filial de Red Eléctrica, pocos meses después, a las cuatro filiales de Iberdrola; en febrero de 2013, a Servicios Aéreos de Bolivia S. A., de Albertis y Aena. En todos los casos, las justificaciones son parecidas: aumentos de tarifas, desatención a las áreas rurales, falta de inversiones aun en los casos de elevados beneficios. La Moncloa le transmitió sus inquietudes, hasta el punto de amenazar con replantear sus relaciones bilaterales con el país andino.

 

Para entender el compromiso de Morales con la política de nacionalizaciones hay que ir un poco atrás en la historia boliviana: Morales llegó a la presidencia después de una serie de rebeliones populares que expulsaron al anterior mandatario, Gonzalo Sánchez Lozada, impulsor de políticas neoliberales. La guerra del agua en Cochabamba, en el año 2000, fue la primera de estas revueltas. Agricultores, sindicalistas, estudiantes y usuarios urbanos salieron masivamente a las calles para exigir la expulsión del consorcio Aguas del Tunari, encabezado por la estadounidense Bechtel y la española Abengoa. El consorcio empresarial había adquirido, en un concurso opaco, la concesión exclusiva para la distribución y comercialización de agua potable durante 40 años, hasta ese momento en manos de la empresa pública Semapa. El FMI, el Banco Mundial y el BID habían presionado para que así fuera, condicionando sus créditos a Bolivia a la privatización de Semapa.

 

El contrato, firmado en 1996, contemplaba un aumento del 35% en las tarifas, previo a cualquier mejora en el servicio, y llegaba al 100% de incremento en el caso de las familias más empobrecidas. En Cochabamba, Semapa nunca llegó a muchas casas, y a la ausencia de inversión estatal respondió la comunidad con autogestión: una serie de cooperativas y asociaciones proporcionaban el agua para el riego a muchas familias. Pero Aguas del Tunari adquirió el monopolio de esas fuentes de agua de uso comunitario; la ley incluso obligaba a la población a pedir una licencia si querían recoger el agua de la lluvia. Muchas familias debían escoger entre pagar la factura del agua o comer. Así que salieron a la calle al grito de: “¡El agua es nuestra, carajo!”.

 

El pueblo cochabambino tomó la plaza principal, bloqueó caminos y carreteras; el Gobierno del entonces presidente, Hugo Bánzer, respondió con represión: decretó el estado de sitio, suspendió las libertades civiles y sacó el Ejército a las calles. Murió un joven de 17 años en los altercados. La población mantuvo la presión, y venció: el Gobierno terminó aceptando y derogó la concesión a Aguas del Tunari. La gestión del agua volvía así a manos de Semapa, con directores elegidos por la comunidad. Bechtel apeló ante el CIADI: la empresa estadounidense se había preparado de antemano para poder hacerlo, registrándose en Holanda, que había firmado un tratado de inversiones con Bolivia en el que se incluía la posibilidad de apelar al tribunal de arbitraje. Ante las movilizaciones de los movimientos sociales internacionales la empresa terminó retirando la demanda en 2006. Y Bolivia se retiró del CIADI un año después.

 

La guerra del agua se recuerda en Bolivia como un logro popular de gran trascendencia histórica. Pero fue solo una batalla: en 2003, los bolivianos libraron la “guerra del gas” para evitar la exportación de ese recurso a Chile con escasos beneficios para el Estado boliviano. La pelea entre los empobrecidos vecinos de El Alto y el Gobierno de Sánchez Lozada terminó con la salida de la presidencia de éste y con un saldo de 64 muertos. Fue la batalla decisiva, la que dio paso al movimiento indigenista que llevaría a Morales al poder. Poco después, en 2004, El Alto volvía a ser protagonista: esta vez, sus habitantes expulsaron a la multinacional Lyonnaise des Eaux-Suez, que, a través del consorcio Aguas del Illimari, se había hecho con el control de la gestión del agua. El pueblo boliviano, víctima de la corrupción de sus gobernantes pero también de la presión de los organismos financieros multilaterales que utilizaron la deuda pública para imponer el recetario neoliberal, impulsó a Evo Morales a la presidencia con el compromiso de darle la vuelta a las privatizaciones. Cuando se acusa a Morales de provocar “falta de seguridad jurídica” en el país andino, no debiera olvidarse que no fue el mandatario, sino el pueblo soberano quien tomó la decisión de renacionalizar los sectores estratégicos de la economía.

 

De algo no hay duda: las políticas neoliberales, que toda América Latina experimentó en carne propia en los años 80 y 90, provocan un rechazo creciente, y no solo en Bolivia. También en Ecuador y Argentina el repudio popular a los gobernantes llevó al poder a figuras que se desmarcaron del modelo neoliberal: Rafael Correa y Néstor Kirchner. Sin embargo, ni uno ni otro marcaron una ruptura con el llamado modelo extractivista. Lo mismo puede decirse de la Venezuela de Hugo Chávez o del Brasil de Lula da Silva, y también de Uruguay, pese a los casi revolucionarios discursos de Pepe Mujica. De norte a sur del continente, los gobernantes latinoamericanos siguen viendo en la exportación de materias primas, commodities que cotizan en el mercado internacional, como la única forma de sostener sus economías: soja, oro, cobre, petróleo. Es lo que la socióloga argentina Maristella Svampa ha llamado “el consenso de las commodities”: una política económica enfocada al extractivismo que comparten gobiernos de muy diverso signo político. Con una diferencia: los gobiernos de Bolivia o Venezuela exigen ahora mayores beneficios a cambio de exportar sus recursos naturales; no así el gobierno argentino, que también enarbola la bandera de la soberanía popular. Pero, para las comunidades afectadas, en su mayoría indígenas, afrodescendientes y campesinos, no deja de ser apenas un matiz.

 

 

Yasuni ITT: el precedente que no fue 

 

El Gobierno ecuatoriano, con Rafael Correa a la cabeza, quiso marcar distancia con ese modelo: la iniciativa Yasuní ITT ilustraba, con gran poder simbólico, esa propuesta de hacer las cosas de otro modo. Correa se comprometió a preservar el parque de Yasuní, con 750.000 hectáreas consideradas reserva mundial de la biosfera, en plena Amazonía, de la extracción petrolífera, a cambio de que la comunidad internacional le compensase con 2.700 millones de euros, la mitad de lo que podría recaudar con la extracción de los casi mil millones de barriles de petróleo que se calcula que existen en los campos denominados ITT. Tras una larga campaña, doce países donantes –entre ellos España– reunieron poco más de diez millones de euros. Correa terminó reconociendo el fracaso del proyecto y lo atribuyó a la hipocresía global; los movimientos sociales responsabilizaron al presidente Correa, por falta de voluntad política de sacar adelante la iniciativa.

 

Es fácil, en tales circunstancias, que la hemeroteca revele gruesas contradicciones en el discurso de Correa. El dirigente hizo de Ecuador un país pionero al plasmar en sus leyes, incluso en su constitución, la cosmogonía indígena y el buen vivir, a saber: una vida buena y abundante que no se asocia a la riqueza material y el crecimiento del PIB, sino a la armonía con la naturaleza, que se entiende como sujeto de derechos. Ahora, tras años intentando convencer al mundo de la necesidad de preservar la selva virgen de la extracción petrolífera, debe convencer a los ecuatorianos de todo lo contrario. En una reciente intervención en público, Correa señaló que para defender la selva son necesarios los recursos que provienen del petróleo y la minería. En una reciente visita a España, aseguró que “donde mejor cuidada está la selva es donde hay empresas responsables como Repsol”. La organización Acción Ecológica le respondió con contundencia: “La única petrolera buena es la que no existe”. Lo cierto es que, en 30 años de explotación petrolífera, se han derramado unos 76 millones de litros de crudo en la selva amazónica, también por parte de “empresas responsables como Repsol”. Correa argumenta que los ecologistas caen en posturas “infantilistas” que frenan el desarrollo del país. Hay quien le responde parafraseando al economista catalán Joan Martínez Alier: “No sé si hay un ecologismo infantil, pero creo que hay un desarrollismo senil”.

 

Yasuní ilustra la encrucijada de Rafael Correa, que lideró una Revolución Ciudadana y ahora se enfrenta a la oposición no solo de muchos ecuatorianos, sino también de algunos de los ideólogos de su gobierno. Entre ellos está el economista Alberto Acosta, que ve con preocupación la apuesta de Correa por el modelo extractivista. Para Acosta, “no se puede desmontar el extractivismo con más extractivismo”. En la sede del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA), en Santiago de Chile, lo explica así su director, Lucio Cuenca: “Se están viviendo tensiones muy fuertes en países como Bolivia, Ecuador o Brasil. Se trata de gobiernos que han optado por el rédito político de corto plazo, esto es, la políticas asistencialistas financiadas con los recursos naturales que se exportan, y por ello caen en fuertes contradicciones de fondo: su discurso es anticapitalista, pero en la práctica siguen la agenda del ALCA [Área de Libre Comercio de las Américas, impulsada por Estados Unidos]”. La pregunta del millón es cómo sostener la economía del país sobre otro pilar diferente de la exportación de commodities, y hacerlo con la urgencia que demandan los sectores empobrecidos que llevaron al poder a gobernantes como Correa, Evo Morales o Lula y Dilma Rousseff.

 

 

Sonidos del cóndor. Las resistencias 

 

“El río es el que le da la espiritualidad a la tierra; le da la generosidad de mujer, de madre, de que puede engendrar y reproducir. Sin el río, perdemos la estrecha conexión de ser humano y naturaleza que está en el centro de la concepción de vida del mapuche. Por eso decimos que las represas son un genocidio directo para nosotros, los mapuches”. Son palabras de José María Pereira, aunque, como él subraya, su nombre verdadero es Kuntxemañ, que en mapudungun –la lengua mapuche– significa Sonidos del cóndor. Lo entrevisté en el Alto Bío Bío, al sur de Chile, y al apagar la grabadora parecía que habían pasado mucho más que 57 minutos. Toda una vida está escrita en los ojos de Kuntxemañ. Él sabe que el estrecho vínculo de su pueblo con la tierra va mucho más allá de la actividad económica: es cuestión de espiritualidad, y de salud, y de comunidad, y de cultura. Todo está unido en la tradición mapuche.

 

Así me lo explicaba el colombiano Martín Vidal, responsable de Territorio en el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC): “La cosmovisión indígena es otra mirada, otra concepción del mundo. No se trata solo de defender los pueblos, sino también las montañas, la Madre Naturaleza”. Por eso el extractivismo, con mayores o menores beneficios, es impensable desde la óptica indígena. Las diferentes cosmovisiones de los pueblos amerindios comparten una concepción de la Naturaleza como algo sagrado, indisolublemente unido al ser humano. El territorio es mucho más que la tierra, que la modernidad occidental redujo a un recurso económico. Nos lo decían los habitantes de la reserva indígena afectada por la represa de Salvajina, en el Cauca colombiano: “Nosotros vemos el río como un modo de vida; ellos sólo ven bajar los dólares”.

 

Por definición, el extractivismo implica una disputa por el control del territorio, que se traduce en un aumento de los conflictos sociales que corre en paralelo al auge del modelo extractivista. Las comunidades indígenas son las principales afectadas, pues habitan territorios apetecibles por las transnacionales mineras, energéticas o sojeras. Un ejemplo: según un reciente informe de la ONG First Peoples Worldwide, el 39% de los yacimientos que explotan las petroleras estadounidenses en todo el mundo están en territorio aborigen. Y allí donde avanzan los emprendimientos extractivistas, se recrudece la presión sobre las comunidades indígenas para que abandonen sus territorios. Los qom resisten al avance de la soja al norte de Argentina; los uwa enfrentan a las petroleras en la Araucanía colombiana; los kayapó se oponen a la construcción de la represa de Belo Monte en la Amazonía brasileña. Y un larguísimo etcétera. La defensa del territorio vuelve al centro, si bien siempre lo estuvo. Lo escribió el periodista y pensador peruano Juan Carlos Mariátegui ya en 1928: todas las tesis que intentan explicar el problema indígena como un conflicto étnico o moral pretenden ocultar o desfigurar el problema, porque “la cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”. Ochenta años después, cambio climático de por medio, los pueblos indígenas han sido sabios guardianes del agua y la tierra. Y quieren seguir siéndolo.

 

 

 

 

Nazaret Castro es periodista y vive desde hace cinco años en América Latina. Este artículo forma parte de la investigación Cara y cruz de las multinacionales españolas en América Latina, financiado por los lectores de FronteraD a través de uncrodwfunding en la plataforma Goteo. En FronteraD ha publicado reportajes como Una flor en medio del asfaltoLa matanza de Carandiru o La sociedad carioca, en estado de apartheid, y mantiene el blog Entre la samba y el tango.

 

 

 

Cara y cruz de las multinacionales españolas en América Latina

 

1. Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las multinacionales españolas en Colombia

 

2. La luz que no llega a los ‘barrios subnormales’. Unión Fenosa y Repsol en Colombia

 

3. El modelo del modelo: las represas al sur de Chile. Una hidroeléctrica sobre el Lago Neltume

 

y 4. El deterioro de la ‘marca España’ en América Latina. Puertas giratorias: connivencia entre poder político y multinacionales

 

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

Maristella Svampa, La disputa por el desarrollo: territorio, movimientos de carácter socio-ambiental y discursos dominantes

 

Miguel Ortega, ¿Debe el Estado ayudar a las transnacionales españolas? Descargable en:  

 

Patagonia: Resistencias populares a la recolonización del continente. Centro de Investigación y Formación de los Movimientos Sociales latinoamericanos, Buenos Aires, 2008.

Empresas transnacionales, Diagonal, nº 209, noviembre de 2013.

 

Crónicas del estallido.

 

Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa: La RSC en las memorias anuales de las empresas del Ibex 35, ejercicio 2011.

 

 

Recursos web 

 

Documental sobre asesinato de sindicalistas en Colombia.

 

Guerra del gas en El Alto, Bolivia.

 

Observatorio Latinoamericano de Conflictos Sociales.

 

Centro de Estudios Políticos para las Relaciones Internacionales y el Desarrollo (CEPRID).

 

Acción Ecológica Ecuador.

 

 

Cuaderno de bitácora 

 

Ramón y el dilema de Rafael Correa.

 

Indio sin tierra no es indio.

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