Leo en una foto que hoy es el día de la felicidad. Sonrío por la ocurrencia. Mañana, primavera. Y yo acabo de ser ingresada en la UCI, porque con ELA las flemas se atascan y me han empujado a las trincheras. Andrea, mi italiano favorito, me ha pedido un deseo. Como cuando ves una estrella fugaz o un arco iris
—Vuelve a casa… pronto.
Yo asiento y pido otro más. Respirar. Pura ambición desmedida.
Y es que esto de las enfermedades degenerativas es un curso intensivo de olvidar casi todo lo que dábamos por sentado (la salud, la longevidad) y muchos placeres de corto alcance. Todo parece prescindible, como mucho deseable sin pasión, salvo aquello que debe acompañar a la respiración e incluso después: amar y ser amado.
Repaso emociones y escribo para todos los que me han ido ocupando. Y casi grito.
Háblame. No dejes de contarme cosas. Sigo aquí. No te pierdas en mis pies torcidos, mi espalda curvada, mi boca medio abierta de sonrisa fácil. Abrázame, envuelve mi mano con las tuyas. No esperes respuesta que existe pero se atora sin salida, desaparecida la espontaneidad. Duele, pero elijo lo que sí puedo hacer y te miro y te escucho.
Déjame mirarte mientras me cuentas aventuras y afanes. Sin juzgar, solo quiero escucharte. Lo haré despacio, de puntillas. Escucharé cada gesto que mueve el aire, mientras veo tus labios en danza y mezclarse con la mirada, el cuerpo reposado en el respaldo, las manos señalar, aplaudir, borrar o subrayar.
Sigo aquí. ¿Me recuerdas? Soy parecida a la que le gustaba escuchar su propio discurso y distraída por la construcción de la conversación, se perdía las palabras, expresiones y detalles de la de los demás. Esa realidad que desdeñamos por considerarla conocida, pobres ilusos, pobres tantos días sin percibir con claridad el regalo de las palabras ajenas, el sonido del mundo, el silencio que acoge y abraza.
Abrázame. El mimo preferido por ser circular y tener la capacidad de contener amor, compañía, tristeza, dulzura y pasión. Porque ahí dentro me meces y acompasas mi respiración torpe y mis pucheros. Un nido suave de plumas y calidez donde respirar y acomodar nuestros miedos y salir, casi, ilesos.
Piensa en mí y quédate a mi lado unos instantes más, sin palabras. Solo emoción y abrazo. Solo porque aquí has encontrado alguna vez cobijo de la tormenta. Y después, a falta de brazos, háblame, no dejes de hacerlo porque yo seguiré escuchándote.
Isabel Gutiérrez Cobos nació en México en 1960. A los 18 años se trasladó a España y estudió Geografía e Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó en el sector de logística internacional, hasta que la enfermedad le obligó a retirarse a los 51 años de edad. Cómo se aprende a vivir sin pronunciar ‘perro’ y algo más fue escrito dentro del Taller de Periodismo Literario que imparte Doménico Chiappe. En fronterad ha publicado también La memoria es un animal extraño, y más cuando la química del cerebro hace el espagat, Lo perdido, perdido. Luchando contra una esclerosis lateral amiotrófica y Los demás, los otros. La autora es paciente y voluntaria de FUNDELA.