(Con motivo del estreno en Madrid de El diablo en la playa, en el Teatro de la Abadía, recuperamos esta entrevista que hicimos a Ana Vallés hace tiempo. El diablo en la playa se puede ver en la Abadía desde el 2 al 12 de diciembre de 2021.)
Nos entrevistamos con Ana Vallés, directora de Matarile, que acaba de estrenar dentro del FITO (Festival Internacional de Teatro de Orense) El diablo en la playa, justo después del éxito en el Teatro de la Abadía de Madrid con Daimon o la jodida lógica. En escena, el dúo formado por Celeste González y Claudia Faci, bailarinas iniciadas en el clásico que evolucionaron a tendencias más vanguardistas. Las luces, importantísimas como en todos los espectáculos de Matarile, de Baltasar Patiño y Miguel Muñoz. Y la producción de Juancho Gianzo.
Foto de Rubén Vilanova
Así, para empezar, ¿nos puedes contar de qué queréis hablar con la obra? ¿Qué tema queréis tratar?
Empezamos a partir del tema del caos con Claudia y con Celeste. Es un punto de partida que propuse yo a partir de Deleuze, que comienza una de sus obras diciendo “sólo necesitamos un poco de orden para protegernos del caos”. Deleuze afirma que las tres formas de pensamiento ─ la ciencia, la filosofía y el arte─ luchan continuamente contra el caos. Yo añado que luchan también contra el tiempo. Y que, por una parte, así como la filosofía y la ciencia lo que hacen es construir una especie de paraguas que nos proteja del caos con todas las teorías, conceptos, fórmulas, etc., el arte abre una grieta precisamente en ese paraguas. Hace una brecha por la que permite que se cuele el caos. Esta imagen del paraguas de Deleuze me ha servido para proponer un punto de partida.
Estamos siempre tratando de aferrarnos a estructuras lógicas. Queremos tener todo ordenado, queremos saber cómo son las cosas, les damos nombres simplemente para catalogarlas y decir “esto es esto, lo pongo aquí, esto está aquí y si me muevo de tal manera voy a llegar a tal sitio”. Todo esto está continuamente contradiciéndose y poniéndose en tela de juicio, incluso en la filosofía, incluso en la ciencia. Unos conceptos, unas teorías vienen a sustituir a otras. Y entonces nos quedamos otra vez tranquilos. Pero el arte siempre está introduciendo esas grietas ─para mí maravillosas y vitales─ que necesita el ser humano.
Es esa necesidad de lo caótico, de lo desconocido, de lo inefable, de eso sobre lo que no podemos hablar, pero que sospechamos que existe y que se cuela. Se cuela en el arte, se cuela en los sueños, se cuela en lo daimónico. Y es lo que nos permite vivir, porque si no, si lo tuviéramos todo absolutamente reglamentado y controlado… Es un poco la distopía en la que estamos ahora, querer tener normas para todo, ¿no? Pues nos volveremos locos.
Y a partir de la idea del caos, ¿habéis evolucionado hacia otros temas?
Evidentemente tratamos muchos más temas como, por ejemplo, el cambio en la propia figura del diablo o lo diabólico. La playa en sí. El diablo está siempre considerado como la encarnación de todas las tentaciones, es la figura que provoca todos los pecados, que nos lleva a la ruina y a la catástrofe. Pero al mismo tiempo también tiene algo muy atractivo, porque el diablo es el ángel caído, el ángel más bello del universo que fue castigado por su osadía por querer crear, precisamente. Y, por otra parte, de los múltiples nombres que se le da al diablo, está el de Lucifer, que significa el portador de la luz.
Veo la playa como una metáfora de un no-lugar, un límite incierto que sería el lugar donde rompen las olas, que nos permite estar entre la tierra y el mar. Entre lo que nos sustenta, ese suelo que pisamos y que creemos sólido, y lo que es ya una entrada a ese horizonte desconocido, a ese horizonte de lo posible que puede ser lo terrible, pero que también puede ser una puerta abierta a lo maravilloso. Me gusta la imagen de estar con los pies hundiéndose en la arena de la playa. Inmediatamente dejas de tener huella. Pierdes el asidero, por así decirlo, pierdes tu origen, las huellas que dejaste. Es lo contrario de lo que la estructura lógica que vivimos nos está diciendo continuamente: todo deja huella, cualquier experiencia marca la siguiente, cada causa produce su efecto.
Por otro lado, también está el tema de la distancia, con el horizonte. El tema de los planos y la distancia tanto en escena como en la vida. En escena, por ejemplo, he hablado a mi equipo de Roy Anderson, el cineasta, quien decía que el plano general da más datos de una persona que su propio rostro. Y yo lo creo, es uno de mis temas recurrentes. ya que, con la distancia, uno ve mejor. Aunque equívocamente parece que si te acercas ves las cosas con más detalle, y es verdad, pero pierdes la perspectiva del conjunto. Dejas de situar a la persona, el objeto, la escena… en un contexto.
Esa distancia también aparece desde la imaginería de los pintores europeos. La distancia del azul, el azul de la distancia en el que parece que los colores se mezclan. Es muy interesante, porque fue a partir del siglo XV cuando se empezó a pintar la distancia, lo remoto, también como una especie de mirada a lo posible. Antes, siempre se pintaba con un fondo cerrado, protector. Incluso Leonardo decía que, a medida que se pintaba la distancia, se debería pintar todo más azul, cada vez más azul. Se pintaban las figuras azules y los montes azules… El azul llegó hasta las primeras fotografías en el s. XIX: este gusto por la distancia dio lugar a esas fotografías llamadas cianotipos en las que todo era azul. Hubo, de hecho, una moda de hacer postales en las que todo era azul. Tiene que ver con que el diablo, creo que fue en el Renacimiento, se representaba como el pavo real, que es predominantemente azul, un azul vivo, brillante. El pavo real es considerado el ave más bella del paraíso.
Diseño de Baltasar Patiño
Con respecto al público, ¿qué os gustaría que sintiera al salir de la sala?
No me gusta marcar un objetivo concreto. O sea, no me gustaría que se expresara mi juicio de valor sobre las cosas. Me gustaría apuntar una serie de temas y sobre todo unas formas de estar y una forma de comunicar con estos dos cuerpos tan maravillosos de Claudia y Celeste. Me gusta que cada espectador (no me gusta tanto hablar de público como de espectadores) pueda dirigir su mirada hacia donde quiera, con la libertad que nos da el teatro. Esta libertad no la tenemos en el cine, en que la cámara nos dirige la mirada continuamente. Uno de los poderíos del teatro es ese: que cada espectador, según su cultura, su edad y su estado de ánimo, su momento concreto de ese día y a esa hora en esa cita, va a quedarse con unos u otros estímulos. Va a quedarse más con el cuerpo y menos con las luces, o más con los objetos y menos con el cuerpo… Me gusta que los espectáculos no sean de mirada única ni de lectura única. Por otro lado, no añado nada nuevo; Steiner siempre decía que todas las lecturas son malas lecturas, que cada uno está leyendo todo por primera vez y de forma diferente al resto, que es un poco casi una paradoja de la literatura. Cada lector es único, pero además cada lector es único en ese momento determinado, porque uno relee algo que ha leído hace unos años y su lectura es diferente. Eso para mí es maravilloso.
¿Cómo ha sido el proceso de ensayos con las dos actrices?
Hemos tenido un proceso de creación largo, porque primero empecé con Claudia Faci en diciembre de 2018, durante 2019 fuimos avanzando y cuando se unió Celeste fuimos cociendo de alguna manera los temas, las imágenes, las asociaciones. Sin embargo, el proceso de juntarnos ha sido muy breve, en realidad hemos ensayado quince días, pero, claro, veníamos muy cargadas. También me gusta que los procesos sean breves ─en este caso ha sido más breve que en otras ocasiones debido a las circunstancias─ pero muy intenso y, claro, más intenso aún cuando, de repente, en vez de ser nueve intérpretes como en Daimon, eran solo dos. Todo se concentra más y, digámoslo entre comillas, se aprovecha más el tiempo. Hemos avanzado mucho y hemos acabado agotados. Ha sido maravilloso, me gusta muchísimo la química que se establece entre ellas. Es una maravilla verlas en escena, yo creo que las dos están en un momento buenísimo. Me encanta.
De El diablo me gustaría hablar también algo del espacio y de la luz. El espacio contrasta con las propuestas de Matarile, que suelen ser más abstractas. En esta ocasión se ha ido definiendo durante el proceso como un espacio concreto, un espacio que nos ha llevado a la imaginería de Hopper, un espacio interior habitado por estas dos figuras que, según los momentos de la pieza, una u otra es más diabólica. En la plástica nos hemos basado tanto en pintores como en fotógrafos, por ejemplo, en la fotografía de Gregory Crewdson. Hay mucho peso, muchas referencias. Y, en cuanto a las luces, que siempre las firma Baltasar, esta vez ha querido hacerlo con un cómplice, Miguel Muñoz, con quien también colaboramos desde hace años. La propuesta de luz esta vez es muy especial; yo diría, también, muy diabólica.
Foto de Rubén Vilanova
Al igual que con los espectadores, ¿proponéis un proceso de creación similar, en el que lanzáis ideas y dejáis que las actrices, los diseñadores… vayan sumando?
Exactamente, ellos han estado durante este proceso con nosotras. Los quince días han sido de creación entre todos: todos trabajando juntos, todos haciendo que creciera la pieza día a día. Fue muy brutal, muy intenso… Cuando llevábamos diez días presentamos un esbozo que ya tenía color, tenía temperatura, tenía atmósfera…
También ha sido un bonito leitmotiv, que propuso Baltasar desde el collage musical, la figura de Daniel Johnston, un cantautor americano muy extraño que estuvo siempre balanceándose entre la locura y la cordura. No usamos exactamente sus piezas, pero sí hay muchas mezclas donde aparecen sus voces. Estaba muy obsesionado con el diablo. Todo se va mezclando y llega un momento en que te preguntas “¿Por qué Balta habrá propuesto a Daniel Johnston?” Y luego ves la obsesión de Johnston por el diablo, su no estar en ningún lugar, siempre con un pie dentro y otro fuera, como en la playa.
Todo está ahí muy mezclado. Quizás al espectador no le lleguen claramente todas estas cosas, pero no es necesario. Está el poso de esas voces, de esas imágenes, de esas luces, de esos cuerpos solitarios de Proudson, los paisajes interiores de la soledad que pintaba Hopper, los colores…
¿Cómo habéis adaptado los ensayos a estos tiempos Covid?
Hemos tenido suerte porque, igual que en Daimon, colabora con nosotros el Concello de Santiago y nos han dejado un espacio que se llama Casa das asociacións. Este espacio nos ha dado juego porque tiene una cúpula graciosa. Después, claro, hay que ceñirse a los protocolos, pero yo creo que hay que darles la importancia justa, no más. Si no, llegaremos a obsesionarnos, y no queremos. Así que en el espacio de trabajo hemos estado libres, como siempre.
Respecto a este tema, ¿cómo lo veis vosotros en lo que respecta al teatro? ¿Cambiará?
Nosotros retomamos Matarile el 3 de julio, con una función. Estábamos un poco temerosos y a la expectativa, a ver qué pasaba con esa relación nueva que se iba a establecer con unos espectadores que nos ocultaban el rostro. Pero en todas las funciones que hemos tenido hemos notado la presencia del espectador de la misma manera. Y su energía de la misma manera. Es muy curioso. Y ahí se hace patente ese estar del espectador en el teatro. Ese es el tema para mí, es la base del teatro: la relación que se establece con el espectador. Hay un deseo de estar, de tener una cita, de decir “yo tal día a tal hora voy a estar contigo”, y entonces en cada función ocurre un encuentro real con esos espectadores.
Por eso creo que a una de las consecuencias que ha tenido esta situación, la programación online, se le debería llamar de otra manera, porque eso no es teatro. No se produce la base consustancial del teatro, que es ese encuentro. Y los espectadores que ahora vienen, quizás vienen con más ganas que antes porque han tenido que pasar tantos obstáculos y tantas trabas para poder estar tal día a tal hora allí sentados. Esos privilegiados espectadores de aforo reducido. Yo creo que hay una decisión mayor; si antes siempre fue una voluntad, pues ahora es una voluntad redoblada. Y se nota esa decisión de estar.
Respecto al exitazo que habéis tenido en Madrid con Daimon o la jodida lógica…
Fue maravilloso, estas funciones fueron maravillosas, maravillosas. Y el público, la reacción, el eco que tuvo Madrid… Era como una inyección de energía.
¿Crees que puede haber alguna relación precisamente entre esta situación nuestra medio apocalíptica y estar hablando de algo demónico?
Ya lo habíamos pensado. Hemos vivido durante este tiempo lo que se ha vivido, es evidente. Para poner este título de El diablo en la playa, una de las imágenes que tenía en la cabeza eran los militares patrullando las playas, cuando no se permitía el acceso. Me decía: “anda el diablo por ahí”. Esto, unido a que Celeste vive en Las Palmas y va todos los días a la playa en La Isleta, y a que Claudia, en su casa confinada en Madrid, tiene las paredes pintadas de azul. Y de todo eso, ha quedado un poso, algo que está en nuestra piel.
Después de nada menos que treinta obras de Matarile a las espaldas y siendo una de las compañías más importantes de la vanguardia española, ¿cómo se lleva todo esto?
La verdad es que me duele que los comentarios sean estos. ¿Por qué en España tenemos que hacer esta reflexión? “Cuánto habéis resistido…” ¿Es que es un mérito la resistencia? Sí lo es, y eso demuestra que el paisaje, el contexto que tenemos, es inhóspito, es hostil. ¿Es que vamos a asimilarlo de tal manera que siempre estemos alabando el haber resistido? ¿Es que nunca va a cambiar nada en España? No, por Dios. Evidentemente tienes toda la razón, esto es como una carrera de fondo y no cambia el panorama. No nos vemos bien tratados ni bien cuidados, pero es que eso ya lo sabemos de siempre, es un clásico español. España no cuida a sus artistas. Se han ido fuera unos cuantos… No aguantas más, y te vas.
Nosotros siempre hemos abogado por trabajar aquí, más concretamente en Galicia. Nos hemos arrepentido muchas veces, pero, bueno, yo creo que el arrepentimiento no sirve de nada. También por eso abrimos el Teatro Galán o hicimos el Festival en Pé de Pedra. Estábamos convencidos ─y además lo pudimos comprobar─ que hay un público potencial, que no es que nosotros seamos tan raros. No existe esto de la de la vanguardia, la vanguardia pasó hace mucho tiempo. Lo que sucede es que las programaciones siguen siendo las mismas y entonces, a algo que se sale de la estructura convencional, se le pone todo tipo de adjetivos… A lo largo de estos treinta años, muchos adjetivos. Pero yo considero que hacemos teatro, simplemente. Lo que pasa es que no es un teatro convencional basado en un texto literario.
¿Qué opinas del tema de ser directora? ¿Crees que lo has tenido más difícil?
Yo he tenido la suerte de que la compañía la creamos Baltasar y yo. Y Baltasar es como yo en Matarile, le ha dado, igual que yo, un sello a todas las piezas. No serían lo mismo sin la luz y los espacios de Baltasar. Yo he ido más por la interpretación, por la dirección, pero somos un equipo. Y hemos tenido la suerte ─buscada, y por eso también las dificultades─ de hacer el teatro que estábamos convencidos de hacer. Nunca me he visto en la tesitura de hacer otro tipo de teatro, o no lo he aceptado cuando me lo han propuesto. Y en ese sentido he sido libre, libre con todas las comillas que puedes ponerle debido a que el contexto que tenemos no cuida este tipo de teatro.
Nuestra pelea ha sido la búsqueda de un lugar que no tenemos. Me parece muy bien que existan propuestas teatrales más convencionales, por supuesto el teatro comercial, los centros institucionales de teatro público… No voy en contra de eso, simplemente nuestra lucha ha sido buscar y pelear por la necesidad de que se generen espacios para la creación ─llamémosle contemporánea, llamémosle artes vivas… nos han llamado teatro posdramático… pues lo que sea que llamemos a esto. A mí me preocupa ahora, como me preocupó en su momento hace treinta años, que las nuevas compañías, los nuevos grupos, los nuevos creadores… ¿tienen posibilidades de mostrar lo que hacen? ¿Tienen posibilidades de crearlo? No hemos evolucionado mucho en ese sentido. Nada.
Yo animo al creador ─sabiendo que el teatro es muy duro en España, es muy duro en general─ a mirar cuáles son los contextos de otros lugares más amables. No nos desanimemos por el paisaje. En Daimon decimos “el paisaje no es que sea hostil, es que es indiferente”. Es indiferente. Queda fuera, y eso es lo que hay que hacer: dejar el paisaje indiferente fuera, el paisaje hostil fuera, y tirarse a la piscina a tope. Para mí no hay otra manera de hacerlo.
Estreno en Orense, futuras funciones en diciembre en Vigo, también en febrero… Eso quiere decir que podremos veros, y nos alegramos mucho de tener esas oportunidades.
Claro, y nosotros también. Para mí el teatro es la vida. Está por encima de todo. Es la vida y es lo que tiene sentido en ella.
Srta. Clo
Diseño de Baltasar Patiño
El diablo en la playa de Matarile Teatro
del 2 al 12 de diciembre de 2021 en el Teatro de la Abadía de Madrid