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Mientras tantoEl diablo transformista

El diablo transformista


No conviene tomarse en serio las cosas hechas para epatar. Una grand opera en cinco actos (la grandeur, ya sabe usted) sobre un texto de Goethe. ¡Nada menos que el Fausto! Al pobre Gounod, también hay que decirlo, ya le dieron hasta en el carné de identidad. Los teatros alemanes, por ejemplo, se negaron a estrenar Fausto con su propio nombre, y la llamaron Margarete.

Debe ser un quebradero de cabeza poner en pie esta ópera. Por lo pompier, por la dramaturgia torpona y la germanofilia mal llevada. La historia, ya se sabe: un anciano Fausto, arrepentido de no haberse dado a las pasiones todo lo que le hubiese gustado, recibe la visita de Mefistófeles, que, por el precio acostumbrado, lo convierte en un mozalbete. Luego seduce, con la inestimable ayuda del demonio, a la gentil Margarita. Cuando su hermano vuelve del frente y descubre que tiene un amante se lía la de Dios es Cristo. El pueblo la repudia, ella pierde el juicio, mata al hijo que le había hecho Fausto y la condenan a muerte. Aquí Fausto intenta sacarla de la cárcel, pero ella se da cuenta de que muriendo salvará su alma, mientras que si sobrevive la condenará. Suenan coros angélicos y cae el telón.

Por suerte, Àllex Ollé ha apostado para el Faust (ahora, por lo visto, los títulos no se traducen) con el que el Teatro Real abre su temporada, por mostrar lo impostado de toda esta trama. Mujeres recauchutadas, señoronas tetudas, soldados como de videojuego y un diablo transformista que, en cada aparición tiene un look distinto. Vale que el montaje tiene algunos problemas (por ejemplo, la ópera comienza mostrando el «Proyecto Homunculus», en el que se supone que trabaja Fausto –una cosa súper tecnológica–, del que no volvemos a saber nada), pero una versión mínimamente literal del libreto corre el riesgo de convertirse en un ladrillo intragable. Y este montaje tiene momentos de enorme poderío estético, como en el que Mefistófeles aparece desde detrás del crucifijo al que reza Margarita. Me gustaría detenerme en un par de ideas que me parecen interesantes.

La primera: el mal siempre es apariencia de bien. Esta es una idea muy poco original, pero está muy afinada. Las tentaciones siempre operan con esta lógica: si tienes hambre, di a estas piedras que se conviertan en pan. Si crees que la vida no te ha dado lo suficiente, ¡pide un bonus! Hay quien se divorcia, se echa una novia veinte años más joven y se compra un cochazo; y hay quien pacta con el diablo. En ambos casos, el pensamiento del sujeto en cuestión es justo el mismo: ¿qué tiene de malo? Por eso Fausto actúa como lo hace: ¿no debería tener a Margarita? ¿Por qué no puedo disfrutar de una juventud después de haber dedicado toda mi vida a la noble empresa del conocimiento? Ay, Fausto, tan listo para unas cosas y tan tonto para otras.

La segunda: «el mal es movimiento», decía Valentina Carrasco en la rueda de prensa. Esto lo clava el montaje: qué frenesí, qué de cosas subiendo y bajando, cuánto letrero (la estética de la Fura ya la conocemos, como conocemos a sus partidarios y a sus detractores). Es un hallazgo esta idea un Mefistófeles que va pasando por el vestidor (iba a llamarlo diablo-Mortadelo pero, aunque es gracioso, es injusto), porque el diablo –a esto han dedicado sesudas reflexiones los teólogos– es sobre todo voluntad, y la voluntad es acción. (El mal, así, a secas, puede ser pasividad, pero esto es un berenjenal que dejamos para otra ocasión).

El primer elenco de estas funciones del Real está encabezado por Piotr Beczala, que hace un Fausto más bien monótono, sin grandes errores, pero sin tampoco grandes aciertos. Le falta, digamos, fogosidad. Luca Pisaroni demuestra una versatilidad escénica asombrosa y una competencia vocal admirable. Su Mefistófeles no muestra la autoridad y contundencia a la que estamos acostumbrados, pero creo que eso, en este montaje, sería contraproducente. Marina Rebeka hace de Margarita (con el pelo y las manos azules, que por lo visto es por lo de ser lavandera) con un despliegue vocal asombroso, aunque a veces apabullante. Finalmente, Stéphane Degout, en el rol del soldado Valentín, merece nuestro elogio. En el foso Dan Ettinger lleva la batuta con excelencia. Esas melodías que hicieron famosa a esta ópera relumbran tal y como deben.

Para terminar, aquí el aria de las joyas, la preferida de la santa patrona de este blog, Bianca Castafiore, el ruiseñor de Milán.

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