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El diablo. Visita al campo de exterminio nazi de Treblinka

 

Varsovia, 20 de agosto del 2013, 19.30 horas

 

Inaccesibles, aburridos y hastiados. Los polacos no quieren ni oír hablar de Treblinka, el campo de exterminio nazi en el que se liquidó a más de setecientas mil personas, en su mayoría judíos, entre julio de 1942 y octubre de 1943, durante la Segunda Guerra Mundial y en el marco de la Solución Final acordada en la Conferencia de Wannsee (20 de enero de 1942). No quieren ni oír hablar del Holocausto (los negacionistas dan la vuelta al vocablo y utilizan el de holocuento).  

 

Treblinka se encuentra a unos noventa kilómetros de Varsovia.

 

Conversación en la Estación Central de Varsovia (en polaco: Warszawa Centralna), en la calle Jerozolimskie con Chalubinskiego, a un lado del Palacio de Cultura y Ciencia, mastodóntica torre de la época soviética, construido con el estilo del realismo socialista (llamado inicialmente Palacio de Stalin):

 

—¿Para ir a Treblinka?

 

Respuesta de la taquillera de la estación central de ferrocarril. Enmudece, casi indiferente, amoscada:

 

—No sé, es una ciudad pequeña. No tiene tren.

—Y ¿cómo se puede ir?

—No lo sé, no sé. –Y levanta los brazos, como escurriendo el bulto. “A mí qué me dice”, pensaría.

—¿En bus, quizá?

—No lo sé.

—¿Dónde está la estación de autobuses?

—Pregunta por ahí.

 

La conversación, en un inglés patético, pobre, de estar por casa.

 

En la parada de taxis, la misma actitud, el mismo recelo, la misma aspereza.

 

En la estación de autobuses, en la explanada del Palacio de Cultura y Ciencia:

 

Respuesta de uno de los conductores de autobús: encogerse de hombros.

 

Respuesta de otro de los conductores de autobús: “No sé dónde está Treblinka”.

 

Parece ser que se ha mentado al diablo.

 

De pie frente a la máquina expendedora de billetes, en la cual no aparece el pueblo de Treblinka, un joven, trabajador del sector audiovisual, con una camiseta heavy y cargado con una bolsa deportiva, se dispone a ayudar. Durante veinte minutos, removerá cielo y tierra, sin resultado. “¿Por qué no queréis ir mejor al Museo del Alzamiento [levantamiento de Varsovia, en 1944]?”, se escuda, con sorna, debido a las dificultades que él mismo encuentra para dar con una forma fácil de visitar la localidad. El joven, que ya se lo ha tomado como algo personal, trastea con su iphone y busca en mil y una direcciones en Google, forzando la vista y volviendo al inicio tras una nueva desilusión. Se esfuerza en pensar, se estruja el cerebro, pero es inútil. Por más que prueba con las direcciones de internet clásicas (red de la Autoridad Municipal de Transporte), la frustración degenera en impaciencia. El chico, que se lamenta por los inconvenientes y las trabas, pregunta por su cuenta en información de la estación de trenes. En vano. Nadie sabe cómo ir a uno de los lugares polacos más sagrados para Israel, que cada año, en los meses estivales, envía a grupos escolares con sus profesores de Historia para que se empapen del drama que afectó a la Humanidad; los chicos, con la kipá y con banderas de blancas y azules, con la Estrella de David, se divierten más con sus compañeros que con los diversos monolitos de granito en memoria de los muertos.

 

“Uno de los taxistas me ha dicho que cree que hay un autobús de línea que pasa por las inmediaciones de Treblinka, pero no lo puede asegurar”, informa el joven que se ha apiadado de ti.

 

Derrotado, derrengado, hambriento (engulles las galletas Amerykanki, con tropezones de chocolate), pateas la ciudad en dirección al Hostal Apiano, localizado en la calle Juan Pablo II –en la que también se encuentra la cárcel de Pawiak, de la Gestapo–, en el territorio que ocupaba el gueto judío de Varsovia, el más grande de Europa. Pero acabas entrando en el hotel de lujo Westin, previa consulta con el portero de la entrada vestido con chaqué, que te confunde con uno de los clientes habituales. En recepción, y con extrema cortesía, un chico de no más de 25 años te da unos datos valiosísimos, pegado a la pantalla del ordenador: “Tiene que ir a la ciudad de Malkinia, y allí buscar un medio que le lleve a Treblinka. ¿Alguna cosa más en la que le pueda ser de utilidad?”.

 

A las once de la mañana del día siguiente compras un billete con destino a la población de Malkinia. A las 11.07 horas, subes al PKP Intercity, en el vagón 19, de segunda clase (asiento 78). Te cuesta 52 zlotys (cuatro zlotys, un euro). Los compartimentos recuerdan los ferrocarriles que partían en trocitos el Imperio Austrohúngaro.

 

Después de hora y media, tiempo en el que has recorrido 95 kilómetros desde Varsovia, llegas a Malkinia, donde el tren para un minuto.

 

Malkinia Górna tiene poco menos de seis mil habitantes. Al bajar del vagón, lo primero que se ve es un bar, especie de tenderete en el que se preparan unas hamburguesas caseras a muy buen precio. Forma parte del mapa de shtetls (villorrios con gran población de judíos) reconstruido por el Museo de la Historia de los Judíos Polacos.

 

Cerca del puesto de comestibles, un señor que se mira las uñas y que parlotea con dos albañiles que cavan una zanja se te acerca para ofrecer su taxi. Regateas. Está dispuesto a llevarte al campo de exterminio de Treblinka (Museum of Fighting and Martyrdom), a una decena de kilómetros, en alguna dirección que desconoces. De los 40 zlotys iniciales que pide, se conforma con 35 zlotys (menos de diez euros). Y tampoco muestra mucho interés, por lo que aún se podría negociar la cifra.

 

El campo se encuentra cerca del pueblo de Treblinka, aldea de granjas desperdigadas en las que se trabaja la tierra.  

 

Llegas a Treblinka.

 

Una instalación recrea las traviesas de las vías de tren.

 

Hasta allí viajó el diablo.

 

 

 

 

Jesús Martínez es periodista. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Mitigando el efecto de los terremotos en las construcciones‘West Side Story’ suena con fuerza en el cuartel de El BruchCenizas gitanas en HungríaCorazón de hierro

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