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El dilema de los dos prisioneros

 

Escuché que alguien me llamaba. Su voz resonaba entre las celdas:

 

—Colombo, ¿ya decidió?

 

Tras dos noches de pensar qué resolvería, me creía libre de preocupaciones para responderle que sí hasta que agregó:

 

—Su amigo ya lo hizo.

 

Entonces las mil especulaciones que había escondido con tanto esmero en algún lugar de mi mente afloraron de nuevo.

 

 

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El miércoles, la orden de allanamiento dio parte de los resultados esperados: dos detenidos, presuntamente los autores intelectuales, y un grupo de chinos y coreanos indocumentados que estaban por ser entregados para trabajo esclavo en dos fábricas textiles de la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, las pruebas para acusarlos fueron insuficientes. El fiscal a cargo de la investigación, para conseguir un testimonio contundente y llegar al fondo del asunto, se propuso pactar con los detenidos.

 

Primero se reunió a solas con el señor Bermúdez. Le dijo que si él confesaba y su socio no, se libraría de los 10 años de cárcel que iban a corresponderle al otro; si él callaba lo que sabía y Colombo, su amigo, hablaba, automáticamente sería acreedor de los 10 años de encierro mientras que aquél salía en libertad; si ambos confesaban, les corresponderían 5 años; si ninguno decía nada, los tendría privados de su libertad durante toda la investigación, que pensaba extender a un año, pero luego tendría que liberarlos por falta de pruebas. Le dio tiempo hasta el viernes por la mañana. Lo mismo le planteó al señor Colombo. Así, sin demasiadas explicaciones, fueron llevados a  una comisaría. 

 

 

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¿Quién me habrá traicionado? No puede ser todo esto”, pensaba Bermúdez mientras pateaba la pared. “Siempre hice bien las cosas para que nadie sospeche…” 

 

Bermúdez, de 31 años, rulos oscuros y voz grave, tenía dos noches para resolver cómo salir de allí, pero lo que más le preocupaba era ver a su señora, que ya estaba de ocho meses. “Yo confieso y le echo toda la culpa al rubio y que se arregle con sus abogados”, fue lo primero que decidió el prisionero número 2.

 

 

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De camisa y corbata, el hijo menor de una familia de empresarios y artistas no paraba de caminar en la celda. “Si tu padre y tus amigos se enteran… Nadie se tiene que enterar de que estuviste en este sitio”, decía el prisionero Colombo para sus adentros. “¿Quién lo diría? Vos, en una pocilga como ésta. Además, ¿a quién se le ocurrió diseñar un lugar así? Tiene una iluminación pésima, le falta estilo a todo y apenas podés respirar. ¡Tampoco hay aire acondicionado! Definitivamente, esto no es para vos”.

 

Maldecía a su socio, porque seguro que había dado un paso en falso y lo acusaría a él de todo, despegándose del asunto. “Pero no, ustedes están juntos en esto, y los dos tienen mucho que perder si se quedan encerrados y mucho más todavía para ganar, cuando salgan”, razonó después. Y se concentró en pensar cuál era la respuesta que lo beneficiaría más.

 

“A Bermúdez no le conviene quedarse acá, ya que debe tener antecedentes penales y no va a poder pagar para que lo saquen: entones lo más probable es que te acuse de todo y él termine saliendo libre. Por eso, a vos también te conviene confesar y salir de acá. Aunque sin él… el negocio tampoco funcionaría…”

 

 

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En octubre, la ciudad cordobesa de Villa General Belgrano se convierte en la bulliciosa sede de la Fiesta Nacional de la Cerveza, el Oktoberfest alemán pero en versión argentina. Una de esas noches, tres años atrás, se conocieron Bermúdez y Colombo. Después de compartir esas charlas que comienzan de pie y tienden a terminar en el suelo, Colombo llevó a su nuevo amigo hasta la cabaña que el otro alquilaba, ya que Bermúdez le había perdido el rastro a sus compañeros de viaje y no tenía en qué ni con quién regresar. Quedaron en volver a verse al día siguiente, y así fue.

 

Entre tragos y cigarrillos, se asomó una dosis de confianza, una amistad que continuó estando sobrios, tiempo más tarde, cuando Colombo necesitó a alguien que lo ayudara en un negocio que había ingeniado a espaldas de su padre.

 

—Vos seguí mis indicaciones, Bermúdez —le había asegurado en esa ocasión—. Es buena guita para tu familia. Pensá en las deudas que tenés.

 

 

*          *          *

 

 

El prisionero Bermúdez durmió, poco pero durmió. Amaneció con la preocupación de que Colombo pudiera querer deshacerse de él por medio de una confesión en su contra. ¿Acaso no estaban juntos realmente, pese a los riesgos?

 

“El tenista tiene más contactos, influencias y dinero, así que si lo traiciono es probable que después quiera vengarse y me persiga hasta encontrarme. O que le haga algo a mi familia. Y eso le preocupaba todavía más”. Pero si en verdad estaban juntos, ¿no era lo mejor callarse, para que los abogados de Colombo pudieran sacarlos a ambos, antes de cumplir el año que duraría la investigación?

 

 

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Colombo, el prisionero número 1, casi no pudo dormir. Esperó lo más que pudo antes de recostarse sobre el colchón sucio que le parecía ser indigno de él. Lloró cuando se despertó: “¿cómo pude terminar así?”, se preguntó una vez más.

 

“¿Y si Bermúdez, a pesar de todo, se queda en silencio?”, pensaba antes del mediodía. Tenía ganas de bañarse, sentía hambre y quería escuchar buena música. “A los dos les conviene no hablar, ¿pero qué seguridad te da creer que se va a quedar callado? Es sólo tu imaginación…” —se decía—. “Ese tipo de suposiciones no te lleva a ninguna parte. Ese día que lo conociste ya te parecía que no era una persona de fiar, pero de todas maneras te convenció por su manera de hablar”.

 

Por la tarde, con la autoestima en alza, creyó conveniente jugar su propio juego, independientemente de lo que hiciera su socio. Se puso de pie y dijo: “el que no arriesga no gana. Por primera vez en la vida te vas a arriesgar, porque ya te cansaste de que vivan diciéndote lo que tenés que hacer”.

 

 

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“Sí, después de todo lo que dije a mi hermano, no puedo volver a la mueblería”, pensaba Bermúdez, el jueves. “Colombo se va a quedar en silencio, así sus abogados nos sacan pronto de acá y continuamos con ese negocio y también con los otros…” La idea de un pacto de silencio cobraba más fuerza en su mente. “En unos días estoy de vuelta, mi negrita. Tengo muchas ganas de verte; tranquila, que ya falta poco y todo va a salir bien”. Esa fue la estrategia que mantuvo hasta que lo llamaron para saber qué había resuelto.

 

 

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—Su amigo ya lo hizo —dijo la voz que me llamó.

 

“Conque Bermúdez ya se decidió, ¿eh?”, pensó el prisionero Colombo, recuperando el ánimo. “Yo también. Voy a confesar todo lo que sé”. 

 

Esa fue la última vez que el prisionero número 1 estuvo detenido en una celda. Al mediodía llegó a su casa y se las ingenió para convencerlos de que a veces pasaban cosas insospechadas en la gran ciudad. Lo que quedaba del viernes se lo tomó para descansar y sobreponerse a tanto estrés.

 

El sábado, jugando al tenis contra Santana, uno de sus mejores amigos, obtuvo un triunfo rotundo que hizo que ese fin de semana fuera definitivamente inolvidable. Además, por la noche fueron a cenar a un restaurant y Colombo, mientras todos brindaban por la vida exitosa que llevaban, se acordó por un momento de Bermúdez y pensó en lo que estaría haciendo en ese mismo instante.

 

—Propongo un brindis por los amigos que se sacrifican por los demás —dijo.

 

Algunos escucharon con sorpresa el planteo, pero de todas maneras lo aceptaron; después de todo, no era más que un brindis, que no los comprometía a ser consecuentes con lo que decían.

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