Todos sabemos que el dinero tiene un papel central en nuestras economías y en nuestras sociedades; intuitivamente, le atribuimos una idiosincrasia mezquina, tal vez amoral. Lo que no todos imaginamos es que esa centralidad del dinero es tan nueva en la historia como lo es el capitalismo, con sus dos siglos de historia. Porque antes, muchísimo antes, ya existía la moneda, el dinero como forma de facilitar los intercambios, pero la gran novedad que trajo el capitalismo fue la normalización de la tasa de interés, el hecho de que el dinero hace dinero, y así, el dinero se transforma en capital; en una mercancía que, si se acumula, produce ganancia. Fue con la consolidación del capitalismo en los siglos XVII y XVIII cuando, en Inglaterra, comenzó a darse un cambio fundamental en las subjetividades y las normas sociales que acabó con la aprobación social del cobro de interés. Y a día de hoy es sobre las tasas de interés que se configura nuestro sistema monetario globalizado, ese que, bajo la apariencia de complejidad técnica, se apoya en premisas muy sencillas.
La primera es que el dinero es fiduciario, es decir, que se basa en la confianza. En nada más que la confianza. El dinero no es una cosa: es la creencia en una cosa. Desde el fin del patrón oro en los años 70, nada hay que respalde el valor de un billete, o de un depósito bancario electrónico, que no sea la confianza del resto de la sociedad en que esa moneda tiene valor. Por eso decía Lietaer1 que el dinero no sólo es el sistema nervioso central del capitalismo; es también el talón de Aquiles del sistema. De ahí el esfuerzo por hacer del dinero algo incomprensible: “Más que cualquier otro campo de la economía, el estudio del dinero utiliza la complejidad para encubrir la verdad o evadirla, pero nunca para revelarla” (Lietaer, 2005, p. 100).
Esa opacidad que rodea al dinero se explica porque esa magia sostiene una estructura de poder que ha convertido a las entidades financieras -y, en última instancia, a las personas que hay tras ellas- en los dueños del mundo. Pocas personas saben cómo se crea el dinero; aunque es el Estado el que acuña monedas y billetes, son los bancos los que crean el dinero de la nada -¡de la nada absoluta!- cuando un particular pide un préstamo. Por eso se dice que el dinero es deuda: cuando alguien pide una hipoteca por 200.000 euros, el banco crea mágicamente 200.000 euros, que esa persona deberá pagar con el fruto de su trabajo, más los intereses. Durante décadas, con el fruto de su trabajo, el trabajador le estará pagando al banco un dinero que ese banco nunca tuvo, que creó de la nada, y que además prestará varias veces en virtud del llamado sistema fraccionario. En Europa, una entidad bancaria sólo debe retener en depósitos el 1% del total del dinero con el que especula.
Desde su creación en el siglo XIII, los bancos descubrieron el “secreto de los alquimistas”: de la nada creaban oro, pues fueron capaces de persuadir a la gente de aceptar como medio de pago la promesa de un pago futuro, un pagaré, que después evolucionó hacia los modernos billetes, monedas, y después, dinero electrónico. El cobro de intereses, que durante siglos había sido denostado y castigado en diferentes civilizaciones, se generaliza y trae profundos impactos sobre las sociedades capitalistas: fomenta la competencia y la necesidad de un crecimiento constante e infinito. Además, el funcionamiento del sistema monetario hace que las inversiones cortoplacistas resulten más rentables, lo que desincentiva invertir, por ejemplo, en tecnologías más amables con el medio ambiente; más aún: fomenta sustituir la inversión productiva por la pura especulación financiera. El sistema monetario se nos suele presentar como algo dado, neutral, al margen del mundo real; pero tiene consecuencias directas tan desastrosas como la destrucción ambiental y la desigualdad social.
El dinero es, para Marx, la mercancía equivalente específica, esto es, la medida del valor del tiempo de trabajo que contiene una mercancía. Fue necesario el dinero y la objetivación del tiempo para colocar las bases del trabajo asalariado, que nació con el capitalismo, y en esa abstracción, que reduce lo cualitativo a lo cuantitativo, se fundamenta la fetichización de la mercancía: el proceso por el cual las relaciones sociales entre las personas -relaciones de producción y consumo- se transmutan en relaciones materiales entre cosas, porque el trabajador resulta enajenado del producto de su trabajo. Y es de este modo que, como dijo Habermas, el dinero pasa a ser “el medio a través del cual el sistema económico coloniza el mundo de la vida social rutinaria”.
La situación adquiere tintes dramáticos a partir de la desregulación del sector en los años del neoliberalismo. Se les da absoluta libertad a las entidades financieras para que conviertan el sistema monetario en un casino global. Como señala Lietaer, el dinero especulativo (hot money) se está convirtiendo en una especie de gobierno mundial fantasma. El 98% de las inversiones son meramente especulativas. La globalización de los mercados financieros implica que cualquier persona, aunque lo ignore, forme parte del juego monetario mundial y esté sujeta a las consecuencias de su fragilidad. Las comunidades del África subsahariana ven cómo aumentan los precios de los alimentos porque los bancos decidieron que era rentable especular con los precios del trigo, el arroz o el maíz. Son urgentes medidas como limitar el tamaño de los bancos -esos que son “too big to fail”- y limitar la especulación, comenzando por bienes básicos como los alimentos y la vivienda, para terminar por erradicarla y volver a la consideración del cobro de interés como comportamiento inmoral, indebido e ilegal.
Si el dinero es un acuerdo social, entonces basta que una comunidad acepte un papelito para que éste adquiera valor. Es lo que hacen las monedas sociales, que no dejan de crecer en España. Su potencial emancipador es enorme, pues subrayan esa mística que rodea al dinero: muestran que los pumas, ekhis o soles pueden ser tan funcionales como los euros. Con una diferencia clave: las monedas sociales ayudan a recolocar los intercambios en las relaciones sociales de proximidad; nos ayudan así a acabar con el mayor de los fetiches del capitalismo, el del dinero, que homogeniza mercancías, que sustituye cualidades por cantidades, y que va calando en las subjetividades hasta imponer la lógica de la mercancía a las personas y a las relaciones afectivas.
Si quieres saber más:
Documental Dinero es deuda.
1Lietaer, B. (2005) El futuro del dinero, Buenos Aires, Lonseller.