El viejo John Donne, Soneto IV,
y Pablo en la Primera Carta a los Corintios.
Se burlan de la Muerte. ¿Adónde
estaría su victoria? Dicen. Y, por cierto,
que, cuando la Muerte mate a toda vida,
quedará sin oficio, y siendo Muerte muerta.
Más ella ostenta un título: el Señor del Mundo
murió, fue sepultado; y resucitó más tarde,
pero tres días fue suyo. Pudrición, no sueño.
Así argumenta retadora. Donne y Pablo
están muertos, y esos tres días
son tiniebla y escándalo. ¿Ella gana?[1]
Y en la respuesta a esta pregunta que se hace de muchas maneras el escritor Jiménez Lozano, se halla el rostro de ese Dios barroco y Císter, de ese silencio, pero también del cosero lleno de cosas que se acerca más al barroco sevillano que al Port Royal raído con el que a veces D. José busca si ella gana o por el contrario el mundo le ha sido arrebatado.
La cuestión que acabamos de esbozar también le atañe a su primer protagonista, el Cardenal Noilles de Historia de un otoño[2] cuando exclama “yo veo la vida y la vida es buena. Dios pareció sorprendido, según nos dice el Génesis, de esa vida que había salido de sus manos. Este vino es bueno, me gusta la buena mesa y me encantan los vestidos delicados, los buenos libros, los bellos cuadros. No soy un asceta. Al menos de los que tratan de engañarse, diciendo que todo esto es vano. No, no es vano ¡Cómo alegra al corazón del hombre! […]. Y sigue sorprendiéndome la muerte. Es algo a lo que no puedo acostumbrarme ¿Por qué tenemos que morir? […]Y ¿por qué esta vida, tan bella y buena como es, no podría ser eterna? ¿Por qué mueren los animales? Cuando era obispo de Châlons, escuchaba estas cosas a las mismas gentes del pueblo. Estaban llenos de miseria y querían vivir. […] El hombre no desea el cielo, señor Nuncio. Simplemente, a su esperanza, a su idealismo sobre lo que debería ser esta vida y su eterna duración lo llama cielo”.
Y en este momento nació el Jiménez Lozano escritor de ficción, pero el humus que se despliega en su primera novela ya lo ha dejado ver en sus ensayos y artículos periodísticos[3], quizá porque esta misma reflexión de su Cardenal, de alguna manera, eran las palabras que escuchó a su madre la noche en que iba a morir y pedía que abrieran las ventanas para seguir gozando de este mundo antes de abandonarlo[4].
El cristianismo de José Jiménez Lozano
“El cristianismo no es una religión por dos motivos, porque es Dios quien viene y porque la Revelación se da a ras de lo humano”[5]. Son palabras de José Jiménez Lozano en su primer diario, Los tres cuadernos rojos, escrito allá por el año 1985, que como indica Francisco Javier Higuero es imprescindible para analizar e interpretar cualquier aspecto de la obra literaria del abulense. En el mismo diario, unas páginas más adelante, exclama[6] que el Nacimiento de Cristo tira por tierra toda la religión natural anterior, la idea sobrenatural de la vida, y pasa a ser un acontecimiento humano e histórico.
Esta idea vuelve a expresarla en una conversación privada hace algunos años[7]. El cristianismo no puede ser la respuesta a un miedo, a un temor ante la muerte, sino que simplemente es la afirmación de un acontecimiento, que ocurrió y al que nos adherimos. Eso lo diferencia de cualquier religión, de cualquier intento del hombre de acercarse al Otro, al Absoluto. Por eso, tanto el poema de Elogios y celebraciones del inicio como su primer protagonista, no miden la divinidad con el fracaso, lo miden con la vida, ese Dios de nuestros padres debe estar a la altura de la existencia buena que aferramos.
En otro de sus diarios, El segundo abecedario, afirma que el polo opuesto del cristianismo no es el ateísmo sino la religión de la inmanencia. Nadie ha luchado contra las religiones como la Biblia. Desde la primera página nos dice que en este mundo no hay nada sagrado. Algo que vuelve a reiterar en su ensayo Me aterra lo sagrado diciendo que precisamente esta palabra le suena como algo “extraño, numénico, terrible, oscuro, amenazante; como un muerto que regresara de su tumba a hablarle, o un demonio incluso”. Para el autor, lo sagrado ha sido liquidado definitivamente por “la desacralización del mundo y la destrucción de los ídolos” manifestado en la Biblia hebrea, y rematado en el Nuevo Testamento.
La relación humana con la divinidad queda establecida, tras ese giro bíblico, en un doble plano. Por un lado, se muestra la absoluta otredad de Dios, que no tiene analogía alguna con lo creado […] por otro lado está la absoluta y profana cercanía de Dios al Hombre. Va con éste y sus ganados, se preocupa de sus mujeres, concubinas, e hijos y esclavos, o del agua y los pastos, se presenta como amante y seductor incluso, y luego como Padre; pero lo sagrado queda evacuado de estos dos planos.
La literatura que nace de esta mirada
Estas afirmaciones nos permiten asomarnos al humus desde el que escribe Jiménez Lozano: la fe no es creer en lo que no se ve, sino mirar la existencia desde lo que ya ha sido, se ha visto y nos ha ocurrido. En una carta a su maestro Américo Castro afirma: “También creo que somos conscientes de que en nuestro mundo hay una cierta levadura que tiende hacia algo. Quizás termine todo en la nada, porque a veces también parece que se oye como el silencio atroz de esa nada, pero con frecuencia parece que se nos revela algún sentido. Por lo menos hay verdades verificables y experimentables y el camino de la justicia está claro que es seguirlas y proclamarlas. Por un camino o por otro desde unas raíces u otras los hombres podemos encontrarnos aquí”.[8]
Su literatura no es más, ni menos, que pasar por una tela de cañamazo aquello que ve, en su afueras y, sobretodo, en sus adentros. Y esta tela cuenta con la certeza del acontecimiento cristiano. No es literatura de tema religioso. Ni tampoco pretende hacerse vocero de una doctrina o de una moral. El Dios que piensa y que comunica Jiménez Lozano en sus escritos es Aquel que surge tras el contacto con la vida, en la contemplación de lo que está a ras de lo humano, en la pregunta que zarandea la inteligencia del hombre y le pone en pie. Y no censura que la interpretación de los signos del algo más que parece surgir de la vida, tiene como clave de interpretación su educación cristiana. Pero ésta, insisto, para él no es la legalización de la vida en ritos que encasillen las interpelaciones y los miedos, y que los expliquen, sino por el contrario, es la única posibilidad de que haya una respuesta a la pregunta: “¿Quién nos moverá la piedra?”[9] o lo que es lo mismo, si ella, la muerte, gana.
Sin embargo, la respuesta no es inmediata, ni siquiera es, en muchos casos. Porque el Dios de Jiménez Lozano es el Adonai que se esconde, que de tan claro y ardiente, a veces, atemoriza. El Dios de este escritor es el Dios de la Antigua y de la Nueva Alianza. Y con esa tradición judaica y cristiana se deja ver por sus textos.
Con la Biblia nos hemos topado
Nos apunta Karmen Ochando[10] que fue la asignatura de Historia sagrada en el colegio la iniciación del autor al mundo bíblico, quien dirá que es el libro que más le ha atraído. En el Antiguo Testamento halla el principio de la narración, donde no importa tanto la explicación científica del mundo sino la Justicia, rasgo que teje toda la intención de su obra. Pero no se trata de que Jiménez Lozano haya buscado inspiración en la Biblia, sino al contrario, es esta, dice, la que se impone y ofrece una visión radical del mundo, del hombre y del devenir de la historia, hasta llegar a enfrentar a sus lectores, porque como expresará su amiga Flannery “nuestra respuesta ante la vida será distinta si nos han enseñado sólo una definición de la fe o hemos temblado con Abraham mientras suspendía el cuchillo sobre Isaac”.[11]
“La narración es un invento judaico –afirma el autor en La biblia y el invento del narrar [12]–. En la Biblia hay historias, no abstractos filosóficos ni mitos, el interés bíblico […] está en la experiencia existencial de la realidad”. Y así es como narra don José. El Dios que comunica en sus relatos es el retazo que aparece en el acontecimiento, tan estudiado por la profesora Arbona[13]. Muestra estos como si estuvieran iluminados con la luz de una candela, que deja ver sólo lo necesario, lo fundamental para construir la vida, pero se ahorra todo tipo de mobiliario que tenga que ver más con la orfebrería de la literatura, porque él mismo recuerda que “cuando nos ha ocurrido algo serio y fundante, el mobiliario sobra, aunque sea un imperio entero”[14].
De esta manera se asemeja a la forma de los midrash, narraciones judías que el autor admira y sigue, y que pretenden saciar la curiosidad de aquel que acercándose a la Toráh se queda con hambre de saber. De saber más, de saber qué ocurrió con aquellos que son citados en la Biblia como acento de la historia, de la historia con mayúsculas. Como alientos del Creador, que muestran su Misterio, la mayoría de las veces en la ausencia de la palabra. Y entonces es cuando la curiosidad humana acude a la literatura para buscar en la Historia qué pasó. Qué pasó con Ruth la espigadora o con Pedro, esa noche en la que mintió, y lloró.
Primera parada: poner voz a los que no la tuvieron
La literatura es un “medio de conocimiento de lo real y del hombre en su dimensión existencial y no en su mera res extensa –nos aclarará el autor–, y también para resarcir en justicia a quien la historia de los hombres hirió o hizo desaparecer, contando el relato de su injusticia”[15].
Así, alumbrando lo que para el mundo no fue ni es, el autor entiende que se adelanta esa justicia que sólo podrá venir de lo Alto. Y de esta manera, vuelve a comunicar a Dios. Comunicando a los incontables, comunica a Aquel que los podrá contar y que los salvará del olvido. Su buen amigo Enrique Andrés Ruiz lo afirma con más belleza:
“Esto es lo que esperamos –dice–: que Alguien, en alguna oficina misteriosa, en el Liber Scriptus del poema de Jiménez Lozano, lleve esa cuenta de salvación de todo, absolutamente todo lo humano, hasta lo descuajado, el malogro, lo perdido, y todo con su nombre, claro, para hacer remoción algún día del modo en que han ido las cosas en esta primera ronda. Y que ese Alguien nos despierte por ese nombre, ese día”[16].
Un anhelo que también veía don José que le pasaba a santa Teresa de Lisieux, que siendo niña se llenaba de tristeza porque los botes de mermelada que llevaba al campo en preciosos botes azules enseguida perdían el aroma y la transparencia, cuando parecían ser eternos al salir de casa, y la tierra entera le parecía más triste, necesitando con urgencia que hubiera algo último, que no cambiara, que tuviera un peso serio y definitivo[17].
Y así pasa también en el Viaje de Jonás, la voz narrativa nos cuenta que fue llamada por su nombre, “porque Quien hace amanecer de la penumbra, y saca al día del espanto de la noche, sabe el nombre de todo lo que es y lo que vive, aunque sea una larva que no ha nacido aún, y ya es vida”[18].
Segunda parada: La narración de la primera ronda. Un rumor. La fe
Jiménez Lozano narra únicamente esta primera ronda de la existencia. Y no hace trampas con intrusiones filosóficas, ni su literatura es una excusa para defender una teología. Pero en su narración sólo se puede dirigir la mirada a otro lado que no está en la historia, o mejor aún, al fondo de esa historia que sostiene ese relato y todos los relatos del mundo. Y entonces, el rumor de la fe se deja oír, pero ésta no es pacífica, ni mucho menos inequívoca. Así la define él mismo en un fragmento de su diario La luz de una candela:
“Ciertamente el asunto de la fe es un rumor, como una gran aventura amorosa, como una extrañeza total; un on dit, que se acepta o no, cala o no, pero está ahí: dice que la muerte no es el último factum. Se necesita una cierta osadía para aceptar el rumor, y luego seguramente un cierto valor, porque es un rumor subversivo de todo lo establecido, de la cultura entera”.[19]
Y esta percepción es la que atraviesa sus textos. La presencia de Dios está como una extrañeza que difiere mucho de un intento apologético. Responde más bien a la lealtad que tiene a ese rumor de la fe, que crea cierta esperanza, que hace juzgar el mundo con una libertad casi infantil. Y esta, me atrevo a decir, es la grandeza de don José. Mira la realidad con una hipótesis de sentido, con la posibilidad de que la muerte no tenga la última palabra y de que nada de esta primera ronda se pierda, porque algo sucedió en la historia hace dos mil años que así invita a creerlo. Y a su vez, mira el mundo lleno de afecto, sin querer solucionar su dolor ni esplendor, su llaga, por la certeza de esa hipótesis, ni por una especie de mesianismo literario que el propio autor denuncia en tantas ocasiones. El escritor sólo puede describir lo que ve, narrar lo que oye, levantar, en fin, la vida con palabras, porque citando a su otra amiga Simone Weil, para percatarnos de que manera alguien está instalado en el seno de Dios, no hay que mirar a lo que cuenta de la Divinidad sino a cómo habla de la vida de los hombres[20].
En la línea de considerar la fe como una aventura amorosa, se sitúa el discurso de Thomas, el sastre de El grano de maíz rojo[21], cuento que da título al libro publicado en 1988. En este diálogo, el personaje asimila la fe a la relación infiel que se puede tener con una esposa, a la que traicionas, pero nada le dices porque vas a permanecer a su lado hasta que mueras. Y la razón de la traición, únicamente, es que la vida devora todo, hasta las propias certezas. Pero el rumor no deja de llamar.
Tercera parada: una fe que calla y libera
En muchas de las narraciones de Jiménez Lozano se denuncia la palabrería religiosa, la utilización de la muerte como el negocio de los clérigos. En La salamandra se nos dice que la vieja estaba enemistada con Dios, que le había llevado a un hijo suyo, y encima el cura le había dicho que resignación. Qué diferente a ese otro cura más lozaniano de la Estepa rusa que no pudo ni pronunciar palabra ante el desgarro de una joven viuda enterrando al esposo. Solo unas horas después, ante unos niños que solo se admiraban de la estepa blanca de nieve, él les interpeló “pobrecilla, ¿no?”[22].
El cristianismo de Jiménez Lozano es avizor, alerta de la falta de libertad, como un perro de caza intuye a la presa. La presa que es el hombre atemorizado por otros hombres en nombre de Dios. De ahí llega a la conclusión que expresa a Américo Castro en una de sus cartas al decirle que le preocupa menos la ortodoxia que la sustancia de la fe. Aquí radica toda su libertad y liberación, también su provocación y la acidez que punza; la distancia con ese sentimiento de la España tradicional que el historiador advertía y en el que Jiménez Lozano había sido educado. Pero también del que se había distanciado como el chico que es capaz de cambiarse los pantalones de comunión una vez que ha crecido, o lo que es lo mismo, que es capaz de ver que los cristianos viejos se le han atragantado y necesita otro alimento más sustancioso para la altura de su razón y su deseo. El escritor se tropezó pronto con un catolicismo liberal, paulino y laico –nos dice–, lo que le permitió seguir caminando por esta senda; eso, y saber desde pronto que el ser cristiano no le iba a liberar de las noches oscuras ni de las preguntas que torturan porque, afirmará: “mi fe no es ninguna seguridad ni me da seguridades complementarias”[23]. Nuevamente la cuestión sobre el tapete: “¿ganará la parca?”. Y solo el olor de las lilas como respuesta. Como comprobamos en el segundo capítulo de Historia de un otoño, cuando el narrador, tras relatarnos con detalle el enterramiento de una monja, nos levanta la nariz del estiércol y la mirada al cielo y nos hace oler el parterre de flores. Nada más. Silencio.
El protagonista de Historia de un otoño, el Cardenal Noilles, da un paso más que su narrador, y nos explicita la propuesta cristiana: La cruz, spes única, con la que finaliza su primera novela. La misma cruz de palo y desnuda, sin oropel ni calavera ornamentada, que unos años más tarde aparece en su otra novela Cartas a Tesa[24], porque –nos dice el narrador– “quizá hace siglos, alguien muy pobre puso aquí, al trazar esa cruz, su esperanza y la del muerto”. Y si vamos a la pluma de estas expresiones nos encontramos con su autor, un Jiménez Lozano que en el año 1969 le confiesa a Gironella que la fe no le proporciona ninguna confortabilidad intelectual o descanso. Que él no sabe nada y desearía saber. Que al preguntar constantemente solo halla la respuesta de Cristo colgado de la cruz, un absurdo infinito, mayor que todos los absurdos del mundo que desconcertaban a Camus, pero “la respuesta me basta”.[25]
Lejos de ser un cristianismo, el de don José, de angustias y barroquismos, su mentor y amigo Miguel Delibes nos aclara que llamaba la atención precisamente por lo contrario, a una generación como la suya, que fueron educados en el preconcilio y madurados en el posconcilio. Le parecía admirable el caso de Lozano, porque su fe es profunda y –cosa muy rara en el país– fundada. Todo lo contrario de la fe del carbonero.[26]
Precisamente este autor hace el epílogo de Un cristiano en rebeldía[27] en el que relata con gracia la esencia de su confianza en alguien como Pepe Lozano para que cada viernes rubricara la columna religiosa de El Norte de Castilla. La razón, nos resumirá, “que es un cristiano”. “Cristianos somos todos”, le dirán, y el responderá: “pero él, consecuente”. A lo que los demás murmuraran con un: “ah”, persuadido.
Pero ese cristiano consecuente, es decir, ese cristiano que toma en serio el Evangelio, y que, como dirá Martín Descalzo, su antecesor en el diario castellano, lo tomará, por tanto, como un gran riesgo y sin “afeitarlo”; también, y justo por esto, toma en serio la tarea de vivir y de vivir vertiginosamente todas sus ideas. Por eso, él mismo se descubre en camino, yendo del ornamento al silencio, del Dios barroco al Dios císter, si es que no fueran el mismo, y confiesa a finales de la década de los 60 que su catolicismo es contrarreformista a lo español, nutriéndose desde la infancia del barroco de las imágenes, de los angelotes dorados y de las procesiones piadosas y pintorescas, junto al amarillo y verde rabiosos e inquisitoriales. Pero que esto, precisamente, le ha hecho amar y comprender el catolicismo popular, aunque no obviara el peligro que podía encerrar. Pero junto a este alimento de leche materna, se encontró con la primacía de la caridad de Fray Luis y san Juan de Ávila, con el temperamento y el juicio histórico del jansenismo, que le llevó a un catolicismo intelectual, ilustrado, liberal y progresista, según sus palabras, perfectamente conjugado con el sentimental y popular que había vivido. No obstante, don José ya aquejaba el sacrificio de acercarse a esos heterodoxos, enemigos cordiales y seculares de la fe que había mamado y llevaba en la sangre, o de entrar en aquellos templos fríos sin la sonrisa de la Virgen o de prescindir del gregoriano (que no fue capaz de quitar a sus monjas de Port-Royal, aunque sabía que era un uso delicioso y criminal del mundo, como Pascal apuntaba). “Con frecuencia –nos desvelará, y aquí está la clave de todo este viaje– mis ataques contra los aspectos negativos del catolicismo barroco han llevado una cierta virulencia e inmisericordia, porque eran mi lucha contra mi yo, contra lo que me ha hecho: la muerte del padre, que diría Freud”[28].
Su Cardenal Noilles, personaje agónico que también sabe de sacrificio y gozo y se hace protagonista del drama de la libertad, entra en diálogo con su autor desde las páginas de su ópera prima: “¿yo vine a este mundo para encontrarme entre dos fuegos, entre dos espadas, entre un jansenista y un molinista, entre Dios y el hombre, y para herir a quiénes más amo?”. A lo que la protagonista femenina, la priora Du Mesnil, le responde: “tampoco es menos terrible guardar fidelidad al no o hablar inoportunamente y mostrar alegría, aunque se tenga el corazón partido. Un cristiano es una paradoja en la especie humana”.
Volvemos a la cuestión con la que comenzamos este viaje para buscar el rostro en el que Jiménez Lozano escudriñaba la respuesta: ¿Ella gana? Y nos topamos con la poética de su autor que, sin explicar la paradoja, la resuelve y logra movernos la piedra:
“Porque Magdalena sabe que no hay muerte. Esta muchacha es el único ser humano que sabe esto: que el amor existe verdaderamente y que toda la pesadilla de la historia, que los inocentes pagan con su sangre, acaba en el frescor y el aire de una primera mañana en un jardín».[29]
Segunda entrega de la serie dedicada al autor de la Guía espiritual de Castilla, con la publicación de algunas de las más valiosas ponencias presentadas en el encuentro José Jiménez Lozano o la libertad de la escritura, que bajo los auspicios del Centro Internacional Antonio Machado y la Fundación Duques de Soria, entre otras entidades, y bajo la dirección de Guadalupe Arbona, Antonio Martínez Illán y J. Á. González Sainz, se celebró en el Convento de la Merced de Soria el 19, 20 y 21 de julio de 2021.
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La presencia de lo bíblico en la obra de José Jiménez Lozano, por Stuart Park.
[1] Jiménez Lozano, José: Elogios y celebraciones. Poema Reto. Pretextos. Valencia, 2005.
[2] Jiménez Lozano, José: Historia de un otoño. Destino. Barcelona, 1971.
[3] El salto del ensayo a la narrativa se da en el escritor como una especie de urgencia existencial para encontrar un lugar donde poder levantar la vida con palabras, pero también con rostros, así nos lo explica y desarrolla Santiago López-Ríos en su artículo ‘Cosas que no se pueden decir en un ensayo’. Ínsula 886. Octubre 2020.
[4] Desarrollado en ‘Las huellas de Port Royal en la biografía de José Jiménez Lozano’. Revista Turia. Núm.139. 2021
[5] Jiménez Lozano, José: Los tres cuadernos rojos. Ámbito Ediciones. Valladolid, 1986. P.111
[6] Jiménez Lozano, José: Los tres cuadernos rojos. Ámbito Ediciones. Valladolid, 1986. P. 157
[7] En conversación privada el 25 de octubre de 2011, el autor afirma a la doctoranda: “El cristianismo no es una religión, sino una historia. Las religiones suelen ser el intento de contestación a un miedo o una circunstancia, pero el cristianismo no, es una historia que sucedió hace tiempo”.
[8] Américo Castro y José Jiménez Lozano. Correspondencia 1967-1972. Trotta. 2020. Madrid. Pp.94
[9] Jiménez Lozano, José: Los tres cuadernos rojos. Ámbito Ediciones. Valladolid, 1986. P. 120
[10] Karmen Ochando Aymerich, ‘José Jiménez Lozano, diálogo no platónico’, Lateral, febrero 2000
[11] Flannery O’Connor, Misterio y maneras. Prosa ocasional, escogida y editada por Rally y Robert Fitzgerald (ed. de Guadalupe Arbona, trad. de Esther Navío), Madrid, Ediciones Encuentro, 2007, 206-207.
12 Jiménez Lozano, José: 7 parlamentos en voz baja. Ed. Confluencias. Salamanca, 2015. P. 13
13 Arbona Abascal, Guadalupe: El acontecimiento como categoría del cuento contemporáneo. Las historias de José Jiménez Lozano. Madrid, 2008.
14 Jiménez Lozazo, José: 7 parlamentos en voz baja. Ed. Confluencias. Salamanca, 2015. P. 20
[13] Arbona Abascal, Guadalupe: El acontecimiento como categoría del cuento contemporáneo. Las historias de José Jiménez Lozano. Madrid, 2008
[15] Jiménez Lozano, José: 7 parlamentos en voz baja. Ed. Confluencias. Salamanca, 2015. P. 16
[16] Andrés Ruiz, Enrique: ‘Tres secretos. La poesía de José Jiménez Lozano’, en Álvaro de la Rica (Ed.): Homenaje a José Jiménez Lozano (Actas del II Congreso Internacional de la Cátedra Félix Huarte). Eunsa Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 2006. P. 79-92.
[17] Jiménez Lozano, José: (1990): ‘Una estética del desdén’, en M. J. Mancho Duque: La espiritualidad española del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos. Ávila: Universidad de Salamanca, UNED, págs. 71-81.
[18] Jiménez Lozano, José: El viaje de Jonás. Ediciones del Bronce. Barcelona, 2002.
[19] Jiménez Lozano, José: La luz de una candela. Ed. Anthropos. Barcelona, 1996. P. 53
[20] Jiménez Lozano, José: Los cementerios civiles y la heterodoxia española. Taurus. Madrid, 1978 (Reeditado en Barcelona: Seix Barral, 2008).
[21] Jiménez Lozano, José: El grano de maíz rojo. Anthropos. Barcelona, 1988.
[22] Jiménez Lozano, José: Los grandes relatos. Anthropos, Barcelona, 1991. Págs. 98-100
[23] Gironella, José María: Cien españoles y Dios. Nauta, Barcelona, 1969.
[24] Jiménez Lozano, José: Cartas a Tesa. Seix Barral. Barcelona, 2004.
[25] Gironella, José María: Cien españoles y Dios. Nauta, Barcelona, 1969.
[26] Delibes, Miguel: Obras completas, tomo V, Barcelona, Destino, 1975, 333
[27] Jiménez Lozano, José: Un cristiano en rebeldía. Destino. Barcelona, 1963.
[28] Gironella, José María: Cien españoles y Dios. Nauta, Barcelona, 1969.
[29] Jiménez Lozano, José: Retratos y naturalezas muertas. Trotta. Madrid, 2000. Pág. 40