He dicho ya muchas veces que mi hogar es digno de un Comando Actualidad: dos profesionales con especializaciones de treinta y muchos años viviendo con unos sueldos míseros, considerando la emigración –ay, la emigración, de eso sé demasiado-, imposibilitados por las circunstancias de ser algo más que sobrevivientes, habitantes del vasto territorio del no poder (no poder ser padres, no poder comprar una vivienda, no poder proyectar nuestras vidas en un plazo mayor a un mes).
Él, arquitecto trabajando de auxiliar administrativo por un sueldo de risa. Ella, periodista en paro buscándose la vida con la inestable figura del freelance. El arquitecto y la periodista en la España del 2013. En fin, tan patético que da risa. Podríamos protagonizar un tragicómico reality show.
Últimamente las preguntas me corroen viva: ¿qué hemos hecho mal?
¿Nos equivocamos estúpidamente estudiando largas carreras para luego estar así como estamos, es decir, con sueldos de principiantes y viviendo el espasmo mensual del saldo de la cuenta bancaria?
¿O el error fue quedarnos en España cuando debimos dirigir la mirada, no sé, a Canadá o Australia?
¿O es que fuimos ilusos de creer que por el hecho de ir a la universidad tendríamos garantizada ya no una vida pequeño burguesa –perro, terraza, vacaciones en Canarias-, sino una vida de currantes -dos sueldos aceptables, algo de ahorro, que pensar en ampliar la familia no produzca náuseas y ataques de llanto-?
Nos han estafado, señores.
Hace meses que no leo el periódico ni veo el telediario –para no morir de bilis-, pero las noticias me siguen llegando por boca de amigos también estafados, por las redes sociales en las que nos quejamos los estafados, en algún comentario pillado al pasar a otros estafados.
Lo repito: nos han estafado.
Pongan aquí el caso que quieran –Bárcenas, Gürtel, la pantalla de plasma que es sucedánea del presidente, lo que sea- y háganlo coincidir en el tiempo con gente como nosotros, centenares y centenares de personas que sólo le pedían al país un trabajo, un maldito trabajo para poder pagar las cuentas y sonreír los viernes y cabrearse los lunes y pensar en las vacaciones y esas cosas que parecían tan normales que creíamos que estarían garantizadas.
No pedíamos puestos de trabajo-tapadera para poder robar y construirnos mansiones en las afueras donde colgar nuestros Degas y nuestros Van Gogh. No pedíamos que por pagar nuestro silencio nos abrieran gigantescas cuentas en las Caimán. No pedíamos tener poder sólo para favorecer a nuestros conocidos y que nuestros conocidos nos devolvieran el favor en metálico, en textil o en viajes. No pedíamos ganar dinero a mansalva y a costa de nuestros compatriotas para luego joderlos mucho y muy profundamente con nuestras decisiones políticas.
Nosotros sólo pedíamos un trabajo relativamente bien pagado y honesto -qué cursi, por dios- para poder tener un hogar donde no suenen los nudillos al apretarse uno contra otro mientras se decide pedir dinero a los padres a los cuarenta años, donde no se salten las lágrimas cada dos por tres, donde las facturas no den miedo, donde no se vea como una loca ocurrencia el ahorro, el futuro, la esperanza.
Pero parece que hay un dios de los corruptos que es infinitamente más poderoso que el dios de los currantes.
De otro modo todo este absurdo no me lo explico.