Aparte de su respeto casi místico por lo religioso, apenas hay desarrollos sistemáticos sobre esta cuestión, sólo algunos “versos sueltos” –aunque casi inolvidables– en el Tractatus logico-philosophicus. Una obra que, como es sabido, causó sensación. El propio Russell, que reconoce entender de la misa apenas la mitad, no deja de manifestar su estupor en la Introducción que generosa, pero incómodamente, elabora para el sorprendente libro de su amigo vienés.
“La visión del mundo sub specie aeterni es su contemplación como un todo –limitado–. Sentir el mundo como un todo limitado es lo místico” (Tractatus, 6.45). Es tal la sensación que este hombre solitario, atractivo y sórdidamente elegante produce, que un día el celebérrimo Keynes, después de un encuentro casual con Wittgenstein, comenta: “Hoy estaba Dios en el tren de las 8.15”. ¿En qué estriba esta aureola, que se prolonga hasta hoy?
Era tal aquella inteligencia viril, compatible con su secreta condición de homosexual, que podemos imaginar el tipo de hombre que, al entrar en una sala, producía un estado de alerta que cambiaba el tono de las conversaciones. Se comenta también del actor James Dean. En los dos casos todo el mundo presentía una inteligencia distinta, una escucha anómala, tal vez un sordo desdén. Así que, incluso los intelectuales, preferían no hacer el ridículo. La gente se callaba o cambiaba de tema.
¿En qué estriba este espesor personal, este culto esotérico, no explicable solamente por una cuna de altura? En efecto, hay mucho príncipe –la mayoría– que es perfectamente banal, por no decir mediocre. Sólo la autoridad de su cargo, la misma que le ha hecho estúpido, salva al noble del escarnio. Él no. Si era un príncipe, en varios sentidos lo era en el exilio; también dentro del círculo de sus admiradores.
En algún punto, el secreto de Wittgenstein se acerca al de Kant: el sujeto señala los “límites del mundo”, los límites del lenguaje y del conocimiento. No le falta mérito, a alguien que ha partido del cristal lógico-matemático, acercarse a una verdad difundida por Berkeley y Schopenhauer y sabida por pocos en la modernidad. Tal vez por Gödel o Freud: toda la claridad de la ciencia depende de un punto de fuga que no tiene solución en nuestro orden racional. Así lo expresa nuestro hombre: “El yo filosófico no es el hombre, no es el cuerpo humano, ni tampoco el alma humana de la cual trata la psicología, sino el sujeto metafísico, el límite –no una parte del mundo” (Tractatus, 5.641).
Aún sirviéndonos del poderoso instrumento de la lógica matemática, para Wittgenstein es necesario darle un lugar a otras formas de pensamiento, a la ética y la estética, a la poesía, incluso a lo místico. “Es claro que la ética no se puede expresar. La ética es trascendental” (Ética y Estética son lo mismo) (6.421).
Peor aún, más difícil todavía. “Lo que el solipsismo significa es totalmente correcto; sólo que no puede decirse, sino mostrarse” (5.62). ¿Quién da más, dentro o fuera de la filosofía? Verdaderamente, es un poco extraño que Heidegger, aún contando con su modo de ser tan celoso, no se ocupase nunca de este austriaco peculiar llamado Ludwig.
Bien es cierto que la ontología de este “primer” Wittgenstein, también sus preocupaciones místicas, son harto peculiares, como situadas fuera del mundo. Dejan intacta la limpieza de la Lógica, que en cierto modo representa la lejanía de un Dios impersonal, que no entiende a los hombres. Escuchemos: “Las proposiciones de la lógica no dicen nada, son proposiciones analíticas vacías de contenido empírico” (6.11). De hecho, tampoco hay un orden natural en el mundo, una ley terrenal que reflejase algo, un eco de la esencia divina: “La fe en el nexo causal es la superstición” (5.1361).
A la manera de la causa sui del Dios racionalista, “la lógica debe bastarse a sí misma” (5.473). Pero, así como Spinoza, aun con su pureza ontológica, piensa el orden interno de la contingencia, la alianza íntima de azar y necesidad –por tanto, de ésta y la libertad–, la posición de Wittgenstein es, digámoslo así, más furiosamente norteña, un poco más inquisitorial: La necesidad es sólo lógica (6.37), no real. Por tal razón, en la lógica no puede haber sorpresas (6.1251). En la lógica, a diferencia de la necesidad infinitamente contingente –por lo tanto, sorpresiva– del Dios de Spinoza y Leibniz, jamás pueden darse sorpresas.
De ahí que Ludwig respire en un modelo lógico donde “las proposiciones matemáticas no expresan ningún pensamiento” (6.21). Estamos muy lejos de otro genial matemático que llega a decir: “Cuando Dios calcula, tiene lugar el mundo”. El propio Leibniz afirma también que cualquier “suceso extraordinario” cabe en el orden natural. Hasta el punto de que él y Spinoza tienen serios problemas con el concepto de “milagro”, como si ya fuera milagroso el devenir diario de la naturaleza.
No así en el “calvinismo” ontológico del Tractatus. No hay ningún orden a priori de las cosas (5.634): ¿Esto no es ya un a priori, un tanto dogmático? Que se mantiene. La Lógica es como el Dios de Wittgenstein, pero un Dios que no se mezcla con el mundo, que vive al margen de él: “Cómo sea el mundo, es completamente indiferente para lo que está más alto. Dios no se revela en el mundo” (6.432). Por lo tanto, se trata más de un Dios protestante o judío, de una trascendencia absoluta que no se corresponde con la encarnación de ningún Dios que pueda tener hijos. Ni con el mundo, ni con el demonio, ni con la carne: el Dios de Wittgenstein pertenece más bien al Antiguo Testamento.
No deja de ser curiosa la alianza de un Dios arcaico y lejano con la potencia racional de una ciencia y una matemática ultramodernas. ¿Era éste uno de los secretos de Wittgenstein, este hombre que cambiaba el clima de las habitaciones donde entraba? De hecho, para su uso personal él gustaba de una arquitectura extremadamente limpia, sin mácula.
Anécdotas aparte, Wittgenstein parece situarse en verdad frente a Nietzsche. Desde luego, contra la ebriedad del mediodía, esa alianza dionisíaca de azar y necesidad: “El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor” (6.41).
¿Nihilismo furioso? Probablemente. Genial y místico, pero implacable. Fijémonos en esta otra proposición: “No es lo místico como sea el mundo, sino que sea el mundo” (6.44). Nos atrevemos a sospechar: lo milagroso es que, pensando en la perfección lógica de la nada, este sucio mundo sea. ¿Es entonces el misticismo de Wittgenstein algo que deja los hombres como estaban, pues su puritanismo lógico-trascendental no toca a este mundo? De ser así, esta metafísica estaría muy lejos de la lógica de la encarnación, la de una locura proclamada en alta voz (san Pablo) que asume el mundo tal como es.
Fijémonos en que también –qué menos-– la muerte está fuera, vacía de contenido y de vida terrenal, como el mismo Dios y la Lógica: “La muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive” (6.4311). Aunque después se parezca decir casi lo contrario, el presente ya no tiene arreglo, pues ha sido vaciado de espectro mortal, de desorden. De vida irregular e imperfecta: “Si por eternidad se entiende no una duración infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente. Nuestra vida es tan infinita como ilimitado nuestro campo visual” (6.4311).
El resultado del Tractatus es casi perfectamente desolador, como la arquitectura pulcra que le gustaba a su autor, y nos gustaría ver cómo se remedia esto en las Investigaciones. Es posible que no se remedie, si es cierto que la atención posterior a la contingencia de las formas de vida y a los juegos de lenguaje se produce mientras el pensador se aleja de sus preocupaciones metafísicas. Primero, necesidad cristalina vaciada de contingencia, indiferente a este mundo. Segundo –“segundo Wittgenstein”–, atención a una contingencia vaciada de necesidad. El resultado de esta metafísica bipolar es un poco triste, aunque no tuviéramos en cuenta el sufrimiento del siglo.
La lógica “llena el mundo” (5.61), pero no su cómo, ni su qué, que son indiferentes. La prueba de ello es que la lógica no es nada. Se trata de un dios pálido, abstracto, königsberiano (Nietzsche). Sin contenido particular, ni tosco, ni mundano, ni manchado. Forma pura del pensamiento, de un pensamiento vacío, “las proposiciones de la lógica son tautologías” (6.1). No “dicen nada”, son puramente analíticas.
Todo esto, hay que insistir, se presenta aliado en Wittgenstein con una fuerte preocupación metafísica: “Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico” (6.522). Pero todo un poco ario, por más que tenga un origen judío y le interesase a tantos europeos progresistas. A años luz de Leibniz, de Nietzsche o Spinoza, para Wittgenstein lo desconocido no puede ser objeto de conocimiento: de lo que no se puede hablar, hay que callar. Wittgenstein sí cree, no le queda más remedio que creer, pues no tiene ninguna posibilidad de conocer el Deus sive natura de Spinoza, el eterno retorno que santifica a cada cosa como reunión de individuo y universo, de finitud e inmortalidad.
“Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta tampoco puede expresarse. No hay enigma. Si se puede plantear una cuestión, también se puede responder” (6. 5). No hay enigma porque todo lo que no es transparente a los ojos de una Lógica que no es de este mundo, que en un borde. A pesar de que le demos mil vueltas al emblema que ha cosechado tan inmensa fortuna, el dictamen de que mejor es callar dice lo que parece: es una orden de autoridad que impone el silencio.
Pero, claro, los niños no callan. Son desordenados, irracionales, gamberros. ¿Es tan extraño que Wittgenstein, acostumbrado a un público reverencial, haya tenido tan serios problemas en la enseñanza? Por lo que cuentan, el mismísimo Popper se asustó una vez de la reacción iracunda del maestro.
El silencio de Wittgenstein, en todo caso, ¿no está también sobrevalorado? Silencio que además, enseguida se rellena con Cuadernos, Investigaciones y Aforismos; que ha sido recubierto por mil habladurías y cien tesis doctorales, por múltiples publicaciones. Por encima de todo, ¿de qué “no se puede” hablar? De qué, si precisamente es la imposibilidad –los temas irrodeables: la muerte, la belleza, el miedo, lo místico, el sufrimiento, la verdad– lo que hace al lenguaje, lo que nos hace hablar continuamente.
“El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices” (6.431). ¿Seguro? En ese caso, es bastante normal que Heidegger no se ocupe de Wittgenstein. A pesar de todos sus defectos, muchos, el profesor que tuvo una cabaña en la Selva Negra nunca fue maniqueísta.
No, no es tan extraño que Heidegger no se haya ocupado de su colega vienés. Sobre todo, por los límites un poco policiales que la filosofía analítica y sus barrios impone al lenguaje y a la vida del hombre común: “Toda proposición filosófica es un error gramatical, y a lo más que podemos aspirar con la discusión filosófica es a mostrar a los demás que la discusión filosófica es un error”, dice Bertrand Russell en la Introducción del famoso libro. No es sólo que Ser y tiempo, y la mitad de la cultura del siglo, resulte ininteligible con estas ideas. Es que la sangre de nuestra vida cotidiana, en Inglaterra y en Colombia, también no lo es.