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El discreto encanto de las mentirijillas

Al inicio del filme del joven director francés Guillaume Canet Pequeñas mentiras sin importancia los personajes tienen que afrontar una disyuntiva incómoda: quedarse en París acompañando a un amigo que acaba de tener un grave accidente de coche o irse a pasar las vacaciones a la casa que uno de ellos tiene en la costa. Deciden lo segundo.

       En un principio esta desconsideración hacia el amigo hospitalizado puede parecer fruto de un carácter egoísta, incluso cruel, pero poco a poco nos vamos dando cuenta de que dicho egoísmo es solo la cáscara de un aparato emocional profundamente frágil y disfuncional. Bajo el falso hedonismo que parecen predicar con sus largos paseos en barco y sus interminables botellas de vino laten invisibles sus propias fracturas y la ausencia fantasmal del amigo hospitalizado como un recuerdo amargo que les obliga a mirar lo desagradable. La puesta en escena de todo el ritual vacacional que nos propone el director no es otra cosa que la huida planificada de la culpabilidad del accidente y de otras pequeñas falsedades cotidianas que arrastran como pesadas máscaras sin las cuáles pierden su identidad. Magníficamente retratado queda en la escena en la que uno de los personajes tiene que ocultarse en otra habitación para poder contar a gritos que su novia le ha dejado.

       ¿Pero por qué tiene tanta relevancia el retrato humano a veces repulsivo, otras entrañable, que nos propone Canet en su película? Lo que en realidad el director interpone entre nosotros y la pantalla es un enorme espejo donde asistir a la deriva apática de la clase media burguesa, un grupo humano en el que o bien nos reconocemos a nosotros mismos o bien reconocemos a otros.

       Parece que el director no pretende devolvernos un reflejo desesperanzado de este grupo de amigos, y se encarga muy bien de humanizar a sus personajes hasta el punto de salvarlos moralmente en la parte final del filme, sin embargo tampoco se quiere quedar corto a la hora de subrayar los mecanismos perversos a los que obedecen sus conductas.

       Todos los personajes de la película han encontrado la manera de esconderse a sí mismos dentro del pequeño grupo, de disimular sus carencias en el ideario complaciente del disfrute vacuo. La libertad engañosa que rige sus vidas es el mejor envoltorio para ocultar la ausencia absoluta de autenticidad. Pero, como vamos viendo a medida que avanza el por cierto excesivo metraje de la película, esta libertad es solo aparente porque en realidad son esclavos de sus poses de bon vivant, viven encadenados a lo material de un modo casi patológico. La escena de la caza enloquecida de la comadrejas expresa de manera muy gráfica cómo el personaje considera la propiedad privada una extensión de su propia vida, por eso reacciona de forma tan desproporcionada, porque la amenaza de las comadrejas constituye en realidad la amenaza a su propia identidad. Lo mismo ocurre con el personaje que vive pegado al teléfono móvil y que persigue al resto de sus amigos tratando de paliar su falta de decisión con el criterio de los demás, o con aquel que ha construido su personalidad en torno al rol de tipo duro y vive preso de una fachada de canallismo tras la que oculta su propia inseguridad personal o con una Marion Cotillard en perpetuo estado de ausencia que maquilla su melancolía, su sensación de fracaso y de soledad en el refugio indulgente de los porros. En la película hay cabida para todos, para el homosexual reprimido, para la mujer insatisfecha, para el obsesionado con el deporte. Pero todos tienen en común que han hecho uso de los avatares de la vida moderna para evitar cualquier forma de sinceridad.

       Es precisamente en ese punto en el que el filme desdeña cualquier aspecto únicamente personal para alcanzar la pretensión de retrato social incluso generacional que vive intrincado en el presente del mundo occidental. El conglomerado humano de Pequeñas mentiras sin importancia es un teatro de peterpanismo desvirtuado, una sociedad que han prolongado la adolescencia hasta más allá de la treintena y que ha transformado esa encantadora inconsciencia de la juventud en una caricatura patética de la madurez. Por eso al final de la película nos vemos obligados a salvar a los personajes pese a su decisión inicial, porque en este punto del filme ya sabemos que su falta de compromiso no es únicamente con el amigo accidentado sino sobre todo y de manera contundente consigo mismos.

 

       La pregunta que surge después de la película es si el modelo social imperante, con la libertad como excusa, está creando un mundo de eternos adolescentes, negligentes con sus propias vidas, irresponsables con sus propias emociones y mentirosos con sus propios amigos. Esta es la parte innovadora de un filme cuya estructura por lo demás nos remite a Los amigos de Peter, de Keneth Brannah, a la comedia británica de los noventa tipo Cuatro bodas y un funeral, e incluso en algunos aspectos a El ángel exterminador, de Luis Buñuel. El director, por otra parte, opta por una reiteración de situaciones que el espectador ya ha entendido a la primera y que prolongan excesivamente la duración del filme, además de algún que otro fallo de montaje que dilata innecesariamente la acción y entorpece el ritmo de la trama, me refiero sobre todo a los pasajes musicales con un evitable tufo videoclipero y a un gusto por la obviedad que le resta sutileza a la complejidad de los personajes, por ejemplo cuando Jean Louis hace un monólogo moralizante reprochando a cada uno de los personajes toda la hipocresía que el espectador ya ha tenido la oportunidad de entender a lo largo de toda la película. En cualquier caso, y más allá de estos aspectos concretos, la segunda incursión cinematográfica de Guillaume Canet se abre paso como una mirada fresca y lúcida a tener en cuenta. Pequeñas mentiras sin importancia es una opción altamente recomendable para todo aquel dispuesto a desmenuzar los entresijos emocionales de una Europa anestesiada, centrada en sí misma, que paga con su propia mediocridad moral el coste de un narcisismo mal digerido.

 

Carlota Garrido ha publicado en FronteraD: Christopher Nolan, la realidad en quiebra y Lars Von Trier

 


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