Este ensayo es el resultado de la investigación sobre un recurso literario fino, exquisito, sofisticado y difícil de encontrar: un intercambio de papeles casi imperceptible entre el narrador y uno o varios personajes del relato. Quien escribe estas líneas solo se halló ante este recurso en contadas ocasiones, que espero sirvan de ejemplo para comprender su exquisitez y sofisticación. El recurso podría ser nombrado “confusión entre narrador y personaje, o disolución entre ambos”. No estamos ante un narrador en primera persona que constituye asimismo el protagonista de la historia que él mismo nos cuenta; nos encontramos ante momentos específicos del texto donde la voz narrativa cambia de posición, situándose en un lugar donde antes no estaba, a veces para instalarse y otras solo de manera puntual. En cada uno de los casos abordados esta confusión ocurre formalmente de manera sutil, vaga y ambigua. Un análisis minucioso será preciso para detectar el uso del recurso, y comparar cómo se recrean en él tres escritores, tres eminencias de la literatura mundial que dispensan cualquier tipo de presentación: Marcel Proust, Walter Benjamin y Julio Cortázar.
Ejemplo I. El urbanita Swann
El primer texto tratado será la obra magna del autor francés, À la recherche du temps perdu. En el primer volumen, llamado Du côte de chez Swann (1913) existe un célebre capítulo sobre el complejo de Edipo donde el protagonista y narrador interno rememora su infancia, cuando necesitaba el beso de su madre antes de dormir para descansar en paz. Rememora una noche que decepciona a sus padres por la infantilidad de su comportamiento, sobrepasando todos los límites con tal de conseguir su regalo imprescindible. Fue una velada lejos de París, en las provincias. La familia recibía para cenar al carismático, culto y muy querido señor Swann –este personaje cuyo nombre, vale la pena destacar, tiene el honor de encontrarse en el título del volumen–. Vive en la capital y sus visitas a la familia son cada vez más esporádicas. Al protagonista, único niño del lugar, lo envía su padre a la cama al principio del banquete, además de privarlo en público de recibir el cariño materno: “No, no, deja a tu madre, bastante os habéis dicho adiós ya; esas manifestaciones son ridículas. Anda, sube.”[1]
Sin su beso de todas las noches, el protagonista obedece, pero una vez en su habitación, no logra conciliar el sueño. Decide mandar una misiva a su madre a través de Francisca, la cocinera de su tía, temiendo que esta le niegue el favor.
“Sospechaba yo que a Francisca le parecería tan imposible dar un recado a mi madre cuando había gente de fuera, como al portero de un teatro llevar una carta a un actor cuando está en escena”.[2]
Aquí Proust introduce una primera analogía que merece toda consideración, pues comienza a tramar un paralelismo entre la madre y una actriz que no puede ser incordiada durante su función. Esta analogía es solo un presagio, una pincelada que avisa de todo un cuadro que el autor desplegará más adelante en el mismo capítulo. El protagonista, para asegurar que Francisca entregue la carta, no duda en mentir asegurando que no fue suya la idea de escribir a su madre, sino de ella, quien le dijo que no dejase de responder sobre un asunto, y que se enfadaría mucho en caso de no recibir respuesta.
“Se me figura que Francisca no me creyó, porque, al igual de los hombres primitivos, cuyos sentidos eran más potentes que los nuestros, discernía inmediatamente, y por señales para nosotros inaprehensibles, cualquier verdad que quisiéramos ocultarle”.[3]
En este fragmento destaca otra analogía, esta vez entre Francisca y la humanidad primitiva. El tema de este ensayo no son solo las analogías en general, pero vale la pena prestar atención a cómo no escatima Proust en comparaciones a la hora de presentar y desarrollar personajes. Cinco minutos después de examinar la carta, Francisca baja para entregarla con un gesto de resignación que para el niño significa: “¡qué desgracia para los padres tener un hijo así!”. Después vuelve y dice al pequeño que todavía están tomando helado y que esperaría un poco para entregarla. Entonces el joven protagonista y narrador interno por fin encuentra la calma, pues se siente súbitamente vinculado a su madre. El narrador emprende una extensa disertación sobre la vida de Swann para establecer una referencia en comparación al súbito alivio del protagonista:
“Yo me creía que si Swann hubiera leído mi carta y adivinado su finalidad se habría reído de la angustia que yo sentía; por el contrario, como mucho más tarde supe, una angustia semejante fue su tormento durante muchos años de su vida, y quizá nadie me hubiera entendido mejor que él; esa angustia, que consiste en sentir que el ser amado se halla en un lugar de fiesta donde nosotros no podemos estar, donde no podemos ir a buscarle […]. Y la alegría con que yo hice mi primer aprendizaje cuando Francisca volvió a decirme que entregarían mi carta la conocía Swann muy bien: alegría engañosa que nos da cualquier amigo, cualquier pariente de la mujer amada cuando, al llegar al palacio o al teatro donde está ella, para ir al baile, a la fiesta o al estreno donde la verá, nos descubre vagando por allí fuera en desesperada espera de una ocasión para comunicarnos con la amada. Nos reconoce, se acerca familiarmente a nosotros, nos pregunta qué estamos haciendo. Y como nosotros inventamos un recado urgente que tenemos que dar a su pariente o amiga, nos dice que no hay cosa más fácil, que entremos en el vestíbulo y que él nos la mandará antes de que pasen cinco minutos. ¡Cuánto queremos –como en ese momento quería yo a Francisca– al intermediario bien intencionado que con una palabra nos convierte en soportable, humana y casi propicia la fiesta inconcebible e infernal en cuyas profundidades nos imaginábamos que había torbellinos enemigos, deliciosos y perversos, que alejaban a la amada de nosotros, que le inspiraban risa hacia nuestra persona! A juzgar por él, por este pariente que nos ha abordado y que es uno de los iniciados en esos misterios crueles, los demás invitados de la fiesta no deben ser muy infernales. Y por una brecha inesperada entramos en estas horas inaccesibles de suplicio en que ella iba a gustar de placeres desconocidos; […], porque el bondadoso amigo nos ha dicho: ‘¡Si le encantará bajar! ¡Le gustará mucho más estar aquí hablando con usted que aburrirse allá arriba!’. Pero, ¡ay!, Swann lo sabía ya por experiencia, las buenas intenciones de un tercero no tienen poder ninguno para con una mujer que se molesta al verse perseguida hasta en una fiesta por un hombre a quien no quiere. Y muchas veces el amigo vuelve a bajar él solo”.[4]
Hay varios elementos en este fragmento que merecen atención. En primer lugar, el narrador nos ofrece una prolepsis encubierta, puesto que más adelante este tipo de escenas con Swann en París como protagonista serán cada vez más frecuentes. Atención al detalle: “como mucho más tarde supe, una angustia semejante fue su tormento durante muchos años de su vida, y quizá nadie me hubiera entendido mejor que él”. La futura identificación con Swann se hace evidente, aunque en ese momento el hombre de la ciudad constituyese el elemento ajeno que le había arrebatado el beso de buenas noches de su madre. En segundo lugar, no podemos olvidar la anterior analogía entre la madre y un actor cuando se encuentra en el escenario, dando vida a otros personajes. Al fin y al cabo, se trata de una situación en la que un niño, el joven protagonista de la novela, asimila que su madre encarna otros papeles sociales además de aquel que la vincula a él. Ella es también mujer, esposa, anfitriona… El rompimiento simbólico del cordón umbilical, una fase de formación del sujeto conocida como “Complejo de Edipo” es representada aquí por Proust mediante esta analogía. El desdoblamiento del personaje que carga el “yo narrativo” ocurre: él ya no es solo él, dado que también Swann pasó por situaciones similares, sus sentimientos son semejantes y se confunden con los suyos en el enredo literario. La madre ya no es solo la madre: también es la amada, la actriz que cambia de máscara para enriquecer la personalidad femenina. En tercer lugar, el elemento del tiempo está perfectamente integrado en el ritmo narrativo, puesto que este último párrafo citado, que constituye una divagación, un paréntesis que transporta al lector provisionalmente a otro espacio-tiempo, permite una dilatación, la pausa narrativa equivalente al tiempo que Francisca, la mensajera, tarda en regresar con su desoladora respuesta:
“Mi madre no subió, y sin consideración alguna con mi amor propio me mandó a decir con Francisca: “no tiene nada que contestar”, esas palabras que luego he oído tantas veces en bocas de porteros de ‘palaces’ o lacayos de garitos, dirigidas a una pobre muchacha que se extraña al oírlas: ‘¿Cómo no ha dicho nada? ¡No es posible! ¿Y dice usted que le han dado mi carta? Bueno, esperaré un poco’. Y así yo declinaba el ofrecimiento de Francisca de hacerme una taza de tila o estarse conmigo, la dejaba volver a su cocina, me acostaba y cerraba bien los ojos, procurando no oír la voz de mis padres, que estaban en el jardín tomando café”.[5]
La asociación entre personajes es interminable en Proust, tanto Francisca como el protagonista de nuevo son transportados en sus comparaciones al momento histórico parisino de Swann, a las vicisitudes de la vida en la gran ciudad: la cocinera ahora se transforma en el portero de un garito y el crío, en una incrédula joven que no acepta la realidad de que la persona a la que busca no quiere saber nada de ella, y aun así prefiere quedarse ahí en la puerta, a la espera de una siniestra experiencia.
Ejemplo II. El 404 del ingeniero
El próximo ejemplo se encuentra justo al principio del texto de Cortázar: La autopista del sur (1964). Se trata de una confusión entre narrador y personaje de una índole diferente, porque en este texto el narrador a priori es externo. La historia empieza con una extensa enumeración de personajes que se identifican metonímicamente con la marca del coche donde se encuentran, en medio de un atasco de domingo de tarde volviendo a París. La enumeración es emprendida con una oración jocosa y caótica, que casi deja sin aliento al lector puesto que resulta sencillo perder la cuenta de las líneas que se suceden antes de llegar al primer punto. El segundo párrafo empieza de la siguiente manera:
“A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero había decidido no salir más de su coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol rebotando en los cristales y en los bordes cromados, y para colmo sensación contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El 404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha […], con lo cual tenía otros cuatro autos a su derecha y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver distintamente los ocho coches que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había detallado hasta cansarse”.[6]
Paulatinamente, el punto de vista central de la narración se va asentando en el ingeniero del 404, adquiriendo el texto incluso un tono más sensato y ponderado. El proceso de identificación entre narrador e ingeniero culmina en la última frase. El magistral recurso ocurre entonces, porque el lector no sabía que quien lleva la voz cantante del texto y por tanto el que había enumerado exhaustivamente los coches y sus ocupantes había sido el ingeniero, y continuamos sin entender entonces por qué el ingeniero hablaba de sí mismo en tercera persona del singular. Estamos completamente confundidos, o hechizados por una fina línea literaria que separa y une el narrador externo del personaje principal.
Ejemplo III. Dijo Scherlinger sonriendo
El tercer y último ejemplo pertenece al texto MYSLOWITZ-BRAUNSCHWEIG-MARSELLA: La historia de un fumador de hachís, publicado en 1930 en la revista Uhu. Se trata del ejemplo más sutil y, por tanto, toda atención será poca para detectar el impresionante recurso literario que elabora Walter Benjamin. Empieza de la siguiente manera:
“Esta historia no es mía. Prefiero no opinar acerca de si el pintor Edouard Scherlinger, a quien vi por primera y última vez la tarde en que la contaba, era o no un mero narrador, porque en esta época de plagiarios siempre tropezamos con oyentes proclives a imputarle a uno lo que se acaba de dejar bien claro que sólo es una fiel repetición. El caso es que la escuché en uno de los pocos lugares clásicos de que todavía dispone Berlín para relatar y escuchar historias: fue una tarde en Lutter & Wegener”.[7]
Un narrador en primera persona arranca a relatar en tono autobiográfico. Se dispone a recrear la historia que oyó una vez en una taberna, narrada por un pintor, un tal Scherlinger, al que nunca antes había visto y nunca volvió a ver; motivos para desconfiar que este pintor, lejos de relatar sus propias vivencias, era un mero narrador que a su vez repetía una historia ajena o inventada; misma situación en la que se encuentra la voz que se dirige al lector.
“Se sentía uno cómodo sentado a la mesa redonda y participando de una pequeña reunión de amigos. La conversación, sin embargo, hacía ya tiempo que se había diluido y discurría pobre y mortecinamente en grupos de dos o tres, sin que los unos prestasen atención a los otros. En relación con alguna cuestión que nunca llegué a saber con exactitud, mi amigo el filósofo Ernst Bloch dejó caer la frase de que no existe nadie que no haya estado alguna vez en su vida muy cerca de ser millonario. Su afirmación provocó risas en un principio y se tuvo por una de sus frecuentes paradojas. Pero sucedió algo extraño. Cuanto más tiempo dedicábamos a debatir su rotunda afirmación, en mayor medida despertaba nuestro interés, hasta que finalmente uno tras otro acabamos reflexionando en voz alta acerca del momento de nuestras vidas en que habíamos estado más al alcance de esos millones. Entre las varias y curiosas historias que escuchamos, destacaba la del ya desaparecido Scherlinger, que trataré ahora de relatar con sus propias palabras”.[8]
El yo narrativo está explicando el contexto en el cual oyó la historia y empeñado en reproducirla con las palabras del desaparecido Scherlinger. Justo en el siguiente parágrafo, ya empieza narrando en primera persona como si fuera el propio pintor:
“Como a la muerte de mi padre me llegó a las manos una herencia nada despreciable –comenzó a contar– adelanté mi viaje a Francia. A mis veintipocos años me hacía especialmente feliz la posibilidad de conocer Marsella, la patria de Monticelli, a quien debía mucho como artista, por no mencionar tantas otras cosas de la ciudad que también me atraían”.[9]
La transición entre narradores sucede de forma orgánica. El detalle del inciso “comenzó a contar” es suficiente para hacer comprender al lector que nos sumergimos en las palabras del misterioso Scherlinger, que tenía curiosidad por conocer Marsella poco antes de enriquecer gracias a la herencia de su padre. Todo indica que nos encontramos todavía en un contexto autobiográfico, pero son tantos los elementos disuasorios que podemos sospechar una progresiva transición al ambiguo territorio de la ficción. El texto prosigue con la descripción de los primeros paseos del protagonista, que deambuló sin rumbo por los alrededores y suburbios de la ciudad portuaria, pues esta era su costumbre como flâneur:
“[…] hacía tiempo que había dejado atrás La Cannabière sin ver gran cosa y, tras pasar de largo las ventanas enrejadas del Cours Puget, estaba ya bajo los árboles de la avenida de Meilhan, cuando la casualidad –que guía siempre mis primeros pasos en una ciudad– me llevó al passage de Lorette, el estrecho antepatio del depósito de cadáveres de la ciudad, donde en la soñolienta presencia de algunos hombres y mujeres el mundo entero parece quedar reducido a una tranquila tarde de domingo. En aquel momento se apoderó de mí algo de esa tristeza que, todavía hoy, aprecio tanto en la luz de los cuadros de Monticelli. Creo que en momentos así, el viajero capaz de experimentarla participa de ese algo que normalmente está reservado para quienes viven en la ciudad. Al igual que la niñez es el zahorí de la melancolía, para percibir la tristeza que emana de ciudades tan bulliciosas y fulgurantes tiene uno que haber sido niño en ellas”.[10]
Este párrafo está citado porque antecede al momento culminante del truco literario que Benjamin está preparando. El lector en este momento del texto ya se encuentra inmiscuido en el personaje del pintor que acaba de llegar a la ciudad, en sus pensamientos y obsesiones. Entonces llega el siguiente fragmento:
“Añadiría una bonita y romántica pincelada –dijo Scherlinger sonriendo– si describiera ahora cómo di con el hachís en alguna taberna portuaria de mala nota, arrastrado por algún árabe fogonero de un barco de carga, o tal vez, estibador en el muelle, pero no puedo permitirme tal adorno, puesto que yo me asemejaba más a ese árabe que al pretendido forastero cuyo deambular concluyese en la taberna. Cuando menos si se considera que en mis viajes siempre llevo el hachís conmigo”.[11]
Reaparece por primera vez la voz de Benjamin en forma de inciso, después de muchas líneas camuflado en las palabras de Scheringer. El narrador original vuelve por un momento a su posición narrativa del principio, pues explica cómo el pintor sonrió cuando declaró irónicamente que agregaría una bella pincelada si describiera cómo encontró la droga arrastrado por un árabe, sin embargo, no se puede permitir tal adorno, porque se parecía más al árabe que al forastero. En tres frases Benjamin logra identificar al pintor dandy del relato, con los personajes que lo rodean en este ambiente lúgubre y apestoso. Y al mismo tiempo, el propio pintor establece una distancia entre estos personajes del lumpenproletariado y él; una distancia imposible, porque él mismo reconoce asemejarse más a estos tipos de lo que le gustaría admitir.
La confusión entre narradores y personajes alcanza un límite insólito en este texto de Benjamin. Hasta el punto de que el lector no puede saber si la historia narrada le sucedió al autor, si a Scheringer, si a alguien que Scheringer conoció, o si a todos ellos a la vez. ¿Cómo podría Benjamin memorizar con minucioso detalle todas las palabras del discurso de alguien que solo vio una vez en su vida? Si el principio de inverosimilitud reina desde el principio de la narración, no por eso torna la historia menos real, por el contrario: la vuelve más accesible, disuadida entre varios personajes, dando la sensación de que le podría pasar a cualquiera.
Este es el fundamento de la literatura: solo existe conexión entre autor y lector cuando surge una mímesis entre la conciencia que lee o escucha y los acontecimientos que ocurren o los sentimientos que afloran en la narración. Todas las estrategias literarias son válidas para agregar intensidad a este proceso mimético, aun cuando estos recursos consisten en mezclar personajes arbitrariamente y disolver las fronteras entre unos y otros sujetos, para que así explicarlos y entenderlos de forma profunda, onírica y novedosa.
Bibliografía
Benjamin, Walter (1930) La historia de un fumador de hachís. La llama ed., Madrid. Consulta: https://ddooss.org/textos/relatos/la-historia-de-un-fumador-de-hachis (fecha de última consulta 24/04/2022)
Proust, Marcel (1913) En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swann. Alianza Editorial.
Cortázar, Julio (1964) La autopista del sur.
Notas:
[1] Proust, M. (1913) En busca del tiempo perdido: por el camino de Swann. Alianza Ed., Madrid, pág.46
[2] Proust, M. (1913) En busca del tiempo perdido: por el camino de Swann. Alianza Ed., Madrid, pág.47
[3] Proust, M. (1913) En busca del tiempo perdido: por el camino de Swann. Alianza Ed., Madrid, pág.48
[4] Proust, M. (1913) En busca del tiempo perdido: por el camino de Swann. Alianza Ed., Madrid, págs.. 49-51.
[5] Proust, M. (1913) En busca del tiempo perdido: por el camino de Swann. Alianza Ed., Madrid, pág. 51.
[6] Cortázar, J. (1964) La autopista del sur.
[7] Benjamin, W. (1930) La historia de un fumador de hachís. La llama ed., Madrid, página 6.
[8] Benjamin, W. (1930) La historia de un fumador de hachís. La llama ed., Madrid, página 7.
[9] Benjamin, W. (1930) La historia de un fumador de hachís. La llama ed., Madrid, página 7.
[10] Benjamin, W. (1930) La historia de un fumador de hachís. La llama ed., Madrid, página 9.
[11] Benjamin, W. (1930) La historia de un fumador de hachís. La llama ed., Madrid, página 9.